quarta-feira, 30 de novembro de 2016

27. Pedro Páramo: Un hombre al que decían el Tartamudo - Juan Rulfo

Juan Rulfo




27. Pedro Páramo: Un hombre al que decían el Tartamudo





Un hombre al que decían el Tartamudo llegó a la Media Luna y preguntó por Pedro Páramo. 

-¿Para qué lo solicitas? 

-Quiero hablar cocon él. 

-No está. -Dile, cucuando regrese, que vengo de parte de don Fulgor. 

-Lo iré a buscar; pero aguántate unas cuantas horas. 

-Dile, es cocosa de urgencia. 

-Se lo diré. 

El hombre al que decían el Tartamudo aguardó arriba del caballo. Pasado un rato, Pedro Páramo, al que nunca había visto, se le puso enfrente: 

-¿Qué se te ofrece? 

-Necesito hablar directamente cocon el patrón. 

-Yo soy. ¿Qué quieres? 

-Pues, nanada más esto. Mataron a don Fulgor Sesedano. Yo le hacía compañía. Habíamos ido por el rurrumbo de los «vertederos» para averiguar por qué se estaba escaseando el agua. Y en eso andábamos cucuando vimos una manada de hombres que nos salieron al encuentro. Y de entre la mumultitud aquella brotó una voz que dijo: «Yo a ése le coconozco. Es el administrador de la Memedia Luna». 



»A mí ni me totomaron en cuenta. Pero a don Fulgor le mandaron soltar la bestia. Le dijeron que eran revolucionarios. Que venían por las tierras de usté. "¡Cocórrale!" -le dijeron a don Fulgor-. "¡Vaya y dígale a su patrón que allá nos Veremos!" Y él soltó la cacalda, despavorido. No muy de prisa por lo pepesado que era; pero corrió. Lo mataron cocorriendo. Murió cocon una pata arriba y otra abajo.

»Entonces yo ni me momoví. Esperé que fuera de nonoche y aquí estoy para anunciarle lo que papasó. 


-¿Y qué esperas? ¿Por qué no te mueves? Anda y diles a ésos que aquí estoy para lo que se les ofrezca. Que vengan a tratar conmigo. Pero antes date un rodeo por La Consagración. ¿Conoces al Tilcuate? Allí estará. Dile que necesito verlo. Y a esos fulanos avísales que los espero en cuanto tengan un tiempo disponible. ¿Qué jaiz de revolucionarios son? 

-No lo sé. Ellos ansí se nonombran. 

-Dile al Tilcuate que lo necesito más que de prisa. 

-Así lo haré, papatrón. 

Pedro Páramo volvió a encerrarse en su despacho. Se sentía viejo y abrumado. No le preocupaba Fulgor, que al fin y al cabo ya estaba «más para la otra que para ésta». Había dado de sí todo lo que tenía que dar; aunque fue muy servicial, lo que sea de cada quien. «De todos modos, los "tilcuatazos" que se van a llevar esos locos», pensó. 

Pensaba más en Susana San Juan, metida siempre en su cuarto, durmiendo, y cuando no, como si durmiera. La noche anterior se la había pasado en pie, recostado en la pared, observando a través de la pálida luz de la veladora el cuerpo en movimiento de Susana; la cara sudorosa, las manos agitando las sábanas, estrujando la almohada hasta el desmorecimiento. 

Desde que la había traído a vivir aquí no sabía de otras noches pasadas a su lado, sino de estas noches doloridas, de interminable inquietud. Y se preguntaba hasta cuándo terminaría aquello. 

Esperaba que alguna vez. Nada puede durar tanto, no existe ningún recuerdo por intenso que sea que no se apague. 

Si al menos hubiera sabido qué era aquello que la maltrataba por dentro, que la hacía revolcarse en el desvelo, como si la despedazaran hasta inutilizarla. 

Él creía conocerla. "Y aun cuando no hubiera sido así, ¿acaso no era suficiente saber que era la criatura más querida por él sobre la tierra? Y que además, y esto era lo más importante, le serviría para irse de la vida alumbrándose con aquella imagen que borraría todos los demás recuerdos. 

¿Pero cuál era el mundo de Susana San Juan? Ésa fue una de las cosas que Pedro Páramo nunca llegó a saber.



