quarta-feira, 5 de outubro de 2016

23. Pedro Páramo: Estoy acostada en la misma cama donde murió mi madre - Juan Rulfo

Juan Rulfo




23. Pedro Páramo: Estoy acostada en la misma cama donde murió mi madre





Estoy acostada en la misma cama donde murió mi madre hace ya muchos años; sobre el mismo colchón; bajo la misma cobija de lana negra con la cual nos envolvíamos las dos para dormir. Entonces yo dormía a su lado, en un lugarcito que ella me hacía debajo de sus brazos. 

Creo sentir todavía el golpe pausado de su respiración; las palpitaciones y suspiros con que ella arrullaba mi sueño... Creo sentir la pena de su muerte... 

Pero esto es falso. 

Estoy aquí, boca arriba, pensando en aquel tiempo para olvidar mi soledad. Porque no estoy acostada sólo por un rato. Y ni en la cama de mi madre, sino dentro de un cajón negro como el que se usa para enterrar a los muertos. Porque estoy muerta. 

Siento el lugar en que estoy y pienso... 

Pienso cuando maduraban los limones. En el viento de febrero que rompía los tallos de los helechos, antes que el abandono los secara; los limones maduros que llenaban con su olor el viejo patio. 

El viento bajaba de las montañas en las mañanas de febrero. Y las nubes se quedaban allá arriba en espera de que el tiempo bueno las hiciera bajar al valle; mientras tanto dejaban vacío el cielo azul, dejaban que la luz cayera en el juego del viento haciendo círculos sobre la tierra, removiendo el polvo y batiendo las ramas de los naranjos. 

Y los gorriones reían; picoteaban las hojas que el aire hacía caer, y reían; dejaban sus plumas entre las espinas de las ramas y perseguían a las mariposas y reían. Era esa época. 

En febrero, cuando las mañanas estaban llenas de viento, de gorriones y de luz azul. Me acuerdo. Mi madre murió entonces. 

Que yo debía haber gritado; que mis manos tenían que haberse hecho pedazos estrujando su desesperación. Así hubieras tú querido que fuera. Pero ¿acaso no era alegre aquella mañana? Por la puerta abierta entraba el aire, quebrando las guías de la yedra. En mis piernas comenzaba a crecer el vello entre las venas, y mis manos temblaban tibias al tocar mis senos. Los gorriones jugaban. En las lomas se mecían las espigas. Me dio lástima que ella ya no volviera a ver el juego del viento en los jazmines; que cerrara sus ojos a la luz de los días. Pero ¿por qué iba a llorar? 

¿Te acuerdas, Justina? Acomodaste las sillas a lo largo del corredor para que la gente que viniera a verla esperara su turno. Estuvieron vacías. Y mi madre sola, en medio de los cirios; su cara pálida y sus dientes blancos asomándose apenitas entre sus labios morados, endurecidos por la amoratada muerte. Sus pestañas ya quietas; quieto ya su corazón. Tú y yo allí, rezando rezos interminables, sin que ella oyera nada, sin que tú y yo oyéramos nada, todo perdido en la sonoridad del viento debajo de la noche. Planchaste su vestido negro, almidonado el cuello y el puño de sus mangas para que sus manos se vieran nuevas, cruzadas sobre su pecho muerto; su viejo pecho amoroso sobre el que dormí en un tiempo y que me dio de comer y que palpitó para arrullar mis sueños. 

Nadie vino a verla. Así estuvo mejor. La muerte no se reparte como si fuera un bien. Nadie anda en busca de tristezas. 

Tocaron la aldaba. Tú saliste. 

-Ve tú -te dije-. Yo veo borrosa la cara de la gente. Y haz que se vayan. ¿Que vienen por el dinero de las misas gregorianas? Ella no dejó ningún dinero. Díselos, Justina. ¿Que no saldrá del Purgatorio si no le rezan esas misas? ¿Quiénes son ellos para hacer la justicia, Justina? ¿Dices que estoy loca? Está bien. 

Y tus sillas se quedaron vacías hasta que fuimos a enterrarla con aquellos hombres alquilados, sudando por un peso ajeno, extraños a cualquier pena. Cerraron la sepultura con arena mojada; bajaron el cajón despacio, con la paciencia de su oficio, bajo el aire que les refrescaba su esfuerzo. Sus ojos fríos, indiferentes. Dijeron: «Es tanto». Y tú les pagaste, como quien compra una cosa, desanudando tu pañuelo húmedo de lágrimas, exprimido y vuelto a exprimir y ahora guardando el dinero de los funerales... 

