quarta-feira, 31 de agosto de 2016

Edgar Allan Poe - O Gato Preto - 05

Edgar Allan Poe




#conto de terror, mistério e morte



05. O Gato Preto


Durante algumas semanas abstive-me de bater-lhe ou de usar contra ele de qualquer outra violência; mas gradualmente, bem gradualmente, passei a encará-lo com indizível aversão e a esquivar-me, silenciosamente, à sua odiosa presença, como a um hálito pestilento.

O que aumentou sem dúvida meu ódio pelo animal foi a descoberta, na manhã seguinte à em que o trouxera para casa, de que como Plutão, fora também privado de um de seus olhos. Essa circunstância, porém, só fez aumentar o carinho de minha mulher por ele; ela, como já disse, possuía, em alto grau, aquela humanidade de sentimento que fora outrora o traço distintivo e a fonte de muitos dos meus mais simples e mais puros prazeres.

Com a minha aversão àquele gato, porém, sua predileção por mim parecia aumentar. Acompanhava meus passos com uma pertinácia que o leitor dificilmente compreenderá. Em qualquer parte onde me sentasse, enroscava-se ele debaixo de minha cadeira ou pulava sobre meus joelhos, cobrindo-me com suas carícias repugnantes. Se me levantava para andar, metia-se entre meus pés, quase a derrubar-me, ou cravando suas longas e agudas garras em minha roupa, subia dessa maneira até o meu peito. Nessas ocasiões, embora tivesse o desejo ardente de matá-lo com uma pancada, era impedido de fazê-lo, em parte por me lembrar de meu crime anterior mas, principalmente - devo confessá-lo sem demora -, por absoluto pavor do animal.

Esse pavor não era exatamente um pavor de mal físico e, contudo, não saberia como defini-lo de outra forma. Tenho quase vergonha de confessar - sim, mesmo nesta cela de criminoso, tenho quase vergonha de confessar que o terror e o horror que o animal me inspirava tinham sido aumentados por uma das mais simples quimeras que seria possível conceber. Minha mulher chamara mais de uma vez minha atenção para a natureza da marca de pelo branco de que falei e que constituía a única diferença visível entre o animal estranho e o que eu havia matado. O leitor há de recordar-se que esta mancha, embora grande, fora a princípio de forma bem imprecisa. Mas por leves gradações, gradações quase imperceptíveis e que, durante muito tempo, a razão forcejou para rejeitar como imaginárias, tinha afinal assumido uma rigorosa precisão de contorno. Era agora a reprodução de um objeto que tremo em nomear e por isso, acima de tudo, eu detestava e temia o monstro e ter-me- ia livrado dele, se o ousasse. Era agora, digo, a imagem de uma coisa horrenda, de uma coisa apavorante. . . a imagem de uma forca! Oh, lúgubre e terrível máquina de horror e de crime, de agonia e de morte!

E então eu era em verdade um desgraçado, mais desgraçado que a própria desgraça humana. E um bronco animal, cujo companheiro eu tinha com desprezo destruído, um bronco animal preparava para mim - para mim, homem formado à imagem do Deus Altíssimo - tanta angústia intolerável! Ai de mim! Nem de dia nem de noite era-me dado mais gozar a bênção do repouso! Durante o dia, o bicho não me deixava um só momento e, de noite, eu despertava, a cada instante, de sonhos de indizível pavor, para sentir o quente hálito daquela coisa no meu rosto e o seu enorme peso, encarnação de pesadelo, que eu não tinha forças para repelir, oprimindo eternamente o meu coração!

Sob a pressão de tormentos tais como estes, os fracos restos de bondade que haviam em mim sucumbiram. Meus únicos companheiros eram os maus pensamentos, os mais negros e maléficos pensamentos.O mau-humor de meu temperamento habitual aumentou, levando-me a odiar todas as coisas e toda a humanidade. Minha resignada esposa, porém, era a mais constante e mais paciente vítima das súbitas, freqüentes e indomáveis explosões de uma fúria a que eu agora me abandonava cegamente.




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19. Pedro Páramo: El calor me hizo despertar - Juan Rulfo

Juan Rulfo




19. Pedro Páramo: El calor me hizo despertar





El calor me hizo despertar al filo de la medianoche. Y el sudor. El cuerpo de aquella mujer hecho de tierra, envuelto en costras de tierra, se desbarataba como si estuviera derritiéndose en un charco de lodo. Yo me sentía nadar entre el sudor que chorreaba de ella y me faltó el aire que se necesita para respirar. Entonces me levanté. La mujer dormía. De su boca borbotaba un ruido de burbujas muy parecido al del estertor.

Salí a la calle para buscar el aire; pero el calor que me perseguía no se despegaba de mí.

Y es que no había aire; sólo la noche entorpecida y quieta, acalorada por la canícula de agosto.

No había aire. Tuve que sorber el mismo aire que salía de mi boca, deteniéndolo con las manos antes de que se fuera. Lo sentía ir y venir, cada vez menos; hasta que se hizo tan delgado que se filtró entre mis dedos para siempre.

Digo para siempre.

Tengo memoria de haber visto algo así como nubes espumosas haciendo remolino sobre mi cabeza y luego enjuagarme con aquella espuma y perderme en su nublazón. Fue lo último que vi.



-¿Quieres hacerme creer que te mató el ahogo, Juan Preciado? Yo te encontré en la plaza, muy lejos de la casa de Donis, y junto a mí también estaba él, diciendo que te estabas haciendo el muerto. Entre los dos te arrastramos a la sombra del portal, ya bien tirante, acalambrado como mueren los que mueren muertos de miedo. De no haber habido aire para respirar esa noche de que hablas, nos hubieran faltado las fuerzas para llevarte y contimás para enterrarte. Y ya ves, te enterramos.

-Tienes razón,.Doroteo. ¿Dices que te llamas Doroteo?

-Da lo mismo. Aunque mi nombre sea Dorotea. Pero da lo mismo.

-Es cierto, Dorotea. Me mataron los murmullos.

«Allá hallarás mi querencia. El lugar que yo quise. Donde los sueños me enflaquecieron. Mi pueblo, levantado sobre la llanura. Lleno de árboles y de hojas como una alcancía donde hemos guardado nuestros recuerdos. Sentirás que allí uno quisiera vivir para la eternidad. El amanecer; la mañana; el mediodía y la noche, siempre los mismos; pero con la diferencia del aire. Allí, donde el aire cambia el color de las cosas; donde se ventila la vida como si fiera un murmullo; como si fuera un puro murmullo de la vida...»

-Sí, Dorotea. Me mataron los murmullos. Aunque ya traía retrasado el miedo. Se me había venido juntando, hasta que ya no pude soportarlo. Y cuando me encontré con los murmullos se me reventaron las cuerdas.

»Llegué a la plaza, tienes tú razón. Me llevó hasta allí el bullicio de la gente y creí que de verdad la había. Yo ya no estaba muy en mis cabales; recuerdo que me vine apoyando en las paredes como si caminara con las manos. Y de las paredes parecían destilar los murmullos como si se filtraran de entre las grietas y las descarapeladuras. Yo los oía. Eran voces de gente; pero no voces claras, sino secretas, como si me murmuraran algo al pasar, o como si zumbaran contra mis oídos. Me aparté de las paredes y seguí por mitad de la calle; pero las oía igual, igual que si vinieran conmigo, delante o detrás de mí. No sentía calor, como te dije antes; antes por el contrario, sentía frío. Desde que salí de la casa de aquella mujer que me prestó su cama y que, como te decía, la vi deshacerse en el agua de su sudor, desde entonces me entró frío. Y conforme yo andaba, el frío aumentaba más y más, hasta que se me enchinó el pellejo. Quise retroceder porque pensé que regresando podría encontrar el calor que acababa de dejar; pero me di cuenta a poco de andar que el frío salía de mí, de mi propia sangre. Entonces reconocí que estaba asustado. Oí el alboroto mayor en la plaza y creí que allí entre la gente se me bajaría el miedo. Por eso es que ustedes me encontraron en la plaza. ¿De modo que siempre volvió Donis? La mujer estaba segura de que jamás lo volvería a ver.

-Fue ya de mañana cuando te encontramos. Él venía de no sé dónde. No se lo pregunté.

-Bueno, pues llegué a la plaza. Me recargué en un pilar de los portales. Vi que no había nadie, aunque seguía oyendo el murmullo como de mucha gente en día de mercado. Un rumor parejo, sin ton ni son, parecido al que hace el viento contra las ramas de un árbol en la noche, cuando no se ven ni el árbol ni las ramas, pero se oye el murmurar. Así. Ya no di un paso más. Comencé a sentir que se me acercaba y daba vueltas a mi alrededor aquel bisbiseo apretado como un enjambre, hasta que alcancé a distinguir unas palabras vacías de ruido: «Ruega a Dios por nosotros». Eso oí que me decían. Entonces se me heló el alma. Por eso es que ustedes me encontraron muerto.


-Mejor no hubieras salido de tu tierra. ¿Qué viniste a hacer aquí?

-Ya te lo dije en un principio. Vine a buscar a Pedro Páramo, que según parece fue mi padre. Me trajo la ilusión.

-¿La ilusión? Eso cuesta caro. A mí me costó vivir más de lo debido. Pagué con eso la deuda de encontrar a mi hijo, que no fue, por decirlo así, una ilusión más; porque nunca tuve ningún hijo. Ahora que estoy muerta me he dado tiempo para pensar y enterarme de todo. Ni siquiera el nido para guardarlo me dio Dios. Sólo esa larga vida arrastrada que tuve, llevando de aquí para allá mis ojos tristes que siempre miraron de reojo, como buscando detrás de la gente, sospechando que alguien me hubiera escondido a mi niño. Y todo fue culpa de un maldito sueño. He tenido dos: a uno de ellos lo llamo el «bendito» y a otro el «maldito». El primero fue el que me hizo soñar que había tenido un hijo. Y mientras viví, nunca dejé de creer que fuera cierto; porque lo sentí entre mis brazos, tiernito, lleno de boca y de ojos y de manos; durante mucho tiempo conservé en mis dedos la impresión de sus ojos dormidos y el palpitar de su corazón. ¿Cómo no iba a pensar que aquello fuera verdad? Lo llevaba conmigo a dondequiera que iba, envuelto en mi rebozo, y de pronto lo perdí. En el cielo me dijeron que se habían equivocado conmigo. Que me habían dado un corazón de madre, pero un seno de una cualquiera. Ése fue el otro sueño que tuve. Llegué al cielo y me asomé a ver si entre los ángeles reconocía la cara de mi hijo. Y nada. Todas las caras eran iguales, hechas con el mismo molde. Entonces pregunté. Uno de aquellos santos se me acercó y, sin decirme nada, hundió una de sus manos en mi estómago como si la hubiera hundido en un montón de cera. Al sacarla me enseñó algo así como una cáscara de nuez: «Esto prueba lo que te demuestra».

»Tú sabes cómo hablan raro allá arriba; pero se les entiende. Les quise decir que aquello era sólo mi estómago engarruñado por las hambres y por el poco comer; pero otro de aquellos santos me empujó por los hombros y me enseñó la puerta de salida: «Ve a descansar un poco más a la tierra, hija, y procura ser buena para que tu purgatorio sea menos largo.»

»Ése fue el sueño «maldito» que tuve y del cual saqué la aclaración de que nunca había tenido ningún hijo. Lo supe ya muy tarde, cuando el cuerpo se me había achaparrado, cuando el espinazo se me saltó por encima de la cabeza, cuando ya no podía caminar. Y de remate, el pueblo se fue quedando solo; todos largaron camino para otros rumbos y con ellos se fue también la caridad de la que yo vivía. Me senté a esperar la muerte. Después que te encontramos a ti, se resolvieron mis huesos a quedarse tiesos. «Nadie me hará caso», pensé. Soy algo que no le estorba a nadie. Ya ves, ni siquiera le robé el espacio a la tierra. Me enterraron en tu misma sepultura y cupe muy bien en el hueco de tus brazos. Aquí en este rincón donde me tienes ahora. Sólo se me ocurre que debería ser yo la que te tuviera abrazado a ti. ¿Oyes? Allá fuera está lloviendo. ¿No sientes el golpear de la lluvia?

-Siento como si alguien caminara sobre nosotros.

-Ya déjate de miedos. Nadie te puede dar ya miedo. Haz por pensar en cosas agradables porque vamos a estar mucho tiempo enterrados.




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O CALOR ME FEZ acordar por volta da meia-noite. E o suor. O corpo daquela mulher, feito de terra, envolvido em crostas de terra, se desfazia como se estivesse derretendo num charco de lodo. Eu me sentia nadar no meio do suor que jorrava dela e me faltou o ar que se necessita para respirar. Então me levantei. A mulher dormia. De sua boca borbotava um ruído de borbulhas muito parecido ao estertor.

Saí à rua; mas o calor que me perseguia não desgrudava de mim.

E é que não havia ar; só a noite entorpecida e quieta, acalorada pelas altas temperaturas de agosto.

Não havia ar. Tive de sorver o mesmo ar que saía da minha boca, parando-o com as mãos antes que ele fosse embora. Sentia o ar indo e vindo, cada vez menos; até que se fez tão fino que se filtrou entre meus dedos para sempre.

Digo para sempre.

Tenho memória de haver visto algo assim como nuvens espumosas fazendo redemoinhos sobre a minha cabeça e depois enxaguar-me com aquela espuma e me perder em sua nuvarada. Foi a última coisa que vi.