«Mi cuerpo se sentía a gusto sobre el calor de la arena. Tenía los ojos cerrados, los brazos abiertos, desdobladas las piernas a la brisa del mar. Y el mar allí enfrente, lejano, dejando apenas restos de espuma en mis pies al subir de su marea...» 


Ahora sí es ella la que habla, Juan Preciado. No se te olvide decirme lo que dice. 

«... Era temprano. El mar corría y bajaba en olas. Se desprendía de su espuma y se iba, limpio, con su agua verde, en ondas calladas. 

»-En el mar sólo me sé bañar desnuda -le dije. Y él me siguió el primer día, desnudo también, fosforescente al salir del mar. No había gaviotas; sólo esos pájaros que les dicen «picos feos», que gruñen como si roncaran y que después de que sale el sol desaparecen. Él me siguió el primer día y se sintió solo, a pesar de estar yo allí. 

»-Es como si fueras un «pico feo», uno más entre todos -me dijo-. Me gustas más en las noches, cuando estamos los dos en la misma almohada, bajo las sábanas, en la oscuridad. 

»Y se fue. 

»Volví yo. Volvería siempre. El mar moja mis tobillos y se va; moja mis rodillas, mis muslos: rodea mi cintura con su brazo suave, da vuelta sobre mis senos; se abraza de mi cuello; aprieta mis hombros. Entonces me hundo en él, entera. Me entrego a él en su fuerte batir, en su suave poseer, sin dejar pedazo. 

»-Me gusta bañarme en el mar -le dije. 

»Pero él no lo comprende. 

»Y al otro día estaba otra vez en el mar, purificándome. Entregándome a sus olas.»



Pardeando la tarde, aparecieron los hombres. Venían encarabinados y terciados de carrilleras. Eran cerca de veinte. Pedro Páramo los invitó a cenar. Y ellos, sin quitarse el sombrero, se acomodaron a la mesa y esperaron callados. Sólo se les oyó sorber el chocolate cuando les trajeron el chocolate, y masticar tortilla tras tortilla cuando les arrimaron los frijoles. 


Pedro Páramo los miraba. No se le hacían caras conocidas. Detrasito de él, en la sombra, aguardaba el Tilcuate. 

-Patrones -les dijo cuando vio que acababan de comer-, ¿en qué más puedo servirlos? 

-¿Usted es el dueño de esto? -preguntó uno abanicando la mano. 

Pero otro lo interrumpió diciendo: 

-¡Aquí yo soy el que hablo! 

-Bien. ¿Qué se les ofrece? -volvió a preguntar Pedro Páramo. 

-Como usté ve, nos hemos levantado en armas. 

-¿Y? 

-Y pos eso es todo. ¿Le parece poco? 

-¿Pero por qué lo han hecho? 

-Pos porque otros lo han hecho también. ¿No lo sabe usté? Aguárdenos tantito a que nos lleguen instrucciones y entonces le averiguaremos la causa. Por lo pronto ya estamos aquí. 

-Yo sé la causa -dijo otro-. Y si quiere se la entero. Nos hemos rebelado contra el gobierno y contra ustedes porque ya estamos aburridos de soportarlos. Al gobierno por rastrero y a ustedes porque no son más que unos móndrigos bandidos y mantecosos ladrones. Y del señor gobierno ya no digo nada porque le vamos a decir a balazos lo que le queremos decir. 

-¿Cuánto necesitan para hacer su revolución? -preguntó Pedro Páramo-. Tal vez yo pueda ayudarlos. 

-Dice bien aquí el señor, Perseverancio. No se te debía soltar la lengua. Necesitamos agenciarnos un rico pa que nos habilite, y qué mejor que el señor aquí presente. ¿A ver tú, Casildo, como cuánto nos hace falta? 

-Que nos dé lo que su buena intención quiera darnos. 

-Éste «no le daría agua ni al gallo de la pasión». Aprovechemos que estamos aquí, para sacarle de una vez hasta el maíz que trai atorado en su cochino buche. 

-Cálmate, Perseverancio. Por las buenas se consiguen mejor las cosas. Vamos a ponernos de acuerdo. Habla tú, Casildo. 