Y cuando ellos se fueron, te arrodillaste en el lugar donde había quedado su cara y besaste la tierra y podrías haber abierto un agujero, si yo no te hubiera dicho: «Vámonos, Justina, ella está en otra parte, aquí no hay más que una cosa muerta». 



-¿Eres tú la que ha dicho todo eso, Dorotea? 


-¿Quién, yo? Me quedé dormida un rato. ¿Te siguen asustando? 

-Oí a alguien que hablaba. Una voz de mujer. Creí que eras tú. 

-¿Voz de mujer? ¿Creíste que era yo? Ha de ser la que habla sola. La de la sepultura grande. Doña Susanita. Está aquí enterrada a nuestro lado. Le ha de haber llegado la humedad y estará removiéndose entre el sueña. 

-¿Y quién es ella? 

-La última esposa de Pedro Páramo. Unos dicen que estaba loca. Otros, que no. La verdad es que ya hablaba sola desde en vida. -Debe haber muerto hace mucho. 

-¡Uh, sí!, hace mucha. ¿Qué le oíste decir? 

-Algo acerca de su madre. 

-Pero si ella ni madre tuvo... 

-Pues de eso hablaba. 

-... O, al menos, no la trajo cuando vino. Pero espérate. Ahora recuerdo que ella nació aquí, y que ya de añejita desaparecieron. Y sí, su madre murió de tisis. Era una señora muy rara que siempre estuvo enferma y no visitaba a nadie. 

-Eso dice ella. Que nadie había ido a ver a su madre cuando murió.

-¿Pero de qué tiempos hablará? Claro que nadie se paró en su casa por el puro miedo de agarrar la tisis: ¿Se acordará de eso la indina? 

-De eso hablaba.. 

-Cuando vuelvas a oírla me avisas, me gustaría saber lo que dice. 

-¿Oyes? Parece que va a decir algo. Se oye un murmullo. 

-No, no es ella. Eso viene de más lejos, de por este otro rumbo. Y es voz de hombre. Lo que pasa con estos muertos viejos es que en cuanto les llega la humedad comienzan a removerse. Y despiertan. 

«El cielo es grande. Dios estuvo conmigo esa noche. De no ser así quién sabe lo que hubiera pasado. Porque fue ya de noche cuando reviví...» 

-¿Lo oyes ya más claro? 

-Sí. 

«... Tenía sangre por todas partes. Y al enderezarme chapotié con mis manos la sangre regada en las piedras. Y era mía. Montonales de sangre. Pero no estaba muerto. Me di cuenta. Supe que don Pedro no tenía intenciones de matarme. Sólo de darme un susto. Quería averiguar si yo había estado en Vilmayo dos meses antes. El día de San Cristóbal. En la boda. ¿En cuál boda? ¿En cuál San Cristóbal? Yo chapoteaba entre mi sangre y le preguntaba: «¿En cuál boda, don Pedro?» No, no, don Pedro, yo no estuve. Si acaso, pasé por allí. Pero fue por casualidad... Él no tuvo intenciones de matarme. Me dejó cojo, como ustedes ven, y manco si ustedes quieren. Pero no me mató. Dicen que se me torció un ojo desde entonces, de la mala impresión. Lo cierto es que me volví más hombre. El cielo es grande. Y ni quien lo dude.» 

-¿Quién será? 

-Ve tú a saber. Alguno de tantos. Pedro Páramo causó tal mortandad después que le mataron a su padre, que se dice casi acabó con los asistentes a la boda en la cual don Lucas Páramo iba a fungir de padrino. Y eso que a don Lucas nomás le tocó de rebote, porque al parecer la cosa era contra el novio. Y como nunca se supo de dónde había salido la bala que le pegó a él, Pedro Páramo arrasó parejo. Esto fue allá en el cerro de Vilmayo, donde estaban unos ranchos de los que ya no queda ni el rastro... Mira, ahora sí parece ser ella. Tú que tienes los oídos muchachos, ponle atención. Ya me contarás lo que diga. 

-No se le entiende. Parece que no habla, sólo se queja. 

-¿Y de qué se queja? 

-Pues quién sabe. 

-Debe ser por algo. Nadie se queja de nada. Para bien la oreja. 

-Se queja y nada más. Tal vez Pedro Páramo la hizo sufrir. 

-No creas. Él la quería. Estoy por decir que nunca quiso a ninguna mujer como a ésa. Ya se la entregaron sufrida y quizá loca. Tan la quiso, que se pasó el resto de sus años aplastado en un equipal, mirando el camino por donde se la habían llevado al camposanto. Le perdió interés a todo. Desalojó sus tierras y mandó quemar los enseres. Unos dicen que porque ya estaba cansado, otros que porque le agarró la desilusión; lo cierto es que echó fuera a la gente y se sentó en su equipal, cara al camino. 