ESTÁ QUERENDO que eu acredite que o que matou você foi a sufocação, Juan Preciado? Eu encontrei você na praça, muito longe da casa de Donis, e comigo também estava ele, dizendo que você estava se fazendo de morto. Nós dois arrastamos você até a sombra do portal, já bem teso, retorcido daquele jeito em que morrem os que morrem mortos de medo. Se não tivesse havido ar para respirar naquela noite que você está falando, teriam faltado forças para que nós carregássemos você, quanto mais para enterrá-lo. Você está vendo, nós enterramos você.

— Tem razão, Doroteo. Você disse que se chama Doroteo?

— Dá na mesma. Só que meu nome é Dorotea. Mas dá na mesma.

— Pois é verdade, Dorotea. Os murmúrios me mataram.

Lá você vai encontrar a minha querência. O lugar que eu amei. Onde os meus sonhos emagreceram. Meu povoado, levantado sobre a planície. Cheio de árvores e de folhas, como um cofre onde guardamos nossas memórias. Você vai sentir que ali a gente gostaria de viver para a eternidade. O amanhecer; a manhã; o meio-dia e a noite, sempre os mesmos; mas com a diferença do ar. Lá, onde o ar muda a cor das coisas; onde a vida se ventila como se fosse um murmúrio; como se fosse um puro murmúrio da vida...

— Sim, Dorotea. Os murmúrios sussurrados me mataram. Embora eu trouxesse um medo atrasado. Tinha vindo se juntando, até que não aguentei mais. E quando me encontrei com os murmúrios minhas cordas arrebentaram.

“Cheguei na praça, você tem razão. Fui levado até lá pelo alvoroço das gentes e achei que de verdade havia gente. Eu já não estava muito em meus eixos; recordo que vim me apoiando nas paredes como se caminhasse com as mãos. E os sussurros pareciam destilar das paredes, como se se filtrassem entre as gretas e os descascados abertos no reboco. Eu os ouvia. Eram vozes de gente; mas não vozes claras, e sim secretas, como se me murmurassem alguma coisa ao passar, ou como se zumbissem contra os meus ouvidos. Afastei-me das paredes e continuei pelo meio da rua; mas ouvia do mesmo jeito, do mesmo jeito que se estivessem vindo comigo, adiante ou atrás de mim. Não sentia calor, como disse antes; antes pelo contrário, sentia frio. Desde que saí da casa daquela mulher que me emprestou sua cama e que, como dizia, vi se desfazendo na água de seu suor, desde então fiquei com frio. E conforme eu andava, o frio aumentava mais e mais, até me deixar a pele toda arrepiada. Quis retroceder porque achei que voltando poderia encontrar o calor que eu tinha acabado de deixar; mas reparei, assim que comecei a andar, que o frio saía de mim, do meu próprio sangue. Então reconheci que estava assustado. Ouvi o alvoroço maior na praça e achei que ali, no meio das pessoas, o medo iria diminuir. Por isso é que vocês me encontraram na praça. Quer dizer então que Donis acabou voltando? A mulher tinha certeza de que jamais tornaria a vê-lo.

— Já era de manhã quando encontramos você. Ele estava vindo sei lá de onde. Não perguntei.

— Bem, então cheguei na praça. Encostei-me num pilar tios portais. Vi que não havia ninguém, embora continuasse ouvindo o burburinho como de muita gente em dia de feira. Um rumor parelho, sem tom nem som, parecido ao que o vento faz contra os galhos de uma árvore na noite, quando a gente não vê nem a árvore nem os galhos, mas ouve o seu farfalhar. Assim. Não dei mais nem um passo. Comecei a sentir que chegava perto de mim e dava voltas ao meu redor aquele zunzum apertado como de um enxame, até que consegui distinguir umas palavras quase vazias de ruído: “Rogai a Deus por nós.” Ouvi que era isso que me diziam. Então minha alma gelou. Foi por isso que vocês me acharam morto.

— Teria sido melhor se você não tivesse saído da sua terra. O que veio fazer aqui?

— Eu já disse no começo. Vim procurar Pedro Páramo, que ao que parece foi meu pai.

Vim trazido pela ilusão.

— Ilusão? Isso custa caro. A mim custou viver mais do que o devido. Paguei com isso a dívida de encontrar meu filho, que não foi, por assim dizer, nada além de uma ilusão a mais; porque nunca tive filho algum. Agora que estou morta me deu tempo para pensar e ficar sabendo de tudo. Nem mesmo o ninho para guardá-lo Deus me deu. Só esta longa vida arrastada que tive, levando daqui para lá meus olhos tristes que sempre olharam de viés, como buscando atrás das pessoas, suspeitando que alguém tivesse me escondido meu menino. E tudo por culpa do maldito sonho. Tive dois: um deles eu chamo de “bendito” e o outro de “maldito”. O primeiro foi o que me fez sonhar que tinha tido um filho. E, enquanto vivi, nunca deixei de acreditar que fosse de verdade; porque o senti entre meus braços, novinho, terno, cheio de boca e de olhos e de mãos; durante muito tempo conservei em meus dedos a impressão de seus olhos adormecidos e o palpitar de seu coração. Como não ia pensar que aquilo fosse verdade? Eu o levava comigo aonde quer que fosse, envolto no meu xale, e de repente o perdi. No céu me disseram que tinham se enganado comigo. Que tinham me dado um coração de mãe, mas um seio de uma qualquer. Esse foi o outro sonho que tive. Cheguei ao céu e fui ver se entre os anjos reconhecia a cara de meu filho. E nada. Todas as caras eram iguais, feitas com a mesma forma. Então perguntei. Um daqueles santos se aproximou de mim e, sem me dizer nada, afundou uma das mãos no meu estômago, como se a tivesse afundado num montão de cera. Ao tirá-la, mostrou algo assim como uma casca de noz: “Isto prova o que se demonstra.”

“Você sabe como eles falam esquisito lá em cima; mas dá para entender. Quis dizer a eles que aquilo era só o meu estômago enrugado pela fome e pelo pouco que comi; mas outro daqueles santos me empurrou pelos ombros e me mostrou a porta de saída: ‘Vai descansar um pouco mais na terra, filha, e procure ser boa para que seu purgatório não seja tão longo.’

“Esse foi o sonho ‘maldito’ que tive e do qual tirei a explicação de que nunca havia tido nenhum filho. Soube quando já era demasiado tarde, quando meu corpo tinha se desmedrado, quando a espinha saltou por cima da minha cabeça, quando já não podia caminhar. E de arremate, o povoado foi ficando solitário; todos tomaram caminho para outros rumos e com eles foi-se embora também a caridade da qual eu vivia. Então me sentei para esperar a morte. Depois que encontramos você, meus ossos se revolveram e ficaram quietos. ‘Ninguém me dará importância’, pensei. Sou uma coisa que não estorva ninguém. Você vê, nem mesmo roubei espaço aqui na terra. Fui enterrada na mesma sepultura que você e coube muito bem no oco dos seus braços. Aqui neste canto, onde você me vê agora. Só me ocorre que deveria ser eu que estivesse abraçando você. Está me ouvindo? Lá fora está chovendo. Você não sente o bater da chuva?

— Sinto como se alguém caminhasse em cima de nós.

— Deixe de ter medo. Ninguém mais pode botar medo em você. Trate de pensar em coisas agradáveis porque vamos estar muito tempo enterrados.




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Rulfo, Juan Pedro Páramo / tradução e prefácio de Eric Nepomuceno. — Rio de Janeiro: BestBolso, 2008. Tradução de: Pedro Páramo ISBN 978-85-7799-116-7 1. Romance mexicano. I. Nepomuceno, Eric. II. Título

Pedro Páramo – Romance mais aclamado da literatura mexicana, Pedro Páramo é o primeiro de dois livros lançados em toda a vida de Juan Rulfo. O enredo, simples, trata da promessa feita por um filho à mãe moribunda, que lhe pede que saia em busca do pai, Pedro Páramo, um malvado lendário e assassino. Juan Preciado, o filho, não encontra pessoas, mas defuntos repletos de memórias, que lhe falam da crueldade implacável do pai. Vergonha é o que Juan sente. Alegoricamente, é o México ferido que grita suas chagas e suas revoluções, por meio de uma aldeia seca e vazia onde apenas os mortos sobrevivem para narrar os horrores da história. O realismo fantástico como hoje se conhece não teria existido sem Pedro Páramo; é dessa fonte que beberam o colombiano Gabriel Garcia Márquez e o peruano Mario Vargas Llosa, que também narram odisseias latino-americanas.


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Leia também:


18. Pedro Páramo: Como si hubiera retrocedido el tiempo

20. Pedro Páramo: Al amanecer, gruesas gotas de lluvia - Juan Rulfo

Pero no cambia mi amor... Mercedes

Todo Cambia





#étempo de lutar, #étempo de resistir, sempre étempo de ouvir La Negra dentro e fora das escolas












Cambia lo superficial
Cambia también lo profundo
Cambia el modo de pensar
Cambia todo en este mundo

Cambia el clima con los años
Cambia el pastor su rebaño
Y así como todo cambia
Que yo cambie no es extraño

Cambia el más fino brillante
De mano en mano su brillo
Cambia el nido el pajarillo
Cambia el sentir un amante

Cambia el rumbo el caminante
Aunque esto le cause daño
Y así como todo cambia
Que yo cambie no es extraño

Cambia, todo cambia
Cambia, todo cambia
Cambia, todo cambia
Cambia, todo cambia

Cambia el sol en su carrera
Cuando la noche subsiste
Cambia la planta y se viste
De verde en la primavera

Cambia el pelaje la fiera
Cambia el cabello el anciano
Y así como todo cambia
Que yo cambie no es extraño

Pero no cambia mi amor
Por más lejos que me encuentre
Ni el recuerdo ni el dolor
De mi pueblo y de mi gente

Lo que cambió ayer
Tendrá que cambiar mañana
Así como cambio yo
En esta tierra lejana

Cambia, todo cambia
Cambia, todo cambia
Cambia, todo cambia
Cambia, todo cambia

Pero no cambia mi amor





Memórias Póstumas de Brás Cubas: Triste, Mas Curto

Machado de Assis


Memórias Póstumas de Brás Cubas








CAPÍTULO XXIII / TRISTE, MAS CURTO






Vim. Não nego que, ao avistar a cidade natal, tive uma sensação nova. Não era efeito da minha pátria política; era-o do lugar da infância, a rua, a torre, o chafariz da esquina, a mulher de mantilha, o preto do ganho, as coisas e cenas da meninice, buriladas na memória. Nada menos que uma renascença. O espírito, como um pássaro, não se lhe deu da corrente dos anos, arrepiou o voo na direção da fonte original, e foi beber da água fresca e pura, ainda não mesclada do enxurro da vida. 

Reparando bem, há aí um lugar-comum. Outro lugar-comum, tristemente comum, foi a consternação da família. Meu pai abraçou-me com lágrimas. — Tua mãe não pode viver, disse-me. Com efeito, não era já o reumatismo que a matava, era um cancro no estômago. A infeliz padecia de um modo cru, porque o cancro é indiferente às virtudes do sujeito; quando rói, rói; roer é o seu ofício. Minha irmã Sabina, já então casada com o Cotrim, andava a cair de fadiga. Pobre moça! dormia três horas por noite, nada mais. O próprio tio João estava abatido e triste. D. Eusébia e algumas outras senhoras lá estavam também, não menos tristes e não menos dedicadas. 

— Meu filho! 

A dor suspendeu por um pouco as tenazes; um sorriso alumiou o rosto da enferma, sobre o qual a morte batia a asa eterna. Era menos um rosto do que uma caveira: a beleza passara, como um dia brilhante; restavam os ossos, que não emagrecem nunca. Mal poderia conhecê-la; havia oito ou nove anos que nos não víamos. Ajoelhado, ao pé da cama, com as mãos dela entre as minhas, fiquei mudo e quieto, sem ousar falar, porque cada palavra seria um soluço, e nós temíamos avisá-la do fim. Vão temor! Ela sabia que estava prestes a acabar; disse-mo; verificamo-lo na seguinte manhã. 

Longa foi a agonia, longa e cruel, de uma crueldade minuciosa, fria, repisada, que me encheu de dor e estupefação. Era a primeira vez que eu via morrer alguém. Conhecia a morte de outiva; quando muito, tinha-a visto já petrificada no rosto de algum cadáver, que acompanhei ao cemitério, ou trazia-lhe a ideia embrulhada nas amplificações de retórica dos professores de coisas antigas, — a morte aleivosa de César, a austera de Sócrates, a orgulhosa de Catão. Mas esse duelo do ser e do não ser, a morte em ação, dolorida, contraída, convulsa, sem aparelho político ou filosófico, a morte de uma pessoa amada, essa foi a primeira vez que a pude encarar. Não chorei; lembra-me que não chorei durante o espetáculo: tinha os olhos estúpidos, a garganta presa, a consciência boquiaberta. Quê? uma criatura tão dócil, tão meiga, tão santa, que nunca jamais fizera verter uma lágrima de desgosto, mãe carinhosa, esposa imaculada, era força que morresse assim, trateada, mordida pelo dente tenaz de uma doença sem misericórdia? Confesso que tudo aquilo me pareceu obscuro, incongruente, insano... 

Triste capítulo; passemos a outro mais alegre.




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Texto-fonte: 
Obra Completa, Machado de Assis, 
Rio de Janeiro: Editora Nova Aguilar, 1994. 


Publicado originalmente em folhetins, a partir de março de 1880, na Revista Brasileira.