-Pos yo ahí al cálculo diría que unos veinte mil pesos no estarían mal para el comienzo. ¿Qué les parece a ustedes? Ora que quién sabe si al señor éste se le haga poco, con eso de que tiene sobrada voluntad de ayudarnos. Pongamos entonces cincuenta mil. ¿De acuerdo? 

-Les voy a dar cien mil pesos -les dijo Pedro Páramo-. ¿Cuántos son ustedes? 

-Semos trescientos.

-Bueno. Les voy a prestar otros trescientos hombres para que aumenten su contingente. Dentro de una semana tendrán a su disposición tanto los hombres como el dinero. El dinero se los regalo, a los hombres nomás se los presto. En cuanto los desocupen mándenmelos para acá. ¿Está bien así? 

-Pero cómo no. 

-Entonces hasta dentro de ocho días, señores. Y he tenido mucho gusto en conocerlos. 

-Sí -dijo el último en salir-. Acuérdese que, si no nos cumple, oirá hablar de Perseverancio, que así es mi nombre. 

Pedro Páramo se despidió de él dándole la mano.




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UM HOMEM CHAMADO de O Gago chegou à Media Luna e perguntou por Pedro Páramo. 

— Para que o senhor o solicita? 

— Quero faalar comcom ele. 

— Não está. 

— Diga aa ele, quanquando voltar, que venho da paparte de dom Fulgor. 

— Vou buscá-lo; mas espera umas tantas horas. 

— Diga a ele, é coooisa de urgência. 

— Vou dizer. 

O homem que era chamado de O Gago esperou em cima do cavalo. Passado um tempo, Pedro Páramo, que ele nunca tinha visto, postou-se à sua frente: 

— Em que posso servi-lo? 

— Preciso fafalar diretamente com o patrão. 

— Sou eu. O que você quer? 

— Popois é só issso. Mataram dom Fulgor Sesedano. Eu lhe fazia companhia. Tínhamos vindo pelos lalados dos “desaguadouros” para averiguar por que a água andava escasseando. E estatávamos nisso quanquando vimos uma manada de homens que saíram ao nosso encontro. E no meio daquela mulmultidão brobrotou uma voz que disse: “Esse aí eu coconheço. É o administrador da Memedia Luna.” 

“Nenem ligaram para mimim. Mas mandaram dom Fulgor largar o animal. Disseram que eram revolucionários. Que vinham atrás das terras do sinhô. ‘Cooorra!’ disseram a dom Fulgor. ‘Vai lá dizer ao seu patrão que nos encontraremos.’ E ele largou o animal e saiu chispando, apavorado. Não muito depressa poporque era muito pesado; mas correu. Mamataram ele correendo. Momorreu com uma pata papara cima e outra para baixo. 

“Então eu nenem meme mexi. Esperei até de noite e aqui estou para anunciar o que aconteceu.

— E está esperando o quê? Por que não se mexe logo? Vai lá e diz a esses fulanos que estou aqui para o que eles quiserem. Que venham tratar comigo. Mas antes dê uma volta por La Consagración. Você conhece o Sucuri? Ele vai estar por lá. Diga a ele que preciso vê-lo. E avisa a esses fulanos que espero por eles assim que tiverem um tempo disponível. Que joça de revolucionários são? 

— Nãnão sei. Eles é que se chamaram ansim. 

— Diga ao Sucuri que preciso dele aqui mais do que depressa. 

— Popode deixar, papatrão. 

Pedro Páramo tornou a se encerrar em seu escritório. Sentia-se velho e acabrunhado. Não se preocupava com Fulgor, que afinal de contas já estava “mais pra lá do que pra cá”. Havia dado de si tudo que tinha para dar; embora tenha sido muito serviçal, cada qual era cada um. “Seja como for, os ‘sucurizaços’ que esses loucos vão levar”, pensou. 

Pensava mais em Susana San Juan, metida sempre em seu quarto, dormindo, e quando não, era como se dormisse. Tinha passado a noite anterior em pé, recostado na parede, observando através da pálida luz do candeeiro o corpo de Susana em movimento; a cara suarenta, as mãos agitando os lençóis, amassando o travesseiro até fazê-lo em pedaços. 

Desde que tinha trazido Susana para morar aqui não sabia de outras noites passadas ao seu lado, a não ser aquelas noites doloridas, de interminável quietude. E se perguntava quando é que aquilo iria terminar. 