»Desde entonces la tierra se quedó baldía y como en ruinas. Daba pena verla llenándose de achaques con tanta plaga que la invadió en cuanto la dejaron sola. De allá para acá se consumió la gente; se desbandaron los hombres en busca de otros «bebederos». Recuerdo días en que Comala se llenó de «adioses» y hasta nos parecía cosa alegre ir a despedir a los que se iban. Y es que se iban con intenciones de volver. Nos dejaban encargadas sus cosas y su familia. Luego algunos mandaban por la familia aunque no por sus cosas, y después parecieron olvidarse del pueblo y de nosotros, y hasta de sus cosas. Yo me quedé porque no tenía adónde ir. Otros se quedaron esperando que Pedro Páramo muriera, pues según decían les había prometido heredarles sus bienes, y con esa esperanza vivieron todavía algunos. Pero pasaron años y años y él seguía vivo, siempre allí, como un espantapájaros frente a las tierras de la Media Luna. 

»Y ya cuando le faltaba poco para morir vinieron las guerras esas de los «cristeros» y la tropa echó rialada con los pocos hombres que quedaban. Fue cuando yo comencé a morirme de hambre y desde entonces nunca me volví a emparejar. 

»Y todo por las ideas de don Pedro, por sus pleitos de alma. Nada más porque se le murió la mujer, la tal Susanita. Ya te has de imaginar si la quería.»


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ESTOU DEITADA na mesma cama onde morreu minha mãe, já faz muitos anos; sobre o mesmo colchão; debaixo do mesmo cobertor de lã negra, com o qual nós duas nos envolvíamos para dormir. Então eu dormia ao seu lado, num lugarzinho que ela me fazia debaixo de seus braços. 

Acho que ainda sinto o golpe pausado de sua respiração; as palpitações e suspiros com que acalantava meu sono... Penso sentir a pena da sua morte... 

Mas isso é falso. 

Estou aqui, virada para cima, pensando naquele tempo para esquecer minha solidão. Porque não estou deitada apenas por algum tempo. E nem na cama de minha mãe, mas dentro de um caixão negro como o que se usa para enterrar os mortos. Porque estou morta. 

Sinto o lugar onde estou e penso... 

Penso em quando os limões amadureciam. No vento de fevereiro que rompia os talos das samambaias, antes que o abandono as secasse; os limões maduros que enchiam o velho pátio com seu perfume. 

O vento baixava das montanhas nas manhãs de fevereiro. E as nuvens ficavam lá no alto à espera de que o bom tempo as fizesse descer para o vale; enquanto isso deixavam vazio o céu azul, deixavam que a luz caísse no jogo do vento fazendo círculos sobre a terra, removendo a poeira e batendo os galhos das laranjeiras. 

E os pardais riam; bicavam as folhas que a brisa fazia cair, e riam; deixavam suas plumas entre os espinhos dos galhos e perseguiam as borboletas, e riam. Era esse tempo. 

Em fevereiro, quando as manhãs estavam cheias de vento, de pardais e de luz azul. Eu me lembro. 

Minha mãe morreu nessa época. 

Eu devia ter gritado; minhas mãos tinham que ter se despedaçado esmagando sua desesperança. Assim você queria que tivesse sido. Mas por acaso aquela manhã não era alegre? Pela porta aberta entrava o ar, quebrando as varas das heras. Em minhas pernas começava a crescer uma penugem entre as veias, e minhas mãos tremiam cálidas ao tocar meus seios. Os pardais brincavam. Nas colinas as espigas ondulavam. Tive pena porque ela não tornaria a ver o brincar do vento nos jasmins; que fechasse seus olhos para a luz dos dias. Mas por que iria chorar? 

Você se lembra, Justina? Você ajeitou as cadeiras ao longo do corredor para que as pessoas que viessem vê-la esperassem a vez. Ficaram vazias. E minha mãe sozinha, no meio dos círios; sua cara pálida e seus dentes brancos mal aparecendo entre seus lábios arroxeados, endurecidos pela morte arroxeada. Suas pestanas já quietas; já quieto seu coração. Você e eu ali, rezando rezas intermináveis, sem que ela ouvisse nada, sem que você e eu ouvíssemos nada, tudo perdido na sonoridade do vento debaixo da noite. Você tinha passado o vestido negro, engomado o decote estreito e o punho das mangas para que as mãos parecessem novas, cruzadas sobre seu peito morto; seu velho peito amoroso, em cima dele eu dormi durante tempos, e que me deu de comer e que palpitou para ninar meus sonhos. 