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Leia também:

Memórias Póstumas de Brás Cubas: Volta ao Rio / Capítulo XXII / Volta ao Rio

Memórias Póstumas de Brás Cubas: Capítulo XXIV / Curto, Mas Alegre


terça-feira, 30 de agosto de 2016

Dom Casmurro: As Leis São Belas

Machado de Assis

Dom Casmurro




CAPÍTULO XXVI
AS LEIS SÃO BELAS 




Pela cara de José Dias passou algo parecido com o reflexo de uma ideia, — uma ideia que o alegrou extraordinariamente. Calou-se alguns instantes; eu tinha os olhos nele, ele voltara os seus para o lado da barra. Como insistisse: 

— É tarde, disse ele; mas, para lhe provar que não há falta de vontade, irei falar a sua mãe. Não prometo vencer, mas lutar; trabalharei com alma. Deveras, não quer ser padre? As leis são belas, meu querido... Pode ir a São Paulo, a Pernambuco, ou ainda mais longe. Há boas universidades por esse mundo fora. Vá para as leis, se tal é a sua vocação. Vou falar a Dona Glória, mas não conte só comigo; fale também a seu tio. 

— Hei de falar. 

— Pegue-se também com Deus, — com Deus e a Virgem Santíssima, concluiu apontando para o céu. 

O céu estava meio enfarruscado. No ar, perto da praia, grandes pássaros negros faziam giros, avançando ou pairando, e desciam a roçar os pés na água, e tornavam a erguer-se para descer novamente. Mas nem as sombras do céu, nem as danças fantásticas dos pássaros me desviavam o espírito do meu interlocutor. Depois de lhe responder que sim, emendei-me: 

— Deus fará o que o senhor quiser. 

— Não blasfeme. Deus é dono de tudo; ele é, só por si, a Terra e o Céu, o passado, o presente e o futuro. Peça-lhe a sua felicidade, que eu não faço outra coisa... Uma vez que você não pode ser padre, e prefere as leis... As leis são belas, sem desfazer na teologia, que é melhor que tudo, como a vida eclesiástica é a mais santa. Por que não há de ir estudar leis fora daqui? Melhor é ir logo para alguma universidade, e ao mesmo tempo que estuda, viaja. Podemos ir juntos; veremos as terras estrangeiras, ouviremos inglês, francês, italiano, espanhol, russo e até sueco. Dona Glória provavelmente não poderá acompanhá-lo; ainda que possa e vá, não quererá guiar os negócios, papéis, matrículas, e cuidar de hospedarias, e andar com você de um lado para outro... Oh! as leis são belíssimas! 

— Está dito, pede a mamãe que me não meta no seminário? 

— Pedir, peço, mas pedir não é alcançar. Anjo do meu coração, se vontade de servir é poder de mandar, estamos aqui, estamos a bordo. Ah! você não imagina o que é a Europa; oh! a Europa... 

Levantou a perna e fez uma pirueta. Uma das suas ambições era tornar à Europa, falava dela muitas vezes, sem acabar de tentar minha mãe nem tio Cosme, por mais que louvasse os ares e as belezas... Não contava com esta possibilidade de ir comigo, e lá ficar durante a eternidade dos meus estudos. 

— Estamos a bordo, Bentinho, estamos a bordo!



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Texto de referência:

Obras Completas de Machado de Assis, vol. I,
Nova Aguilar, Rio de Janeiro, 1994.

Publicado originalmente pela Editora Garnier, Rio de Janeiro, 1899.

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Leia também:

Dom Casmurro: Capítulo XXV / No Passeio Público

100 Anos Com Samba - Aquarela do Brasil

Francisco Alves








Aquarela do Brasil


Brasil, meu Brasil brasileiro
Meu mulato inzoneiro
Vou cantar-te nos meus versos

O Brasil, samba que dá
Bamboleio que faz gingar
O Brasil do meu amor
Terra de Nosso Senhor
Brasil pra mim
Pra mim, pra mim

Ah! abre a cortina do passado
Tira a mãe preta do cerrado
Bota o rei congo no congado
Brasil, pra mim

Deixa cantar de novo o trovador
A merencória luz da lua
Toda canção do meu amor
Quero ver essa dona caminhando
Pelos salões arrastando
O seu vestido rendado
Brasil pra mim
Pra mim, pra mim!

Brasil, terra boa e gostosa
Da morena sestrosa
De olhar indiscreto
O Brasil samba que dá
Bamboleio que faz gingar
O Brasil do meu amor
Terra de Nosso Senhor
Brasil pra mim
Pra mim, pra mim!

Oh, esse coqueiro que dá coco
Onde eu amarro a minha rede
Nas noites claras de luar
Brasil pra mim

Ah! ouve estas fontes murmurantes
Aonde eu mato a minha sede
E onde a lua vem brincar
Ah! esse Brasil lindo e trigueiro
É o meu Brasil brasileiro
Terra de samba e pandeiro
Brasil pra mim, pra mim, Brasil!
Brasil pra mim, pra mim, Brasil, Brasil!



Composição: Ary Barroso




03. O Guardador de Rebanhos - Ao Entardecer - Alberto Caeiro

Fernando Pessoa




III - Ao Entardecer



Ao entardecer, debruçado pela janela,
E sabendo de soslaio que há campos em frente,
Leio até me arderem os olhos
O livro de Cesário Verde.



Que pena que tenho dele! Ele era um camponês
Que andava preso em liberdade pela cidade.
Mas o modo como olhava para as casas,
E o modo como reparava nas ruas,
E a maneira como dava pelas cousas,
É o de quem olha para árvores,
E de quem desce os olhos pela estrada por onde vai andando
E anda a reparar nas flores que há pelos campos ...


Por isso ele tinha aquela grande tristeza
Que ele nunca disse bem que tinha,
Mas andava na cidade como quem anda no campo
E triste como esmagar flores em livros
E pôr plantas em jarros...



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O Guardador de Rebanhos
Alberto Caeiro (heterônimo de Fernando Pessoa)
(Fonte: http://www.cfh.ufsc.br/~magno/guardador.htm)


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Leia também:

02. O Guardador de Rebanhos - O Meu Olhar - Alberto Caeiro

04. O Guardador de Rebanhos - Esta Tarde a Trovoada Caiu - Alberto Caeiro

Rayuela - Julio Cortázar: Capítulo 28

Capítulo 28


Andaban en la escalera.

-A lo mejor es Horacio -dijo Gregorovius.

-A lo mejor -dijo la Maga-. Más bien parecería el relojero del sexto piso, siempre vuelve tarde. ¿A usted no le gustaría escuchar música?

-¿A esta hora? Se va a despertar el niño.

-No, vamos a poner muy bajo un disco, sería perfecto escuchar un cuarteto. Se puede poner tan bajo que solamente escucharemos nosotros, ahora va a ver.

-No era Horacio -dijo Gregorovius.

-No sé -dijo la Maga, encendiendo un fósforo y mirando unos discos apilados en un rincón-. A lo mejor se ha sentado ahí afuera, a veces le da por ahí. A veces llega hasta la puerta y cambia de idea. Encienda el tocadiscos, ese botón blanco al borde de la chimenea.

    Había una caja como de zapatos y la Maga de rodillas puso el disco tanteando en la oscuridad y la caja de zapatos zumbó levemente, un lejano acorde se instaló en el aire al alcance de las manos. Gregorovius empezó a llenar la pipa, todavía un poco escandalizado. No le gustaba Schoenberg pero era otra cosa, la hora, el chico enfermo, una especie de transgresión. Eso, una transgresión. Idiota, por lo demás. Pero a veces le daban ataques así en que un orden cualquiera se vengaba del abandono en que lo tenía. Tirada en el suelo, con la cabeza casi metida en la caja de zapatos, la Maga parecía dormir.

    De cuando en cuando se oía un ligero ronquido de Rocamadour, pero Gregorovius se fue perdiendo en la música, descubrió que podía ceder y dejarse llevar sin protesta, delegar por un rato en un vienés muerto y enterrado. La Maga fumaba, tirada en el suelo, su rostro sobresalía una y otra vez en la sombra, con los ojos cerrados y el pelo sobre la cara, las mejillas brillantes como si estuviera llorando, pero no debía estar llorando, era estúpido imaginar que pudiera estar llorando, más bien contraía los labios rabiosamente al oír el golpe seco en el cielo raso, el segundo golpe, el tercero. Gregorovius se sobresaltó y estuvo a punto de gritar al sentir una mano que le sujetaba el tobillo.

-No haga caso, es el viejo de arriba.

-Pero si apenas oímos nosotros.

-Son los caños -dijo misteriosamente la Maga-. Todo se mete por ahí, ya nos ha pasado otras veces.

-La acústica es una ciencia sorprendente -dijo Gregorovius.

-Ya se cansará -dijo la Maga-. Imbécil.

    Arriba seguían golpeando. La Maga se enderezó furiosa, y bajó todavía más el volumen del amplificador. Pasaron ocho o nueve acordes, un pizzicato, y después se repitieron los golpes.

-No puede ser -dijo Gregorovius-. Es absolutamente imposible que el tipo oiga nada.

-Oye más fuerte que nosotros, eso es lo malo.

-Esta casa es como la oreja de Dionisos.

-¿De quién? el muy infeliz, justo en el adagio. Y sigue golpeando, Rocamadour se va a despertar.

-Quizá sería mejor...

-No, no quiero. Que rompa el techo. Le voy a poner un disco de Mario del Monaco para que aprenda, lástima que no tengo ninguno. El cretino, bestia de porquería.

-Lucía -rimó dulcemente Gregorovius -. Es más de medianoche.

-Siempre la hora -rezongó la Maga-. Yo me voy a ir de esta pieza. Más bajo no puedo poner el disco, ya no se oye nada. Espere, vamos a repetir el último movimiento. No haga caso.

    Los golpes cesaron, por un rato el cuarteto se encaminó a su fin sin que se oyeran siguiera los ronquidos espaciados de Rocamadour. La Maga suspiró, con la cabeza casi metida en el altoparlante. Empezaron a golpear otra vez.

-Qué imbécil -dijo la Maga-. Y todo es así, siempre.

-No se obstine, Lucía.

-No sea sonso, usted. Me hartan, los echaría a todos a empujones. Si me da la gana de oír a Schoenberg, si por un rato...

    Se había puesto a llorar, de un manotazo levantó el pickup con el último acorde y como estaba al lado de Gregorovius, inclinada sobre el amplificador para apagarlo, a Gregorovius le fue fácil tomarla por la cintura y sentarla en una de sus rodillas. Empezó a pasarle la mano por el pelo, despejándole la cara. La Maga lloraba entrecortadamente, tosiendo y echándole a la cara el aliento cargado de tabaco.

-Pobrecita, pobrecita -repetía Gregorovius, acompañando la palabra con sus caricias-. Nadie la quiere a ella, nadie. Todos son tan malos con la pobre Lucía.

-Estúpido -dijo la Maga, tragándose los mocos con verdadera unción-. Lloro porque me da la gana, y sobre todo para que no me consuelen. Dios mío, qué rodillas puntiagudas , se me clavan como tijeras.

-Quédese un poco así -suplicó Gregorovius.

-No me da la gana -dijo la Maga- . ¿Y por qué sigue golpeando el idiota ese?

-No le haga caso, Lucía. Pobrecita...

-Le digo que sigue golpeando, es increíble.

-Déjelo que golpee -aconsejó incongruentemente Gregorovius.

-Usted era el que se preocupaba antes -dijo la Maga, soltándole la risa en la cara.

-Por favor, si usted supiera...

-Oh, yo lo sé todo, pero quédese quieto. Ossip -dijo de golpe la Maga, comprendiendo-, el tipo no golpeaba por el disco. Podemos poner otro si queremos.

-Madre mía, no.

-¿Pero no oye que sigue golpeando?

-Voy a subir y le romperé la cara -dijo Gregorovius.

-Ahora mismo -apoyó la Maga, levantándose de un salto y dándole paso-. Dígale que no hay derecho a despertar a la gente a la una de la mañana. Vamos, suba, es la puerta de la izquierda, hay un zapato clavado.

-¿Un zapato clavado en la puerta?

-Sí, el viejo está completamente loco. Hay un zapato y un pedazo de acordeón verde. ¿Por qué no sube?

-No creo que valga la pena -dijo cansadamente Gregorovius -. Todo es tan distinto, tan inútil. Lucía, usted no comprendió que... En fin, de todas maneras ese sujeto se podría dejar de golpear.

La Maga fue hasta un rincón, descolgó algo que en la sombra parecía un plumero, y Gregorovius oyó un tremendo golpe en el cielo raso. Arriba se hizo el silencio.

-Ahora podremos escuchar lo que nos dé la gana -dijo la Maga.

"Me pregunto", pensó Gregorovius, cada vez más cansado.

-Por ejemplo -dijo la Maga- una sonata de Brahms. Qué maravilla, se ha cansado de golpear. Espere que encuentre el disco, debe andar por aquí. No se ve nada.

    "Horacio está ahí afuera", pensó Gregorovius. "Sentado en el rellano, con la espalda apoyada en la puerta, oyendo todo. Como una figura de tarot, algo que tiene que resolverse, un poliedro donde cada arista y cada cara tiene su sentido inmediato, el falso, hasta integrar el sentido mediato, la revelación. Y así Brahms, yo, los golpes en el techo, Horacio: algo que se va encaminando lentamente hacia la explicación. Todo inútil, por lo demás". Se preguntó qué pasaría si tratara de abrazar otra vez a la Maga en la oscuridad. "Pero él está ahí, escuchando. Sería capaz de gozar oyéndonos, a veces es repugnante". Aparte de que le tenía miedo, eso le costaba reconocerlo.

-Debe ser éste -dijo la Maga-. Sí, es la etiqueta con una parte plateada y dos pajaritos. ¿Quién está hablando ahí afuera?

"Un poliedro, algo cristalino que cuaja poco a poco en la oscuridad", pensó Gregorovius. "Ahora ella va a decir esto y afuera va a ocurrir lo otro y yo... Pero no sé lo que es esto y lo otro".