Esperava que alguma vez. Nada pode durar tanto, não existe nenhuma recordação que, por intensa que seja, não se apague. 

Se pelo menos tivesse sabido o que era aquilo que a maltratava por dentro, que fazia com que se debatesse insone, como se a despedaçassem. 

Ele achava que a conhecia. E mesmo se não fosse assim, será que não bastava saber que ela era a criatura mais amada por ele sobre a terra? E que além do mais — e isso era o mais importante — serviria para que ele se fosse da vida alumbrando-se com aquela imagem que apagaria todas as outras recordações. 

Mas qual era o mundo de Susana San Juan? Essa foi uma das coisas que Pedro Páramo jamais chegou a saber.


“MEU CORPO SENTIA-SE à vontade sobre o calor da areia. Tinha os olhos fechados, os braços abertos, as pernas desdobradas para a brisa do mar. E o mar ali em frente, distante, deixando apenas restos de espuma em meus pés, quando a maré subia...” 


— Agora sim é ela falando, Juan Preciado. Não se esqueça de me dizer o que ela diz. 

“... Era cedo. O mar corria e baixava em ondas. Soltava-se da sua espuma e ia embora, limpo, com sua água verde, em ondas caladas. 

“— No mar só sei me banhar nua — disse a ele. E ele me seguiu no primeiro dia, nu também, fosforescente ao sair do mar. Não havia gaivotas; só esses pássaros que chamam de ‘bicos feios’, esses tucanos grunhem como se roncassem e que depois que o sol sai desaparecem. Ele me seguiu no primeiro dia e sentiu-se só, apesar de eu estar ali. 

“— É como se você fosse um ‘bico feio’, um a mais entre todos — me disse. — Gosto mais de você nas noites, quando estamos os dois no mesmo travesseiro, debaixo dos lençóis, na escuridão. 

“E se foi.

“Eu voltei. Voltaria sempre. O mar molha meus tornozelos e vai embora; molha meus joelhos, minhas coxas; rodeia minha cintura com seu braço suave, dá voltas sobre meus seios; se abraça ao meu pescoço; aperta meus ombros. Então me afundo nele, inteira. E me entrego a ele em seu bater forte, em seu suave possuir, sem deixar pedaço. 

“— Gosto de tomar banho no mar — disse a ele. 

“Mas ele não entende. 

“E no outro dia estava outra vez no mar, me purificando. Entregando-me às suas ondas.”


EMPARDECENDO A TARDE, apareceram os homens. Vinham encarabinados e cruzados por cartucheiras. Eram cerca de vinte. Pedro Páramo convidou-os para jantar. E eles, sem tirar o chapéu, se acomodaram à mesa e esperaram calados. Só ouvimos eles sorverem o chocolate quando lhes trouxeram o chocolate, e mastigar tortilha atrás de tortilha quando lhes passaram as tortilhas e os feijões. 


Pedro Páramo os olhava. Não lhe parecia que fossem caras conhecidas. Bem atrás dele, na sombra, o Sucuri aguardava. 

— Patrões — disse a eles quando viu que acabavam de comer —, em que mais posso servi-los? 

— O senhor é o dono disso? — perguntou um deles abanando a mão. 

Mas outro o interrompeu dizendo: 

— Aqui, quem fala sou eu! 

— Pois bem. Em que posso servi-los? — tornou a perguntar Pedro Páramo. 

— Como o senhor está vendo, nós nos alçamos em armas. 

— E então? 

— E isso é tudo. Acha pouco? 

— Mas fizeram isso por quê? 

— Pois porque os outros também fizeram. O senhor não está sabendo? Espere um pouquinho até que cheguem nossas instruções e então vamos esclarecer a causa para o senhor. Mas para começar, já estamos aqui. 

— Eu sei a causa — disse outro. — E se o senhor quiser, eu conto. Nós nos rebelamos contra o governo e contra os senhores porque já estamos fartos de suportá-los. O governo porque é ordinário, e os senhores porque não passam de uns desavergonhados bandidos e uns ladrões sebentos. E do senhor governo não digo mais nada porque vamos dizer à bala o que queremos dizer. 