Ninguém veio vê-la. Foi melhor assim. A morte não se reparte como se fosse um bem. Ninguém anda à procura de tristezas. 

Bateram na aldraba. Você saiu. 

— Vá você — eu disse. — Eu vejo enevoadas as caras das pessoas. E faça com que elas vão embora. Estão atrás do dinheiro das missas gregorianas? Ela não deixou nenhum dinheiro. Diga a quem estiver aí, Justina. Que ela não vai sair do Purgatório, se não rezarem essas missas? Quem são eles para fazer justiça, Justina? Você acha que eu estou louca? Está bem. 

E as cadeiras ficaram vazias até que fomos enterrá-la com aqueles homens alugados, suando por um peso alheio, distantes de qualquer tristeza. Fecharam a sepultura com areia molhada; baixaram o caixão devagar, com a paciência de seu ofício, debaixo da brisa que refrescava seus esforços. Seus olhos frios, indiferentes. Disseram: “Custa tanto.” E você pagou a eles, como quem compra uma coisa, desfazendo o nó do seu lenço úmido de lágrimas, espremido e tornado a espremer e agora guardando o dinheiro dos funerais... 

Quando eles foram embora, você ajoelhou-se no lugar onde a cara dela tinha ficado e beijou a terra e poderia ter aberto um buraco, se eu não tivesse dito: “Vamos embora, Justina, ela está em outro lugar, aqui só está uma coisa morta.”


— FOI VOCÊ que disse tudo isso, Dorotea? 

— Quem, eu? Adormeci um pouco. Continuam assustando você? 

— Ouvi alguém falando. Uma voz de mulher. Achei que era você. 

— Voz de mulher? Achou que era eu? Deve ser a que fala sozinha. A da sepultura grande. Dona Susanita. Está enterrada aqui, ao nosso lado. A umidade deve ter chegado até ela, que está se revirando no meio do sono. 

— E quem é ela? 

— A última esposa de Pedro Páramo. Uns dizem que era louca. Outros, que não. A verdade é que já falava sozinha quando estava viva. 

— Deve estar morta há muito tempo. 

— Ui, sim! Faz muito tempo. O que você ouviu ela dizer? 

— Alguma coisa sobre a mãe dela. 

— Mas se ela nem teve mãe... 

— Pois era disso que falava.
– ... Ou, pelo menos, não trouxe a mãe quando veio para cá. Mas espera aí. Agora lembro que ela nasceu aqui, e que quando estava meio crescidinha desapareceram. E sim, lembro, sua mãe morreu tísica. Era uma senhora muito estranha que sempre foi doente e que não visitava ninguém. 

— É o que ela diz. Que ninguém foi ver a sua mãe quando morreu. 

— Mas de que tempos será que ela fala? Claro que ninguém apareceu na casa da mãe, de medo de pegar tísica. Será que essa descarada não lembra disso? 

— Pois falava disso. 

— Quando você tomar a ouvi-la me avisa, que eu gostaria de saber o que ela diz. 

— Está ouvindo? Parece que ela vai dizer alguma coisa. Dá para ouvir um murmúrio. 

— Não, não é ela. Isso vem de mais longe, lá daqueles lados. E é voz de homem. O que acontece com esses mortos velhos é que quando a umidade chega neles, começam a se remexer. E despertam. 

“O céu é grande. Deus esteve comigo naquela noite. Se não fosse isso, quem sabe o que teria acontecido? Porque já era noite quando revivi...” 

— Está ouvindo mais claro agora? 

— Sim. 

“... Tinha sangue por tudo que é lado. E ao me levantar, chafurdei com minhas mãos no sangue regado nas pedras. E era meu. Montões de sangue. Mas eu não estava morto. Reparei. Soube que dom Pedro não tinha intenção de me matar. Só de me dar um susto. Queria averiguar se eu tinha estado em Vilmayo dois meses antes. No dia de São Cristóvão. No casamento. Qual casamento? Que São Cristóvão? Eu chafurdava no meu sangue e perguntava a ele: ‘Em qual casamento, dom Pedro?’ Não, não, dom Pedro, eu não fui. Pode até ser que, por acaso, eu tenha passado por lá. Mas foi coincidência... Ele não teve intenção de me matar. Fiquei manco, desse jeito que vocês veem, e sem o uso do braço. Mas não me matou. Dizem que desde então fiquei com um olho torto, por causa do pavor. Mas a verdade é que virei mais homem. O céu é grande. Não tem como duvidar disso.” 