-Es Horacio -dijo la Maga.

-Horacio y una mujer.

-No, seguro que es el viejo de arriba.

-¿El del zapato en la puerta?

-Sí, tiene voz de vieja, es como una urraca. Anda siempre con un gorro de astrakán.

-Mejor no ponga el disco -aconsejó Gregorovius-. Esperemos a ver qué pasa.

-Al final no podremos escuchar la sonata de Brahms -dijo la Maga furiosa.

    "Ridícula subversión de valores", pensó Gregorovius. "Están a punto de agarrarse a patadas en el rellano, en plena oscuridad o algo así, y ella sólo piensa en que no va a poder escuchar su sonata". Pero la Maga tenía razón, era como siempre la única que tenía razón. "Tengo más prejuicios de lo que pensaba", se dijo Gregorovius. "Uno cree que porque la vida del affranchi, acepta los parasitismos materiales y espirituales de Lutecia, está ya del lado preadamita. Pobre idiota, vamos."

-The rest is silence -dijo Gregorovius suspirando.

-Silence my foot -dijo la Maga, que sabía bastante inglés-. Ya va a ver que la empiezan de nuevo. El primero que va a hablar va a ser el viejo. Ahí está. Mais qu'est-ce que vous foutez? -remedó la Maga con una voz de nariz-. A ver qué le contesta Horacio. Me parece que se está reindo bajito, cuando empieza a reirse no encuentra las palabras, es increíble. Yo voy a ver lo que pasa.

-Estaba tan bien -murmuró Gregorovius como si viera avanzar al ángel de la expulsión. Gérard David, Van der Weiden, el Maestro de Flemalle, a esa hora todos los ángeles no sabía por qué eran malditamente flamencos, con caras gordas y estúpidas pero recamados y resplandecientes y burguesamente condenatorios (Daddy -ordered- it, so-you-better-beat-it-you-lousy-sinners). Toda la habitación llena de ángeles, I looked up to heaven and what did I see /A band of angels comin' after me, el final de siempre, ángeles policías, ángeles cobradores, ángeles ángeles. Pudrición de las pudriciones, como el chorro de aire helado que le subía por dentro de los pantalones, las voces iracundas en el rellano, la silueta de la Maga en el vano de la puerta.

-C'est pas des façons, ça -decía el viejo-. Empêcher les gens de dormir à cette heure c'est trop con. J'me plaindrai à la Police, moi, et puis qu'est-ce que vous foutez là, vous planqué par terre contre la porte? J'aurais pu me casser la gueule, merde alors.

-Andá a dormir viejito -decía Horacio, tirado cómodamente en el suelo.

-Dormir, moi, avec le bordel que fait votre bonne femme? Ça alors comme culot, mais je vous préviens, ça ne passera pas comme ça, vous aurez de mes nouvelles.

-Mais de mon frère le Poète on a eu des nouvelles -dijo Horacio, bostezando-. ¿Vos te das cuenta este tipo?

-Un idiota -dijo la Maga-. Uno pone un disco bajito, y golpea. Uno saca el disco, y golpea lo mismo. ¿Qué es lo que quiere entonces?

-Bueno, es el cuento del tipo que sólo dejó caer un zapato, che.

-No lo conozco -dijo la Maga.

-Era previsible -dijo Oliveira-. En fin, los ancianos me inspiran un respeto mezclado con otros sentimientos, pero a éste yo le compraría un frasco de formol para que se metiera adentro y nos dejara de joder.

-Et en plus ça m'insulte dans son charabia de sales métèques -dijo el viejo-. On est en France, ici. Des salauds, quoi. On devrait vous mettre à la porte, c'est une honte. Q'est-ce que fait le Gouvernement, je me demande. Des Arabes, tous des fripouilles, bande de tueurs.

-Acabala con los sales métèques, si supieras la manga de franchutes que juntan guita en la Argentina -dijo Oliveira-. ¿Qué estuvieron escuchando, che? Yo recién llego, estoy empapado.

-Un cuarteto de Schoenberg. Ahora yo quería escuchar muy bajito una sonata de Brahms.

-Lo mejor va a ser dejarla para mañana -contemporizó Oliveira, enderezándose sobre un codo para encender un Gauloise-. Rentrez chez vous, monsieur, on vous emmerdera plus pour ce soir.

-Des fainéants -dijo el viejo-. Des tueurs, tous.

    A la luz del fósforo se veía el gorro de astrakán, una bata grasienta, unos ojillos rabiosos. El gorro proyectaba sombras gigantescas en la caja de la escalera, la Maga estaba fascinada. Oliveira se levantó, apagó el fósforo de un soplido y entró en la pieza cerrando suavemente la puerta.

-Salud -dijo Oliveira-. No se ve ni medio, che.

-Salud -dijo Gregorovius-. Menos mal que te lo sacaste de encima.

-Per modo di dire. En realidad el viejo tenía razón, y además es viejo.

-Ser viejo no es motivo -dijo la Maga.

-Quizá no sea un motivo pero sí un salvoconducto.

-Vos dijiste un día que el drama de la Argentina es que está manejada por viejos.

-Ya cayó el telón sobre ese drama -dijo Oliveira-. Desde Perón es al revés, los que tallan son los jóvenes y es casi peor, qué le vas a hacer. Las razones de edad, de generación, de títulos y de clase son un macaneo inconmensurable. Supongo que si todos estamos susurrando de manera tan incómoda se debe a que Rocamadour duerme el sueño de los justos.

-Sí, se durmió antes de que empezáramos a escuchar música. Estás hecho una sopa, Horacio.

-Fui a un concierto de piano -explicó Oliveira.

-Ah -dijo la Maga-. Bueno, sacate la canadiense, y yo te cebo un mate bien caliente.

-Con un vaso de caña, todavía debe quedar media botella por ahí.

-¿Qué es la caña? -preguntó Gregorovius-. ¿Es eso que llaman grapa?

-No, más bien como el barack. Muy bueno para después de los conciertos, sobre todo cuando ha habido primeras audiciones y secuelas indescriptibles. Si encendiéramos una lucecita nimia y tímida que no llegara a los ojos de Rocamadour.

    La Maga prendió una lámpara y la puso en el suelo, fabricando una especie de Rembrandt que Oliveira encontró apropiado. Vuelta del hijo pródigo, imagen de retorno aunque fuera momentáneo y fugitivo, aunque no supiera bien por qué había vuelto subiendo poco a poco las escaleras y tirándose delante de la puerta para oír desde lejos el final del cuarteto y los murmullos de Ossip y la Maga. "Ya deben haber hecho el amor como gatos", pensó, mirándolos. Pero no, imposible que hubieran sospechado su regreso esa noche, que estuvieran tan vestidos y con Rocamadour instalado en la cama. Si Rocamadour instalado entre dos sillas, si Gregorovius sin zapatos y en mangas de camisa... Además qué carajo importaba si el que estaba ahí de sobra era él, chorreando canadiense, hecho una porquería.

-La acústica -dijo Gregorovius-. Qué cosa extraordinaria el sonido que se mete en la materia y trepa por los pisos, pasa de una pared a la cabecera de una cama, es para no creerlo. ¿Ustedes nunca tomaron baños de inmersión?

- A mí me ha ocurrido -dijo Oliveria, tirando la canadiense a un rincón y sentándose en un taburete.

-Se puede oír todo lo que dicen los vecinos de abajo, basta meter la cabeza en el agua y escuchar. Los sonidos se transmiten por los caños, supongo. Una vez, en Glasgow, me enteré de que los vecinos eran trotzkistas.

-Glasgow suena a mal tiempo, a puerto lleno de gente triste -dijo la Maga.

-Demasiado cine -dijo Oliveira-. Pero este mate es como un indulto, che, algo increíblemente conciliatorio. Madre mía, cuánta agua en los zapatos. Mirá, un mate es como un punto y aparte. Uno lo toma y después se puede empezar un nuevo párrafo.

-Ignoraré siempre esas delicias pampeanas -dijo Gregorovius-. Pero también se habló de una bebida, creo.

-Traé la caña -mandó Oliveira-. Yo creo que quedaba más de media botella.

-¿La compraron aquí? -preguntó Gregorovius.

"¿Por qué diablos habla en plural?", pensó Oliveira. "Seguro que se han revolcado toda la noche, es un signo inequívoco. En fin."

-no, me la manda mi hermano, che. Tengo un hermano rosarino que es una maravilla. Caña y reproches, todo viene en abundancia.

    Le pasó el mate vacío a la Maga, que se había acurrucado a sus pies con la pava entre las rodillas. Empezaba a sentirse bien. Sintió los dedos de la Maga en un tobillo, en los cordones del zapato. Se lo dejó quitar, suspirando. La Maga sacó la media empapada y le envolvió el pie en una hoja doble del Figaro Littéraire. El mate estaba muy caliente y muy amargo.

    A Gregorovius le gustó la caña, no era como el barack pero se le parecía. Hubo un catálogo minucioso de bebidas húngaras y checas, algunas nostalgias. Se oía llover bajito, todos estaban tan bien, sobre todo Rocamadour que llevaba más de una hora sin chistar. Gregorovius hablaba de Transilvania, de una aventuras que había tenido en Salónica. Oliveira se acordó de que en la mesa de luz había un paquete de Gauloises y unas zapatillas de abrigo. Tanteando se acercó a la cama. "Desde París cualquier mención de algo que esté más allá de Viena suena a literatura", decía Gregorovius, con la voz del que pide disculpas. Horacio encontró los cigarrillos, abrió la puerta de la mesa de luz para sacar las zapatillas. En la penumbra veía vagamente el perfil de Rocamadour boca arriba. Sin saber demasiado porqué le rozó la frente con un dedo. "Mi madre no se animaba a mencionar la Transilvania, tenía miedo de que la asociaran con historias de vampiros, como si eso... Y el tokay, usted sabe..." De rodillas al lado de la cama, Horacio miró mejor. "Imagínese desde Montevideo", decía la Maga. "Uno cree que la humanidad es una sola cosa, pero cuando se vive del lado del Cerro... ¿El tokay es un pájaro?" "Bueno, en cierto modo." La reacción natural, en esos casos. A ver: primero... (¿Qué quiere decir en cierto modo? ¿Es un pájaro o no es un pájaro?") Pero no había más que pasar un dedo por los labios, la falta de respuesta. "Me he permitido una figura poco original, Lucía. En todo buen vino duerme un pájaro". La respiración artificial, una idiotez. Otra idiotez, que le temblaran en esa forma las manos, estaba descalzo y con la ropa mojada (habría que friccionarlo con alcohol, a lo mejor obrando enérgicamente). "Un soir, l'âme du vin chantait dans les bouteilles", escandía Ossip. "Ya Anacreonte, creo..." Y se podía casi palpar el silencio resentido de la Maga, su nota mental: Anacreonte, autor griego jamás leído. Todos lo conocen menos yo. ¿Y de quién sería ese verso, un soir, l'âme du vin? La mano de Horacio se deslizó entre las sábanas, le costaba un esfuerzo terrible tocar el diminuto vientre de Rocamadour, los muslos fríos, más arriba parecía haber como un resto de calor pero no , estaba tan frío. "Calzar en el molde", pensó Horacio. "Gritar, encender la luz, armar la de mil demonios normal y obligatoria. ¿Por qué?" Pero a lo mejor, todavía... "Entonces quiere decir que este instinto no me sirve de nada, esto que estoy sabiendo desde abajo. Si pego el grito es de nuevo Berthe Trépat, de nuevo la estúpida tentativa, la lástima. Calzar en el guante, hacer lo que debe hacerse en esos casos. Ah, no, basta. ¿Para qué encender la luz y gritar si sé que no sirve para nada? Comediante, perfecto cabrón comediante. Lo más que se puede hacer es..." Se oía el tintinear del baso de Gregorovius contra la botella de caña. "Sí, se parece muchísimo al barack." Con un Gauloise en la boca, frotó un fósforo mirando fijamente. "Lo va a despertar", dijo la Maga, que estaba cambiando la yerba. Horacio sopló brutalmente el fósforo. Es un hecho conocido que si las pupilas, sometidas a un rayo luminoso, etc. Quod erat demostrandum. "Como el barack, pero un poco menos perfumado", decía Ossip.

-El viejo está golpeando otra vez -dijo la Maga.

-Debe ser un postigo -dijo Gregorovius.

-En esta casa no hay postigos. Se ha vuelto loco, seguro.

    Oliveira se calzó las zapatillas y volvió al sillón. El mate estaba estupendo, caliente y muy amargo. Arriba golpearon dos veces, sin mucha fuerza.

-Está matando las cucarachas -propuso Gregorovius.

-No, se ha quedado con sangre en el ojo y no quiere dejarnos dormir. Subí a decirle algo, Horacio.

-Subí vos -dijo Oliveira-. No sé por qué, pero a vos te tiene más miedo que a mí. Por lo menos no saca a relucir la xenofobia, el apartheid y otras segregaciones.

-Si subo le voy a decir tantas cosas que va a llamar a la policía.

-Llueve demasiado. Trabájatelo por el lado moral, elogiale las decoraciones de la puerta. Aludí a tus sentimientos de madre, esas cosas. Andá, haceme caso.

-Pero tengo tan pocas ganas -dijo la Maga.

-Andá, linda -dijo Oliveira en voz baja.

-¿Pero por qué querés que vaya yo?

-Por darme el gusto. Vas a ver que la termina.

    Golpearon dos veces, y después una vez. La Maga se levantó y salió de la pieza. Horacio la siguió, y cuando oyó que subía la escalera encendió la luz y miró a Gregorovius. Con un dedo le mostró la cama. Al cabo de un minuto apagó la luz mientras Gregorovius volvía al sillón.