— De quanto vocês precisam para fazer a sua revolução? — perguntou Pedro Páramo. — Pode ser que eu possa ajudá-los. 

— O que o senhor aqui está dizendo está bem dito, Perseverando. Você não devia ter soltado a língua. Precisamos agenciar um rico que nos habilite, e quem mais melhor do que o senhor aqui presente? Vamos ver, Casildo, diga você: quanto acha que nos faz falta?

 — Pois que ele nos dê o que sua boa intenção quiser nos dar. 

— Esse aí ‘não daria água nem para o Cristo na cruz’. Vamos aproveitar que estamos aqui para tirar dele de uma vez até o milho que está entalado em seu bucho de porco. 

— Acalme-se, Perseverancio. Por bem se consegue melhor. Vamos entrar num acordo. Fale você, Casildo.

— Pois eu digo assim no cálculo que uns 20 mil pesos para começar não estariam mal. O que é que vocês acham? Ou pode até ser que a esse senhor aí isso pareça pouco, já que tem vontade de sobra de nos ajudar. Vamos dizer então 50 mil. De acordo? 


— Vou lhes dar 100 mil pesos — disse Pedro Páramo. — Quantos vocês são? 

— Nóis semu trezentos. 

— Bem. Pois vou lhes emprestar outros trezentos homens para que aumentem seu contingente. Dentro de uma semana terão à sua disposição tanto os homens como o dinheiro. O dinheiro é de presente, os homens eu empresto. Assim que os desocupem, que mandem todos de volta para cá. Está bem assim? 

— Mas como não? 

— Então, até daqui a oito dias, senhores. E tive muito prazer em conhecê-los. 

— Sim — disse o último a sair. — Lembre-se que, se não cumprir, vai ouvir falar de Perseverando, que é esse o meu nome. 

Pedro Páramo despediu-se, estendendo a mão.




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Rulfo, Juan Pedro Páramo / tradução e prefácio de Eric Nepomuceno. — Rio de Janeiro: BestBolso, 2008. Tradução de: Pedro Páramo ISBN 978-85-7799-116-7 1. Romance mexicano. I. Nepomuceno, Eric. II. Título

Pedro Páramo – Romance mais aclamado da literatura mexicana, Pedro Páramo é o primeiro de dois livros lançados em toda a vida de Juan Rulfo. O enredo, simples, trata da promessa feita por um filho à mãe moribunda, que lhe pede que saia em busca do pai, Pedro Páramo, um malvado lendário e assassino. Juan Preciado, o filho, não encontra pessoas, mas defuntos repletos de memórias, que lhe falam da crueldade implacável do pai. Vergonha é o que Juan sente. Alegoricamente, é o México ferido que grita suas chagas e suas revoluções, por meio de uma aldeia seca e vazia onde apenas os mortos sobrevivem para narrar os horrores da história. O realismo fantástico como hoje se conhece não teria existido sem Pedro Páramo; é dessa fonte que beberam o colombiano Gabriel Garcia Márquez e o peruano Mario Vargas Llosa, que também narram odisseias latino-americanas.


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Leia também:

26. Pedro Páramo: Era la medianoche y allá afuera el ruido del agua - Juan Rulfo

28. Pedro Páramo: -¿Quién crees tú que sea el jefe de éstos? - Juan Rulfo

Série: Bukowski 04

Queimando na Água, Afogando-se na Chama




e um sofá voou pela janela
uma parede chacoalhou feito areia molhada
o cara na cama
não se importou ou deu bola pra isso





amor


amor, ele disse, gás
me beije todo
beije meus lábios
beije meus cabelos
meus dedos
meus olhos meu cérebro
faça-me esquecer

amor, ele disse, gás
ele tinha um quarto no terceiro andar,
rejeitado por uma dúzia de mulheres
35 editores
e por meia dúzia de agências de serviços,
agora eu não estou dizendo que ele valesse alguma
coisa

ele abriu todas as bocas
sem acendê-las
e foi para cama

algumas horas depois um cara a caminho
do quarto 309
acendeu um charuto no
corredor

e um sofá voou pela janela
uma parede chacoalhou feito areia molhada
uma chama púrpura bailou doze metros no ar

o cara na cama
não se importou ou deu bola pra isso
mas eu precisava dizer 
que ele este muito bem
naquele dia






segunda-feira, 28 de novembro de 2016

100 Anos Com Samba - Tum, tum, tum... Adeus, Morena

Samba Chula de São Braz





Quando Dou Minha Risada - Há, Há O Rebolado que ela faz
Eu lhe falei você não quis acreditar Que a cachaça tá botando pra quebrar