— Quem será que foi? 

— Como vou saber... Um de tantos. Pedro Páramo causou tamanha mortandade depois que mataram seu pai, que falam por aí que ele acabou com quase todos os que estavam no casamento em que dom Lucas Páramo ia ser padrinho. E isso que dom Lucas foi pego meio que sem querer, porque parece que a coisa toda era contra o noivo. E como nunca se soube de onde tinha saído a bala que acertou nele, Pedro Páramo apagou todos. Isso foi lá no morro de Vilmayo, onde havia uns ranchos dos que já não sobrou nem rastro... Olha só, agora, sim, parece que é ela. Você, que tem ouvidos jovens, presta atenção. E depois me conta o que ela disser. 

— Não dá para entender. Parece que nem fala, só se queixa. 

— E se queixa de quê? 

— Pois quem sabe? 

— Deve ser de alguma coisa. Ninguém se queixa de nada. Escuta direito. 

— Pois se queixa e pronto. Talvez Pedro Páramo tenha feito ela sofrer. 

— Não acredite nisso. Ele gostava dela. Quase que eu digo que ele não quis nunca outra mulher como quis essa. É que já entregaram ela sofrida e, vai ver, louca. Tanto gostou dela, que passou o resto de seus anos jogado numa cadeira de assento de couro, olhando o caminho por onde ela foi levada para o campo-santo. Perdeu o interesse por tudo. Desalojou sua terra e mandou queimar os seus trastes e suas coisas. Uns dizem que foi porque ele já estava cansado demais, outros porque ficou desesperado; mas o fato é que pôs o pessoal para fora e sentou-se na sua cadeira de couro, virado de cara para aquele caminho. 

“Desde então a terra ficou baldia e arruinada. Dava pena ver a terra enchendo-se de achaques de tanta praga que a invadiu, quando a deixaram abandonada. De lá para cá, as pessoas se consumiram; os homens debandaram à procura de outros ‘bebedouros’. Lembro os dias em que Comala encheu-se de ‘adeuses’ e até nos parecia coisa alegre ir se despedir dos que iam embora. E é que eles iam com a intenção de voltar. Pediam para a gente tomar conta das suas coisas e das famílias. Depois alguns mandavam buscar a família mas não suas coisas, e depois parece que se esqueceram do povoado e de nós, e até de suas coisas. Eu fiquei porque não tinha para aonde ir. Outros ficaram esperando que Pedro Páramo morresse, pois pelo que diziam ele tinha lhes prometido herdar seus bens, e com essa esperança alguns ainda viveram. Mas se passaram anos e anos e ele continuava vivo, sempre ali, feito um espantalho diante das terras da Media Luna. 

“E quando já faltava pouco para ele morrer, aconteceram as tais guerras dos ‘cristeiros’[*] e a tropa fez fieira, arrebanhando os poucos homens que sobravam. Foi quando comecei a morrer de fome, e desde então nunca mais tornei a me acasalar. 

“E tudo isso por causa das ideias de dom Pedro, por suas guerras da alma. Tudo porque sua mulher morreu, a tal Susanita. Imagina só se ele gostava dela ou não.


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[*] O autor refere-se aos conflitos ocorridos após a Revolução Mexicana, entre os simpatizantes da Igreja, ou “cristeiros”, e os do novo governo. (N. do E.)

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Rulfo, Juan Pedro Páramo / tradução e prefácio de Eric Nepomuceno. — Rio de Janeiro: BestBolso, 2008. Tradução de: Pedro Páramo ISBN 978-85-7799-116-7 1. Romance mexicano. I. Nepomuceno, Eric. II. Título

Pedro Páramo – Romance mais aclamado da literatura mexicana, Pedro Páramo é o primeiro de dois livros lançados em toda a vida de Juan Rulfo. O enredo, simples, trata da promessa feita por um filho à mãe moribunda, que lhe pede que saia em busca do pai, Pedro Páramo, um malvado lendário e assassino. Juan Preciado, o filho, não encontra pessoas, mas defuntos repletos de memórias, que lhe falam da crueldade implacável do pai. Vergonha é o que Juan sente. Alegoricamente, é o México ferido que grita suas chagas e suas revoluções, por meio de uma aldeia seca e vazia onde apenas os mortos sobrevivem para narrar os horrores da história. O realismo fantástico como hoje se conhece não teria existido sem Pedro Páramo; é dessa fonte que beberam o colombiano Gabriel Garcia Márquez e o peruano Mario Vargas Llosa, que também narram odisseias latino-americanas.


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