-Es increíble -dijo Ossip, agarrando la botella de caña en la oscuridad.

-Por supuesto. Increíble, ineluctable, todo eso. Nada de necrologías, viejo. En esta pieza ha bastado que yo me fuera un día para que pasaran las cosas más extremas. En fin, lo uno servirá de consuelo para lo otro.

-No entiendo -dijo Gregorovius.

-Me entendés macanudamente bien. Ça va, ça va. No te podés imaginar lo poco que me importa.

Gregorovius se daba cuenta de que Oliveira lo estaba tuteando, y que eso cambiaba las cosas, como si todavía se pudiera... Dijo algo sobre la cruz roja, las farmacias de turno.

-Hacé lo que quieras, a mí me da lo mismo -dijo Oliveira-. Lo que es hoy... Qué día, hermano.

    Si hubiera podido tirarse en la cama, quedarse dormido por un par de años. "Gallina", pensó. Gregorovius se había contagiado de su inmovilidad, encendía trabajosamente la pipa. Se oía hablar desde muy lejos, la voz de la Maga entre la lluvia, el viejo contestándole con chillidos. En algún otro piso golpearon una puerta, gente que salía a protestar por el ruido.

-En el fondo tenés razón -admitió Gregorovius-. Pero hay una responsabilidad legal, creo.

-Con lo que ha pasado ya estamos metidos hasta las orejas -dijo Oliveira-. Especialmente ustedes dos, yo siempre puedo probar que llegué demasiado tarde. Madre deja morir infante mientras atiende amantes sobre alfombra.

-Si querés dar a entender...

-No tiene ninguna importancia, che.

-Pero es que es mentira, Horacio.

-Me da igual, la consumación es un hecho accesorio. Yo ya no tengo nada que ver con todo esto, subí porque estaba mojado y quería tomar mate. Che, ahí viene gente.

-Habría que llamar a la asistencia pública -dijo Gregorovius.

-Bueno, dale. ¿No te parece que es la voz de Ronald?

-Yo no me quedo aquí -dijo Gregorovius, levantándose-. Hay que hacer algo, te digo que hay que hacer algo.

-Pero si yo estoy convencidísimo, che. La acción, siempre la acción. Die Tätigkeit, viejo. Zás, éramos pocos y parió la abuela. Hablen bajo, che, que van a despertar al niño.

-Salud -dijo Ronald.

-Hola -dijo Babs, luchando por meter el paraguas.

-Hablen bajo -dijo la Maga que llegaba detrás de ellos-. ¿Por qué no cerrás el paraguas para entrar?

-Tenés razón -dijo Babs-. Siempre me pasa igual en todas partes. No hagás ruido, Ronald. Venimos nada más que un momento para contarles lo de Guy, es increíble. ¿Se les quemaron los fusibles?

-No, es por Rocamadour.

-Hablá bajo -dijo Ronald -. Y meté en un rincón ese paraguas de mierda.

-Es tan difícil cerrarlo -dijo Babs-. Con lo fácil que se abre.

-El viejo me amenazó con la policía -dijo la Maga, cerrando la puerta-. Casi me pega, chillaba como un loco, Ossip, usted tendría que ver lo que tiene en la pieza, desde la escalera se alcanza a ver algo. Una mesa llena de botellas vacías y en el medio un molino de viento tan grande que parece de tamaño natural, com los del campo en el Uruguay. Y el molino daba vueltas por la corriente de aire, yo no podía dejar de espiar por la rendija de la puerta, el viejo se babeaba de rabia.

-No puedo cerrarlo -dijo Babs-. Lo dejaré en ese rincón.

-Parece un murciélago -dijo la Maga-. Dame, yo lo cerraré. ¿Ves qué fácil?

-Le ha roto dos varillas - le dijo Babs a Ronald.

-Dejate de jorobar -dijo Ronald -. Además nos vamos en seguida, era solamente para decirles que Guy se tomó un tubo de gardenal.

-Pobre ángel -dijo Oliveira, que no le tenía simpatía a Guy.

-Ettiene lo encontró medio muerto, Babs y yo habíamos ido a un vernissage (te tengo que hablar de eso, es fabuloso), y Guy subió a casa y se envenenó en la cama, date un poco cuenta.

-He has no manners at all -dijo Oliveira-. C'est regrettable.

-Etienne fue a casa a buscarnos, por suerte todo el mundo tiene la llave -dijo Babs-. Oyó que alguien vomitaba, yy entró y era Guy. Se estaba muriendo, Etienne salió volando a buscar auxilio. Ahora lo han llevado al hospital, es gravísimo. Y con esta lluvia -agregó Babs consternada.

-Siéntese -dijo la Maga- Ahí no, Ronalds, le falta una pata. Está tan oscuro, pero es por Rocamadour. Hablen bajo.

-Preparales un poco de café -dijo Oliveira -. Qué tiempo, che.

-Yo tendría que irme - dijo Gregorovius -. No sé dónde habré puesto el impermeable. No, ahí no. Lucía...

-Quédese a tomar café -dijo la Maga -. Total ya no hay metro, y estamos tan bien aquí. Vos podrías moler café fresco, Horacio.

-Huele a encerrado -dijo Babs.

-Siempre extraña el ozono de la calle -dijo Ronald, furioso -. Es como un caballo sólo adora las cosas puras y sin mezcla. Los colores primarios, la escala de siete notas. No es humana, creeme.

-La humanidad es un idial -dijo Oliveira, tanteando en busca del molino de café-. También el aire tiene su historia, che. Pasar de la calle mojada y con mucho ozono, como decís vos, a una atmósfera donde cincuenta siglos han preparado la temperatura y la calidad... Babs es una especie de Rip van Winkle de la respiración.

-Oh, Rip van Winkle -dijo Babs, encantada -. Mi abuela lo contaba.

-En Idaho, ya sabemos -dijo Ronald -. Bueno, ahora ocurre que Etienne nos telefonea al bar de la esquina hace media hora, para decirnos que lo mejor va a ser que pasemos la noche fuera de casa, por lo menos hasta saber si Guy se va a morir o va a vomitar el gardenal. Sería bastante malo que los flics subieran y nos encontraran, son amigos de sumar dos y dos y lo del Club los tenía bastante reventados últimamente.

-¿Qué tiene de malo el Club? -dijo la Maga, secando tazas con una toalla.

-Nada, pero por eso mismo uno está indefenso. Los vecinos se han quejado tanto del ruido, de las discadas, de que vamos y venimos a toda hora... Y además Babs se ha peleado con la portera y con todas las mujeres del inmueble, que son entre cincuenta y sesenta.

-They are awful -dijo Babs, masticando un caramelo que había sacado del bolso-. Huelen marihuana aunque una esté haciendo un gulash.

    Oliveira se había cansado de moler el café y le pasó el molino a Ronald. Hablándose en voz muy baja, Babs y la Maga discutían las razones del suicidio de Guy. Después de tanto jorobar con su impermeable, Gregorovius se había repantigado en el sillón y estaba muy quieto, con la pipa apagada en la boca. Se oía llover en la ventana. "Schoenberg y Brahms", pensó Oliveira, sacando un Gauloise. "No está mal, por lo común en estas circunstancias sale a relucir Chopin o la Todesmusik para Sigfrido. El tornado de ayer mató entre dos y tres mil personas en el Japón. Estadísticamente hablando..." Pero la estadística no le quitaba el gusto a sebo que le encontraba al cigarrillo. Lo examinó lo mejor posible, encendiendo otro fósforo. Era un Gauloise perfecto, blanquísimo, con sus finas letras y sus hebras de áspero caporal escapándose por el extremo húmedo. "Siempre mojo los cigarrillos cuando estoy nervioso", pensó. "Cuando pienso en lo de Rose Bob... Sí, ha sido un día padre, y lo que nos espera". Lo mejor iba a ser decírselo a Ronald, para que Ronald se lo transmitiera a Babs con uno de sus sistemas casi telepáticos que asombraban a Perico Romero. Teoría de la comunicación, uno de esos temas fascinantes que la literatura no había pescado todavía por su cuenta hasta que aparecieran los Huxley o los Borges de la nueva generación. Ahora Ronald se sumaba al susurro de la Maga y de Babs, haciendo girar al ralenti el molino, el café no iba a estar listo hasta las mil y quinientas. Oliveira se dejó resbalar de la horrible silla art nouveau y se puso cómodo en el suelo, con la cabeza apoyada en una pila de diarios. En el cielo raso había una curiosa fosforescencia que debía ser más subjetiva que otra cosa. Cerrando los ojos la fosforescencia duraba un momento, antes de que empezaran a explotar grandes esferas violetas, una tras ora, vuf, vuf, vuf, evidentemente cada esfera correspondía a un sístole o a un diástole, vaya a saber. Y en alguna parte de la casa, probablemente en el tercer piso, estaba sonando un teléfono. A esa hora, en París, cosa extraordinaria. "Otro muerto", pensó Oliveira. "No se llama por otra cosa en esta ciudad respetuosa del sueño". Se acordó de la vez en que un amigo argentino recién desembarcado había encontrado muy natural llamarlo por teléfono a las diez y media de la noche. Vaya a saber cómo se las había arreglado para consultar el Bottin, ubicar un teléfono cualquiera en el mismo inmueble y rajarle una llamada sobre el pucho. La cara del buen señor del quinto piso en robe de chambre, golpeándole la puerta, una cara glacial, quelqu'un vous demande au téléphone, Oliveira confuso metiéndose en una tricota, subiendo al quinto, encontrando a una señora resueltamente irritada, enterándose de que el pibe Hermida estaba en París y a ver cuándo nos vemos, che, te traigo noticias de todo el mundo, Traveler y los muchachos del Bidú, etcétera, y la señora disimulando la irritación a la espera de que Oliveira empezara a llorar al enterarse del fallecimiento de alguien muy querido, y Oliveira sin saber qué hacer vraiment je suis tellement confus, madame, monsieur, c'était un ami qui vient d'arriver, vous comprenez, il n'est pas du tout au courant des habitudes... Oh Argentina, horarios generosos, casa abierta, tiempo para tirar por el techo, todo el futuro por delante, todísimo, vuf, vuf, vuf, pero dentro de los ojos de eso que estaba ahí a tres metros no habría nada, no podía haber nada, vuf, vuf, toda la teoría de la comunicación aniquilada, ni mamá ni papá, ni papa rica ni pipí ni vuf vuf ni nada, solamente rigor mortis y rodeándolo unas gentes que ni siquiera eran salteños y mexicanos para seguir oyendo música, armar el velorio del angelito, salirse como ellos por una punta del ovillo, gentes nunca lo bastante primitivas para superar ese escándalo por aceptación o identificación, ni bastante realizadas como para negar todo escándalo y subsumir one little casualty en, por ejemplo, los tres mil barridos por el tifón Verónica. "Pero todo es antropología barata", pensó Oliveira, consciente de algo como un frío en el estómago que lo iba acalambrando. Al final, siempre, el plexo. "Esas son las comunicaciones verdaderas, los avisos debajo de la piel. Y para eso no hay diccionario, che". ¿Quién había apagado la lámpara Rembrandt? No se acordaba, un rato atrás había habido como un polvo de oro viejo a la altura del suelo, por más que trataba de reconstruir lo ocurrido desde la llegada de Ronald y Babs, nada que hacer, en algún momento la Maga (porque seguramente había sido la Maga) o a lo mejor Gregorovius, alguien había apagado la lámpara.

-¿Cómo vas a hacer el café en la oscuridad?

-No sé -dijo la Maga, removiendo unas tazas-. Antes había un poco de luz.

-Encendé, Ronald -dijo Oliveira-. Está ahí debajo de tu silla. Tenés que hacer girar la pantalla, es el sistema clásico.

-Todo esto es idiota -dijo Ronald, sin que nadie supiera si se refería a la manera de encender la lámpara. La luz se llevó las esferas violetas, y a Oliveira le empezó a gustar más el cigarrillo. Ahora se estaba realmente bien, hacía calor, iban a tomar café.

-Acercate aquí- le dijo Oliveira a Ronald-. Vas a estar mejor que en esa silla, tiene una especie de pico en el medio que se clava en el culo. Wong la incluiría en su colección pekinesa, estoy seguro.

-Estoy muy bien aquí -dijo Ronald- aunque se preste a malentendidos.

-Estás muy mal. Vení. Y a ver si ese café marcha de una vez, señoras.

-Qué machito está esta noche -dijo Babs-. ¿Siempre es así con vos?

-Casi siempre -dijo la Maga sin mirarlo-. Ayudame a secar esa bandeja.

    Oliveira esperó a que Babs iniciara los imaginables comentarios sobre la tarea de hacer café, y cuando Ronald se bajó de la silla y se puso a lo sastre cerca de él, le dijo unas palabras al oído. Escuchándolos, Gregorovius intervenía en la conversación sobre el café, y la réplica de Ronald se perdió en el elogio del moka y la decadencia del arte de prepararlo. Después Ronald volvió a subirse a su silla a tiempo para tomar la taza que le alcanzaba la Maga. Empezaron a golpear suavemente en el cielo raso, dos, tres veces. Gregorovius se estremeció y tragó el café de golpe. Oliveira se contenía para no soltar una carcajada que de paso a lo mejor le hubiera aliviado el calambre. La Maga estaba como sorprendida, en la penumbra los miraba a todos sucesivamente y después buscó un cigarrillo sobre la mesa, tanteando, como si quisiera salir de algo que no comprendía, una especie de sueño.

-Oigo pasos -dijo Babs con un marcado tono Blavatsky -. Ese viejo debe estar loco, hay que tener cuidado. En Kansas City, una vez... No, es alguien que sube.

-La escalera se va dibujando en la oreja -dijo la Maga-. Los sordos me dan mucha lástima. Ahora es como si yo tuviera una mano en la escalera y la pasara por los escalones uno por uno. Cuando era chica me saqué diez en una composición, escribí la historia de un ruidito. Era un ruidito simpático, que iba y venía, y le pasaban cosas...

-Yo en cambio... -dijo Babs-. O.K., O.K., no tenés por qué pellizcarme.

-Alma mía -dijo Ronald-, callate un poco para que podamos identificar esas pisadas. Sí, es el rey de los pigmentos, es Etienne, es la gran bestia apocalíptica.

    "Lo ha tomado con calma", pensó Oliveira. "La cucharada de remedio era a las dos, me parece. Tenemos de de una hora para estar tranquilos". No comprendía ni quería comprender por qué ese aplazamiento, esa especie de negación de algo ya sabido. Negación, negativo... "Sí, esto es como el negativo de la realidad tal -como debería-ser, es decir... Pero no hagás metafísica Horacio. Alas, poor Yorick, ça suffit. No lo puedo evitar, me parece que está mejor así que si encendiéramos la luz y soltáramos la noticia como una paloma. Un negativo. La inversión total... Lo más probable es que él esté vivo y todos nosotros muertos. Proposición más modesta: nos ha matado porque somos culpables de su muerte. Culpables, es decir fautores de un estado de cosas... Ay, querido, adónde te vas llevando, sos el buro con la zanahoria colgándole entre los ojos. Y era Etienne, nomás, era la gran bestia pictórica".

-Se salvó -dijo Etienne-. Hijo de puta, tiene más vidas que César Borgia. Eso sí, lo que es vomitar...

-Explicá, explicá -dijo Babs.

-Lavajes de estómago, enemas de no se qué, pinchazos por todos lados, una cama con resortes para tenerlo cabeza abajo. Vomitó todo el menú del restaurante Orestias, donde parece que había almorzado. Una monstruosidad, hasta hojas de parra rellenas. ¿Ustedes se dan cuenta de cómo estoy empapado?

-Hay café caliente - dijo Ronald-, y una bebida que se llama caña y es inmunda.

Etienne bufó, puso el impermeable en un rincón y se arrimó a la estufa.

-¿Cómo sigue el niño, Lucía?

-Duerme -dijo la Maga-. Duerme muchísimo por suerte.

-Hablemos bajo -dijo Babs.

- A eso de las once de la noche recobró el conocimiento -explicó Etienne, con una especie de ternura-. Estaba hecho una porquería, eso sí. El médico me dejó acercar a la cama y Guy me reconoció. "Especie de cretino", le dije. "Andate al cuerno", me contestó. El médico me dijo al oído que era buena señal. En la sala había otros tipos, lo pasé bastante bien y eso que a mí los hospitales...

-¿Volviste a casa? -preguntó Babs-. ¿Tuviste que ir a la comisaría?

-No, ya está todo arreglado. De todos modos era más prudente que ustedes se quedaran aquí esta noche, si vieras la cara de la portera cuando lo bajaron a Guy...

-The lousy batard -dijo Babs.

-Yo adopté un aire virtuoso, y al pasar a su lado alcé la mano y le dije : "Madame, la muerte es siempre respetable. Este joven se ha suicidado por penas de amor de Kreisler". Se quedó dura, créanme, me miraba con unos ojos que parecían huevos duros. Y justo cuando la camilla cruzaba la puerta Guy se endereza, apoya una pálida mano en la mejilla como en los sarcófagos etruscos, y le larga a la portera un vómito verde justamente encima del felpudo. Los camilleros se torcían de risa, es algo increíble.

-Más café -pidió Ronald-. Y vos sentate aquí en el suelo que es la parte más caliente del aposento. Un café de los buenos para el pobre Etienne.

-No se ve nada -dijo Etienne-. ¿Y por qué me tengo que sentar en el suelo?

-Para acompañarnos a Horacio y a mí, que hacemos una especie de vela de armas -dijo Ronald.

-No seas idiota -dijo Oliveira.

-Haceme caso, sentate aquí y te enterarás de cosas que ni siquiera Wong sabe. Libros fulgurales, instancias mánticas. Justamente esta mañana yo me divertía tanto leyendo el Bardo. Los tibetanos son unas criaturas extraordinarias.

-¿Quién te ha iniciado? -preguntó Etienne desparramándose entre Oliveira y Ronald, y tragando de un sorbo el café-. Bebida -dijo Etienne, alargando imperativamente la mano hacia la Maga, que le puso la botella de caña entre los dedos-. Un asco -dijo Etienne, después de beber un trago-. Un producto argentino supongo. Qué tierra, Dios mío.

-No te metás con mi patria -dijo Oliveira-. Parecés el viejo del piso de arriba.

-Wong me ha sometido a varios tests -explicaba Ronald-. Dice que tengo suficiente inteligencia como para empezar a destruirla ventajosamente. Hemos quedado en que leeré el Bardo con atención, y de ahí pasaremos a las fases fundamentales del budismo. ¿Habrá realmente un cuerpo sutil, Horacio? Parece que cuando uno se muere... Una especie de cuerpo mental, comprendés.

    Pero Horacio estaba hablándole al oído a Etienne, que gruñía y se agitaba oliendo a calle mojada, a hospital y a guiso de repollo. Babs le explicaba a Gregorovius, perdido en una especie de indiferencia, los vicios incontables de la portera. Atascado de reciente erudición, Ronald necesitaba explicarle a alguien el Bardo, y se las tomó con la Maga que se dibujaba frente a él como un Henry Moore en la oscuridad, una giganta vista desde el suelo, primero las rodillas a punto de romper la masa negra de la falda, después un torso que subía hacia el cielo raso, por encima una masa de pelo todavía más negro que la oscuridad, y en toda esa sombra entre sombras la luz de la lámpara en el suelo hacía brillar los ojos de la Maga metida en el sillón y luchando de tiempo en tiempo para no resbalar y caerse al suelo por culpa de las patas delanteras más cortas del sillón.

-Jodido asunto -dijo Etienne, echándose otro trago.

-Te podés ir, si querés -dijo Oliveira- pero no creo que pase nada serio, en este barrio ocurren cosas así a cada rato.

-Me quedo -dijo Etienne-. Esta bebida ¿cómo dijiste que se llamaba?, no está tan mal. Huele a fruta.

-Wong dice que Jung estaba entusiasmado con el Bardo -dijo Ronald-. Se comprende, y los existencialistas también deberían leerlo a fondo. Mirá, a la hora del juicio del muerto, el Rey lo enfrenta con un espejo, pero ese espejo es el Karma. La suma de los actos del muerto, te das cuenta. Y el muerto ve reflejarse todas sus acciones, lo bueno y lo malo, pero el reflejo no corresponde a ninguna realidad sino que es la proyección de imágenes mentales... Como para que el viejo Jung no se haya quedado estupefacto, decime un poco. El Rey de los muertos mira el espejo, pero lo que está haciendo en realidad es mirar en tu memoria. ¿Se puede imaginar una mejor descripción del psicoanálisis? Y hay algo todavía más extraordinario, querida, y es que el juicio que pronuncia el Rey no es su juicio sino el tuyo. Vos mismo te juzgás sin saberlo. ¿No te parece que en realidad Sartre tendría que irse a vivir a Lhasa?

-Es increíble -dijo la Maga-. Pero ese libro, ¿es de filosofía?

-Es un libro para muertos -dijo Oliveira.

Se quedaron callados, oyendo llover. Gregorovius sintió lástima por la Maga que parecía esperar una explicación y ya no se animaba a preguntar más.

-Los lamas hacen ciertas revelaciones a los moribundos -le dijo-. Para guiarlos en el más allá, para ayudarlos a salvarse. Por ejemplo...

    Etienne había apoyado el hombre contra el de Oliveira. Ronald, sentado a lo sastre. canturreaba Big Lip Blues pensando en Jelly Roll que era su muerto preferido. Oliveira encendió un Gauloise y como en un La Tour el fuego tiñó por un segundo las caras de los amigos, arrancó de la sombra a Gregorovius conectando el murmullo de su voz con unos labios que se movían, instaló brutalmente a la Maga en el sillón, en su cara siempre ávida a la hora de la ignorancia y las explicaciones, bañó blandamente a Babs la plácida, a Ronald el músico perdido en sus improvisaciones plañideras. Entonces se oyó un golpe en el cielo raso justo cuando se apagaba el fósforo.

"Il faut ten ter de vivre", se acordó Oliveira, "Pourquoi?"

    El verso había saltado de la memoria como las caras bajo la luz del fósforo, instantáneo y probablemente gratuito. El hombro de Etienne le daba calor, le transmitía una presencia engañosa, una cercanía que la muerte, ese fósforo que se apaga, iba a aniquilar como ahora la caras, las formas, como el silencio se cerraba otra vez en torno al golpe allá arriba.

-Y así es -terminaba Gregorovius, sentencioso- que el Bardo nos devuelve a la vida, a la necesidad de una vida pura, pero precisamente cuando ya no hay escapatoria y estamos clavados en una cama, con un cáncer por almohada.

-Ah -dijo la Maga, suspirando. Había entendido bastante, algunas piezas del puzzle se iban poniendo en su sitio aunque nunca sería como la perfección del calidoscopio donde cada cristal, cada ramita, cada grano de arena se proponían perfectos, simétricos, aburridísimos pero sin problemas.

-Dicotomía occidentales -dijo Oliveira-. Vida y muerte, más acá y más allá. No es eso lo que enseña tu Bardo, Ossip, aunque personalmente no tengo la más remota idea de lo que enseña tu Bardo. De todos modos será algo más plástico, menos categorizado.

-Mirá -dijo Etienne, que se sentía maravillosamente bien aunque en las tripas le anduvieran las noticias de Oliveira como cangrejos, y nada de eso fuera contradictorio-. Mirá, argentino de mis pelotas, el Oriente no es tan otra cosa como pretenden los orientalistas. Apenas te metés un poco en serio en sus textos empezás a sentir lo de siempre, la inexplicable tentación de suicidio de la inteligencia por vía de la inteligencia misma. El alacrán clavándose el aguijón, harto de ser un alacrán pero necesitando de alacranidad para acabar con el alacrán. En Madrás o en Heidelberg, el fondo de la cuestión es el mismo: hay una especie de equivocación inefable al principio de los principios, de donde resulta el fenómeno que les está hablando en este momento y ustedes que lo están escuchando. Toda tentativa de explicarlo fracasa por una razón que cualquiera comprende, y es que para definir y entender habría que estar fuera de lo definido y lo entendible. Ergo, Madrás y Heidelberg se consuelan fabricando posiciones, algunas con base discursiva, otras con base intuitiva, aunque entre discursos e intuición las diferencias estén lejos de ser claras como sabe cualquier bachiller. Y así ocurre que el hombre solamente parece seguro en aquellos terrenos que no lo tocan a fondo: cuando juega, cuando conquista, cuando arma sus diversos caparazones históricos a base de ethos, cuando delega el misterio central a cura de cualquier revelación. Y por encima y por debajo, la curiosa noción de que la herramienta principal, el logos que nos arranca vertiginosamente a la escala zoológica, es una estafa perfecta. Y el corolario inevitable, el refugio en lo infuso y el balbuceo, la noche oscura del alma, las entrevisiones estéticas y metafísicas. Madrás y Heidelberg son diferentes dosajes de la misma receta, a veces prima el Yin y a veces el Yang, pero en las dos puntas del sube y baja hay dos homo sapiens igualmente inexplicados, dando grandes patadas en el suelo para remontarse el uno a expensas del otro.

-Es raro -dijo Ronald-. De todos modos sería estúpido negar una realidad, aunque no sepamos qué es. El eje del sube y baja, digamos. ¿Cómo puede ser que ese eje no haya servido todavía para entender lo que pasa en las puntas? Desde el hombre de Neanderthal...

-Estás usando palabras -dijo Oliveira, apoyándose mejor en Etienne-. Les encanta que uno las saque del ropero y las haga dar vueltas por la pieza. Realidad, hombre de Neanderthal, miralas cómo juegan, cómo se nos meten por las orejas y se tiran por los toboganes.

-Es cierto -dijo hoscamente Etienne-. Por eso prefiero mis pigmentos, estoy más seguro.

-¿Seguro de qué?

-De su efecto.

-En todo caso de su efecto en vos, pero no en la portera de Ronald. Tus colores no son más seguros que mis palabras, viejo.

-Por lo menos mis colores no pretenden explicar nada.

-¿Y vos te conformás con que no haya una explicación?

-No -dijo Etienne-, pero al mismo tiempo hago cosas que me quitan un poco el mal gusto del vacío. Y ésa es en el fondo la mejor definición del homo sapiens.

-No es una definición sino un consuelo -dijo Gregorovius, suspirando-. En realidad nosotros somos como las comedias cuando uno llega al teatro en el segundo acto. Todo es muy bonito pero no se entiende nada. Los actores hablan y actúan no se sabe por qué, a causa de qué. Proyectamos en ellos nuestra propia ignorancia, y nos parecen unos locos que entran y salen muy decididos. Ya lo dijo Shakespeare, por lo demás, y si no lo dijo era su deber decirlo.

-Yo creo que lo dijo -dijo la Maga.

-Sí que lo dijo -dijo Babs.

-Ya ves -dijo la Maga.

-También habló de las palabras -dijo Gregorovius-, y Horacio no hace más que plantear el problema en su forma dialéctica, por decirlo así. A la manera de un Wittgenstein, a quien admiro mucho.

-No lo conozco -dijo Ronald-, pero ustedes estarán de acuerdo en que el problema de la realidad no se enfrenta con suspiros.

-Quién sabe -dijo Gregorovius-. Quién sabe, Ronald.

-Vamos, dejá la poesía para otra vez. De acuerdo en que no hay que fiarse de las palabras, pero en realidad las palabras vienen después de esto otro, de que unos cuantos estemos aquí esta noche, sentados alrededor de una lamparita.

-Hablá más bajo -pidió la Maga.

Sin palabra alguna yo siento, yo sé que estoy aquí -insistió Ronald-. A eso le llamó la realidad. Aunque no sea más que eso.

-Perfecto -dijo Oliveira-. Sólo que esta realidad no es ninguna garantía para vos o para nadie, salvo que la transformes en concepto, y de ahí en convención, en esquema útil. El solo hecho de que vos estés a mi izquierda y yo a tu derecha hace de la realidad por lo menos dos realidades, y conste que no quiero ir a lo profundo y señalarte que vos y yo somos dos entes absolutamente incomunicables entre sí salvo por medio de los sentidos y la palabra, cosas de las que hay que desconfiar si uno es serio.

-Los dos estamos aquí -insistió Ronald-. A la derecha o a la izquierda, poco importa. Los dos estamos viendo a Babs, todos oyen lo que estoy diciendo.

-Pero esos ejemplos son para chicos de pantalón corto, hijo mío -se lamentó Gregorovius-. Horacio tiene razón, no podés aceptar así nomás eso que creés la realidad. Lo más que podés decir es que sos, eso no se puede negar sin escándalo evidente. Lo que falla es el ergo, y lo que sigue al ergo, es notorio.

-No le hagás una cuestión de escuelas -dijo Oliveira-. Quedémonos en una charla de aficionados, que es lo que somos. Quedémonos en esto que Ronald llama conmovedoramente la realidad, y que cree una sola. ¿Seguís creyendo que es una sola, Ronald?

-Sí. Te concedo que mi manera de sentirla o de entenderla es diferente de la de Babs, y que la realidad de Babs difiere de la de Ossip y así sucesivamente. Pero es como las distintas opiniones sobre la Gioconda o sobre la ensalada de escarola. La realidad está ahí y nosotros en ella, entendiéndola a nuestra manera pero en ella.

-Lo único que cuenta es eso de entenderla a nuestra manera -dijo Oliveira-. Vos creés que hay una realidad postulable porque vos y yo estamos hablando en este cuarto y en esta noche, y porque vos y yo sabemos que dentro de una hora o algo así va a suceder aquí una cosa determinada. Todo eso te da una gran seguridad ontológica, me parece; te sentí bien seguro en vos mismo, bien plantado en vos mismo y en esto que te rodea. Pero si al mismo tiempo pudieras asistir a esa realidad desde mí, o desde Babs, si te fuera dada una ubicuidad, entendés, y pudieras estar ahora mismo en esta misma pieza desde donde estoy yo y con todo lo que soy y lo que he sido yo, y con todo lo que es y lo que ha sido Babs, comprenderías tal vez que tu egocentrismo barato no te da ninguna realidad válida. Te da solamente una creencia fundada en el terror, una necesidad de afirmar lo que te rodea para no caerte dentro del embudo y salir por el otro lado vaya a saber adónde.

-Somos muy diferentes -dijo Ronald-, lo sé muy bien. Pero nos encontramos en algunos puntos exteriores a nosotros mismos. Vos y yo miramos esa lámpara, a lo mejor no vemos la misma cosa, pero tampoco podemos estar seguros de que no vemos la misma cosa. Hay una lámpara ahí, qué diablos.

-No grites -dijo la Maga-. Les voy a hacer más café.

-Se tiene la impresión -dijo Oliveira- de estar caminando sobre viejas huellas. Escolares nimios, rehacemos argumentos polvorientos y nada interesantes. Y todo eso, Ronald querido, porque hablamos dialécticamente. Decimos: vos, yo, la lámpara, la realidad. Da un paso atrás, por favor. Animate, no cuesta tanto. Las palabras desaparecen. Esa lámpara es un estímulo sensorial, nada más. Ahora da otro paso atrás. Lo que llamás tu vista y ese estímulo sensorial se vuelven una relación inexplicable, porque para explicarla habría que dar de nuevo un paso adelante y se iría todo al diablo.

-Pero esos pasos atrás son como desandar el camino de la especie -protestó Gregorovius.

-Sí -dijo Oliverira -. Y ahí está el gran problema, saber si lo que llamás la especie ha caminado hacia adelante o si, como le parecía a Klages, creo, en un momento dado agarró por una vía falsa.

-Sin lenguaje no hay hombre. Sin historia no hay hombre.

-Sin crimen no hay asesino. Nada te prueba que el hombre no hubiera podido ser diferente.

-No nos ha ido tan mal - dijo Ronald.

-¿Qué punto de comparación tenés para creer que nos ha ido bien? ¿Por qué hemos tenido que inventar el Edén, vivir sumidos en la nostalgia del paraíso perdido, fabricar utopías, proponernos un futuro? Si una lombriz pudiera pensar, pensaría que no le ha ido tan mal. El hombre se agarra de la ciencia como de eso que llaman un áncora de salvación y que jamás he sabido bien lo que es. La razón segrega a través del lenguaje una arquitectura satisfactoria, como la preciosa, rítmica composición de los cuadros renacentistas, y nos planta en el centro. A pesar de toda su curiosidad y su insatisfacción, la ciencia, es decir la razón, empieza por tranquilizarnos. "Estás aquí, en esta pieza, con tus amigos, frente a esa lámpara. No te asustes, toda va muy bien. Ahora veamos: ¿Cuál será la naturaleza de ese fenómeno luminoso? ¿Te has enterado de lo que es el uranio enriquecido? ¿Te gustan los isótopos, sabías que ya transmutamos el plomo en oro?" Todo muy incitante, muy vertiginoso, pero siempre a partir del sillón donde estamos cómodamente sentados.

-Yo estoy en el suelo -dijo Ronald- y nada cómodo para decirte la verdad. Escuchá, Horacio: negar esta realidad no tiene sentido. Está aquí, la estamos compartiendo. La noche transcurre para los dos, afuera está lloviendo para los dos. Qué sé yo lo que es la noche, el tiempo y la lluvia, pero están ahí y fuera de mí, son cosas que me pasan, no hay nada que hacerle.

-Pero claro -dijo Oliveira-. Nadie lo niega, che. Lo que no entendemos es por qué eso tiene que suceder así, por qué nosotros estamos aquí y afuera está lloviendo. Lo absurdo no son las cosas, lo absurdo es que las cosas estén ahí y las sintamos como absurdas. A mí se me escapa la relación que hay entre yo y esto que me está pasando en este momento. No te niego que me está pasando. Vaya si me pasa. Y eso es lo absurdo.

-No está muy claro -dijo Etienne.

-No puede estar claro, si lo estuviera sería falso, sería científicamente verdadero quizá, pero falso como absoluto. La claridad es una exigencia intelectual y nada más. Ojalá pudiéramos saber claro, entender claro al margen de la ciencia y la razón. Y cuando digo "ojalá", andá a saber si no estoy diciendo una idiotez. Probablemente la única áncora de salvación sea la ciencia, el uranio 235, esas cosas. Pero además hay que vivir.

-Comprendé, Ronald -dijo Oliveira apretándole una rodilla-. Vos sos mucho más que tu inteligencia, es sabido. Esta noche, por ejemplo, esto que nos está pasando ahora, aquí, es como uno se esos cuadros de Rembrandt donde apenas brilla un poco de luz en un rincón, y no es una luz física, no es eso que tranquilamente llamás y situás como lámpara, con sus vatios y sus bujías. Lo absurdo es creer que podemos aprehender la totalidad de lo que nos constituye en este momento, o en cualquier momento, e intuirlo como algo coherente, algo aceptable si querés. Cada vez que entramos en una crisis es el absurdo total, comprendé que la dialéctica sólo puede ordenar los armarios en los momentos de calma. Sabés muy bien que en el punto culminante de una crisis procedemos siempre por impulso, al revés de lo previsible, haciendo la barbaridad más inesperada. Y en ese momento precisamente se podía decir que había como una saturación de realidad, ¿no te parece? La realidad se precipita, se muestra con toda su fuerza, y justamente entonces nuestra única manera de enfrentarla consiste en renunciar a la dialéctica, es la hora en que le pegamos un tiro a un tipo, que saltamos por la borda, que nos tomamos un tubo de gardenal como Guy, que le soltamos la cadena al perro, piedra libre para cualquier cosa. La razón sólo nos sirve para disecar la realidad en calma, o analizar sus futuras tormentas, nunca para resolver una crisis instantánea. Pero esas crisis son como mostraciones metafísicas, che, un estado que quizá, si no hubiéramos agarrado por la vía de la razón, sería el estado natural y corriente del pitecantropo erecto.

-Está muy caliente, tené cuidado -dijo la Maga.

-Y esas crisis que la mayoría de la gente considera como escandalosas, como absurdas, yo personalmente tengo la impresión de que sirven para mostrar el verdadero absurdo, el de un mundo ordenado y en calma, con una pieza donde diversos tipos toman café a las dos de la mañana, sin que realmente nada de eso tenga el menor sentido como no sea el hedónico, lo bien que estamos al lado de esta estufita que tira tan meritoriamente. Los milagros nunca me han parecido absurdos; lo absurdo es lo que los precede y los sigue.

-Y sin embargo -dijo Gregorovius, desperezándose - il faut tenter de vivre.

"Voilà", pensó Oliveira. "Otra prueba que me guardaré de mencionar. De millones de versos posibles, elige el que yo había pensado hace diez minutos. Lo que la gente llama casualidad".

-Bueno -dijo Etienne con voz soñolienta-, no es que haya que intentar vivir, puesto que la vida nos es fatalmente dada. Hace rato que mucha gente sospecha que la vida y los seres vivientes son dos cosas aparte. La vida se vive a sí misma, nos guste o no. Guy ha tratado hoy de dar un mentís a esta teoría, pero estadísticamente hablando es incontrovertible. Que lo digan los campos de concentración y las torturas. Probablemente de todos nuestros sentimientos el único que no es verdaderamente nuestro es la esperanza. La esperanza le pertenece a la vida, es la vida misma defendiéndose. Etcétera. Y con esto yo me iría a dormir, porque los líos de Guy me han hecho polvo. Ronald, tenés que venir al taller mañana por la mañana, acabé una naturaleza muerta que te va a dejar como loco.

-Horacio no me ha convencido -dijo Ronald-. Estoy de acuerdo en que mucho de lo que me rodea es absurdo, pero probablemente damos ese nombre a lo que no comprendemos todavía. Ya se sabrá alguna vez.

-Optimismo encantador -dijo Oliveira-. También podríamos poner el optimismo en la cuenta de la vida pura. Lo que hace tu fuerza es que para vos no hay futuro, como es lógico en la mayoría de los agnósticos. Siempre estás vivo, siempre estás presente, todo se te ordena satisfactoriamente como en una tabla de Van Eyck. Pero si te pasara esa cosa horrible que es no tener fe y al mismo tiempo proyectarse hacia la muerte, hacia el escándalo de los escándalos, se te empañaría bastante el espejo.

-Vamos, Ronald -dijo Babs-. Es muy tarde, tengo sueño.

-Esperá, esperá. Estaba pensando en la muerte de mi padre, sí, algo de lo que decís es cierto. Esa pieza nunca la pude ajustar en el rompecabezas, era algo tan inexplicable. Un hombre joven y feliz, en Alabama. Andaba por la calle y se le cayó un árbol en la espalda. Yo tenía quince años, me fueron a buscar al colegio. Pero hay tantas otras cosas absurdas, Horacio, tantas muertes o errores... No es una cuestión de número, supongo. No es un absurdo total como creés vos.

-El absurdo es que no parezca un absurdo -dijo sibilinamente Oliveira-. El absurdo es que salgas por la mañana a la puerta y encuentres la botella de leche en el umbral y te quedes tan tranquilo porque ayer te pasó lo mismo y mañana te volverá a pasar. Es ese estancamiento, ese así sea, esa sospechosa carencia de excepciones. Yo no sé, che, habría que intentar otro camino.

-¿Renunciando a la inteligencia?- dijo Gregorovius, desconfiado.

-No sé, tal vez. Empleándola de otra manera. ¿Estará bien probado que los principios lógicos son carne y uña con nuestra inteligencia? Si hay pueblos capaces de sobrevivir dentro de un orden mágico... Cierto que los pobres comen gusanos crudos, pero también eso es una cuestión de valores.

-Los gusanos, qué asco -dijo Babs-. Ronald, querido, es tan tarde.

-En el fondo -dijo Ronald- lo que a vos te molesta es la legalidad en todas sus formas. En cuanto una cosa empieza a funcionar bien te sentís encarcelado. Pero todos nosotros somos un poco así, una banda de lo que llaman fracasados porque no tenemos una carrera hecha, títulos y el resto. Por eso estamos en París, hermano, y tu famoso absurdo se reduce al fin y al cabo a una especie de vago ideal anárquico que no alcanzás a concretar.

-Tenés tanta, tanta razón -dijo Oliveira-. Con lo bueno que sería irse a la calle y pegar carteles a favor de Argelia libre. Con todo lo que queda por hacer en la lucha social.

-La acción puede servir para darle un sentido a tu vida -dijo Ronald-. Ya lo habrás leído en Malraux, suspongo.

-Editions N.R.F. -dijo Oliveira.

-En cambio te quedás masturbándote como un mono, dándole vueltas a los falsos problemas, esperando no sé qué. Si todo esto es absurdo hay que hacer algo para cambiarlo.

-Tus frases me suenan -dijo Oliveira-. Apenas creés que la discusión se orienta hacia algo que considerás más concreto, como tu famosa acción, te llenás de elocuencia. No te querés dar cuenta de que la acción, te llenás de elocuencia. No te querés dar cuenta de que la acción, lo mismo que la inacción, hay que merecerlas. ¿Cómo actuar sin una actitud central previa, una especie de aquiescencia a lo que creemos bueno y verdadero? Tus nociones sobre la verdad y la bondad son puramente históricas, se fundan en una ética heredada. Pero la historia y la ética me parecen a mí altamente dudosas.

-Alguna vez -dijo Etienne, enderezándose- me gustaría oírte discurrir con más detalle sobre eso que llamás actitud central. A lo mejor en el mismísimo centro hay un perfecto hueco.

-No te creas que no lo he pensado -dijo Oliveira-. Pero hasta por razones estéticas, que estás muy capacitado para apreciar, admitirás que entre situarse en un centro y andar revoloteando por la periferia hay una diferencia cualitativa que da que pensar.

-Horacio -dijo Gregorovius - está haciendo gran uso de esas palabras que hace un rato nos había desaconsejado enfáticamente. Es un hombre al que no hay que pedirle discursos sino otras cosas, cosas brumosas e inexplicables como sueños, coincidencias, revelaciones, y sobre todo humor negro.

-El tipo de arriba golpeó otra vez -dijo Babs.

-No, es la lluvia -dijo la Maga-. Ya es hora de darle el remedio a Rocamadour.

-Todavía tenés tiempo -dijo Babs agachándose presurosa para pegar el reloj pulsera contra la lámpara-. Las tres menos diez. Vámonos Ronald, es tan tarde.

-Nos iremos a las tres y cinco -dijo Ronald.

-¿Por qué a las tres y cinco?- preguntó la Maga.

-Porque el primer cuarto de hora es siempre fasto -explicó Gregorovius.

-Dame otro trago de caña -pidió Etienne-. Merde, ya no queda nada.

    Oliveira apagó el cigarrillo. "La vela de armas", pensó agradecido. "Son amigos de verdad, hasta Ossip, pobre diablo. Ahora tendremos para un cuarto de hora de reacciones en cadena que nadie podrá evitar, nadie, ni siquiera pensando que el año que viene, a esta misma hora, el más preciso y detallado de los recuerdos no será capaz de alterar la producción de adrenalina o de saliva, el sudor en la palma de las manos... Estas son las pruebas que Ronald no querrá entender nunca. ¿Qué he hecho esta noche? Ligeramente monstruoso, a priori. Quizá se podría haber ensayado el balón de oxígeno, algo sí. Idiota, en realidad; le hubiéramos prolongado la vida a lo monsieur Valdemar".

-Habría que prepararla -le dijo Ronald al oído.

-No digas pavadas, por favor. ¿No sentís que ya está preparada, que el olor flota en el aire?

-Ahora se ponen a hablar tan bajo -dijo la Maga- justo cuando ya no hace falta.

"Tu parles", pensó Oliveira.

-¿El olor? -murmuraba Ronald-. Yo no siento ningún olor.

-Bueno, ya van a ser las tres -dijo Etienne sacudiéndose como si tuviera frío-. Ronald, hacé un esfuerzo, Horacio no será un genio pero es fácil sentir lo que está queriendo decirte. Lo único que podemos hacer es quedarnos un poco más y aguantar lo que venga. Y vos Horacio, ahora que me acuerdo, eso que dijiste hoy del cuadro de Rembrandt estaba bastante bien. Hay una metapintura como hay una metamúsica, y el viejo metía los brazos hasta el codo en lo que hacía. Sólo los ciegos de lógica y de buenas costumbres pueden pararse delante de un Rembrandt y no sentir que ahí hay una ventana a otra cosa, un signo. Muy peligroso para la pintura, pero en cambio...

-La pintura es un género como tantos otros -dijo Oliveira-. No hay que protegerla demasiado en cuanto género. Por lo demás, por cada Rembrandt hay cien pintores a secas, de modo que la pintura está perfectamente a salvo.

-Por suerte -dijo Etienne.

-Por suerte -Oliveira-. Por suerte todo va muy bien en el mejor de los mundos posibles. Encendé la luz grande, Babs, es la llave que tenés detrás de tu silla.

-Dónde habrá una cuchara limpia -dijo la Maga, levantándose.

    Con un esfuerzo que le pareció repugnante, Oliveira se contuvo para no mirar hacia el fondo del cuarto. La Maga se frotaba los ojos encandilada y Babs, Ossip y los otros miraban disimuladamente, volvían la cabeza y miraban otra vez. Babs había iniciado el gesto de tomar a la Maga por un brazo, pero algo en la cara de Ronald la detuvo. Lentamente Etienne se enderezó, estirándose los pantalones todavía húmedos. Ossip se desencajaba del sillón, hablaba de encontrar su impermeable. "Ahora deberían golpear el techo", pensó Oliveira cerrando los ojos. "Varios golpes seguidos, y después otros tres, solemnes. Pero todo es al revés, en lugar de apagar las luces las encendemos, el escenario está de este lado, no hay remedio". Se levantó a su vez, sintiendo los huesos, la caminata de todo el día, las cosas de todo ese día. La Maga había encontrado la cuchara sobre la repisa de la chimenea, detrás de una pila de discos y de libros. Empezó a limpiarla con el borde del vestido, la escudriñó bajo la lámpara. "Ahora va a echar el remedio en la cuchara, y después perderá la mitad hasta llegar al borde de la cama", se dijo Oliveira apoyándose en la pared. Todos estaban tan callados que la Maga los miró como extrañada, pero le daba trabajo destapar el frasco, Babs, quería ayudarla, sostenerle la cuchara, y a la vez tenía la cara crispada como si lo que la Maga estaba haciendo fuese un horror indecible, hasta que la Maga volcó el líquido en la cuchara y puso de cualquier manera el frasco en el borde de la mesa donde apenas cabía entre los cuadernos y los papeles, y sosteniendo la cuchara como Blondin la pértiga, como un ángel al santo que se cae a un precipicio, empezó a caminar arrastrando las zapatillas y se fue acercando a la cama, flanqueada por Babs que hacía muecas y se contenía para mirar y no mirar y después mirar a Ronald y a los otros que se acercaban a su espalda, Oliveira cerrando la marcha con el cigarrillo apagado en la boca.

-Siempre se me derrama la mi.. -dijo la Maga, deteniéndose al lado de la cama.

-Lucía -dijo Babs, acercando las dos manos a sus hombros, pero sin tocarla.

    El líquido cayó sobre el cobertor, y la cuchara encima. La maga gritó y se volcó sobre la cama, de boca y después de costado, con la cara y las manos pegadas a un muñeco indiferente y ceniciento que temblaba y se sacudía sin convicción, inútilmente maltratado y acariciado.

-Qué joder, hubiéramos tenido que prepararla -dijo Ronald-. No hay derecho, es una infamia. Todo el mundo hablando de pavadas, y esto, esto...

-No te pongás histérico- dijo Etienne, hosco-. En todo caso hacé como Ossip que no pierde la cabeza. Buscá agua colonia, si hay algo que se le parezca. Oí al viejo de arriba, ya empezó otra vez.

-No es para menos -dijo Oliveira mirando a Babs que luchaba por arrancar a la Maga de la cama-. La noche que le estamos dando, hermano.

-Que se vaya al quinto carajo -dijo Ronald-. Salgo afuera y le rompo la cara, viejo hijo de puta. Si no respeta el dolor de los demás...

-Take it easy -dijo Oliveira-. Ahí tenes tu agua colonia, tomá mi pañuelo aunque su blancura dista de ser perfecta. Bueno, habrá que ir hasta la comisaría.

-Puedo ir yo -dijo Gregorovius, que tenía el impermeable en el brazo.

-Pero claro, vos sos de la familia -dijo Oliveira.

-Si pudieras llorar -decía Babs, acariciando la frente de la Maga que había apoyado la cara en la almohada y miraba fijamente a Rocamadour-. Un pañuelo con alcohol, por favor, algo para que reaccione.

    Etienne y Ronald empezaban a afanarse en torno a la cama. Los golpes se repetían rítmicamente en el cielo raso, y cada vez Ronald miraba hacia arriba y en una ocasión agitó histéricamente el puño. Oliveira había retrocedido hasta la estufa y desde ahí miraba y escuchaba. Sentía que el cansancio se le había subido a babuchas, lo tironeaba hacia abajo, le costaba respirar, moverse. Encendió otro cigarrillo, el último del paquete. Las cosas empezaban a andar un poco mejor, por lo pronto Babs había explorado un rincón del cuarto y después de fabricar una especie de cuna con dos sillas y una manta, se confabulaba con Ronald (era curioso ver sus gestos por encima de la Maga perdida en un delirio frío, en un monólogo vehemente pero seco y espasmódico), en un momento dado cubrían los ojos de la Maga con el pañuelo ("si es el del agua colonia la van a dejar ciega", se dijo Oliveira), y con una rapidez extraordinaria ayudaban a que Etienne levantara a Rocamadour y lo transportara a la cuna improvisada, mientras arrancaban el cobertor de debajo de la maga y se lo ponían por encima, hablándole en voz baja, acariciándola, haciéndole respirar el pañuelo. Gregorovius había ido hasta la puerta y se estaba allí, sin decidirse a salir, mirando furtivamente hacia la cama y después a Oliveira que le daba la espalda pero sentía que lo estaba mirando. Cuando se decidió a salir el viejo ya estaba en el rellano, armado de un bastón, y Ossip volvió a entrar de un salto. El bastón se estrelló contra la puerta. "Así podrían seguir acumulándose las cosas", se dijo Oliveira dando un paso hacia la puerta. Ronald, que había adivinado, se precipitó enfurecido mientras Babs le gritaba algo en inglés. Gregorovius quiso prevenirlo pero ya era tarde. Salieron Ronald, Ossip y Babs, seguidos de Etienne que miraba a Oliveira como si fuese el único que conservaba un poco de sentido común.

-Andá a ver que no hagan una estupidez, le dijo Oliveira-. El viejo tiene como ochenta años, y está loco.

-Tous des cons! -gritaba el viejo en el rellano-. Bande de tueurs, si vous croyez que ça va se passer comme ça! Des fripouilles, des fainéants. Tas d'enculés!

    Curiosamente, no gritaba demasiado fuerte. Desde la puerta entreabierta, la voz de Etienne volvió como una carambola: "Ta gueule, pépère". Gregorovius había agarrado por un brazo a Ronald, pero a la luz que alcanzaba a salir de la pieza Ronald se había dado cuenta de que el viejo era realmente muy viejo y se limitaba a pasearle delante de la cara un puño cada vez menos convencido. Una o dos veces Oliveira miró hacia la cama, donde la Maga se había quedado muy quieta debajo del cobertor. Lloraba a sacudidas, con la boca metida en la almohada, exactamente en el sitio donde había estado la cabeza de Rocamadour. "Faudrait quand même laisser dormir les gens", decía el viejo. "Qu'est-ce que ça me fait, moi, un gosse qu'a claqué? C'est pas une façon d'agir, quand même, on est à Paris, pas en Amazonie." La voz de Etienne subió tragándose la otra, convenciéndola. Oliveira se dijo que no sería tan difícil llegarse hasta la cama, agacharse para decirle unas palabras al oído a la Maga. "Pero eso yo lo haría por mí", pensó. "Ella está más allá de cualquier cosa. Soy yo el que después, dormiría mejor, aunque no sea más que una manera de decir. Yo, yo, yo. Yo dormiría mejor después de besarla y consolarla y repetir todo lo que ya le han dicho éstos."

-Eh bien, moi, messieurs, je respecte la douleur d'une mère -dijo la voz del viejo-. Allez, bonsoir messieurs, dames.

    La lluvia golpeaba a chijetazos en la ventana, París debía ser una enorme burbuja grisácea en la que poco a poco se levantaría el alba. Oliveira se acercó al rincón donde su canadiense parecía un torso de descuartizado, rezumando humedad. Se la puso despacio, mirando siempre hacia la cama como si esperara algo. Pensaba en el brazo de Berthe Trépat en su brazo, la caminata bajo el agua. "¿De qué te sirvió el verano, oh ruiseñor en la nieve?", citó irónicamente. "Apestado, che, perfectamente apestado. Y no tengo más tabaco, carajo". Habría que ir hasta el café de Bérbet, al fin y al cabo la madrugada iba a ser tan repugnante ahí como en cualquier otra parte.

-Qué viejo idiota -dijo Ronald, cerrando la puerta.

-Se volvió a su pieza -informó Etienne-. Creo que Gregorovius bajó a avisar la policía. ¿Vos te quedás aquí?

-No, ¿para qué? No les va a gustar si encuentran tanta gente a esta hora. Mejor sería que se quedara Babs, dos mujeres son siempre un buen argumento en estos casos. Es más íntimo, ¿entendés?

Etienne lo miró.

-Me gustaría saber por qué te tiembla tanto la boca -dijo.

-Tics nerviosos -dijo Oliveira.

-Los tics y el aire cínico no van muy bien juntos. Te acompaño, vamos.

-Vamos.

    Sabía que la Maga se estaba incorporando en la cama y que lo miraba. Metiendo las manos en los bolsillos de la canadiense, fue hacia la puerta. Etienne hizo un gesto como para atajarlo, y después lo siguió. Ronald los vio salir y se encogió de hombros, rabioso. "Qué absurdo es todo esto", pensó. La idea de que todo fuera absurdo lo hizo sentirse incómodo, pero no se daba cuenta de por qué. Se puso a ayudar a Babs, a ser útil, a mojar las compresas. Empezaron a golpear en el cielo raso. 



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