01 - Samba, Cachaça e Viola
02 - Roça, Boi e Lobisomem
03 - Meu Amor já me chamou
04 - Capiná no Canaviá
05 - Maracangalha e Santo Amaro
06 - Viola meu bem
07 - Reza para Santo Antonio
08 - Tum, tum, tum
09 - Adeus Morena





domingo, 27 de novembro de 2016

Memórias Póstumas de Brás Cubas: A Borboleta Preta

Machado de Assis


Memórias Póstumas de Brás Cubas








CAPÍTULO XXXI / A BORBOLETA PRETA






Na dia seguinte, como eu estivesse a preparar-me para descer, entrou no meu quarto uma borboleta, tão negra como a outra, e muito maior do que ela. Lembrou-me o caso da véspera, e ri-me; entrei logo a pensar na filha de D. Eusébia, no susto que tivera, e na dignidade que, apesar dele, soube conservar. A borboleta, depois de esvoaçar muito em torno de mim, pousou-me na testa. Sacudi-a, ela foi pousar na vidraça; e, porque eu a sacudisse de novo, saiu dali e veio parar em cima de um velho retrato de meu pai. Era negra como a noite. O gesto brando com que, uma vez posta, começou a mover as asas, tinha um certo ar escarninho, que me aborreceu muito. Dei de ombros, saí do quarto; mas tornando lá, minutos depois, e achando-a ainda no mesmo lugar, senti um repelão dos nervos, lancei mão de uma toalha, bati-lhe e ela caiu. 


Não caiu morta; ainda torcia o corpo e movia as farpinhas da cabeça. Apiedei-me; tomei-a na palma da mão e fui depô-la no peitoril da janela. Era tarde; a infeliz expirou dentro de alguns segundos. Fiquei um pouco aborrecido, incomodado. 

— Também por que diabo não era ela azul? disse comigo. 

E esta reflexão, — uma das mais profundas que se tem feito, desde a invenção das borboletas, — me consolou do malefício, e me reconciliou comigo mesmo. Deixei-me estar a contemplar o cadáver, com alguma simpatia, confesso. Imaginei que ela saíra do mato, almoçada e feliz. A manhã era linda. Veio por ali fora, modesta e negra, espairecendo as suas borboletices, sob a vasta cúpula de um céu azul, que é sempre azul, para todas as asas. Passa pela minha janela, entra e dá comigo. Suponho que nunca teria visto um homem; não sabia, portanto, o que era o homem; descreveu infinitas voltas em torno do meu corpo, e viu que me movia, que tinha olhos, braços, pernas, um ar divino, uma estatura colossal. Então disse consigo: “Este é provavelmente o inventor das borboletas.” A ideia subjugou-a, aterrou-a; mas o medo, que é também sugestivo, insinuou-lhe que o melhor modo de agradar ao seu criador era beijá- lo na testa, e beijou-me na testa. Quando enxotada por mim, foi pousar na vidraça, viu dali o retrato de meu pai, e não é impossível que descobrisse meia verdade, a saber, que estava ali o pai do inventor das borboletas, e voou a pedir-lhe misericórdia. 

Pois um golpe de toalha rematou a aventura. Não lhe valeu a imensidade azul, nem a alegria das flores, nem a pompa das folhas verdes, contra uma toalha de rosto, dois palmos de linho cru. Vejam como é bom ser superior às borboletas! Porque, é justo dizê-lo, se ela fosse azul, ou cor de laranja, não teria mais segura a vida; não era impossível que eu a atravessasse com um alfinete, para recreio dos olhos. Não era. Esta última ideia restituiu-me a consolação; uni o dedo grande ao polegar, despedi um piparote e o cadáver caiu no jardim. Era tempo; aí vinham já as próvidas formigas... Não, volto à primeira ideia; creio que para ela era melhor ter nascido azul.




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Texto-fonte: 
Obra Completa, Machado de Assis, 
Rio de Janeiro: Editora Nova Aguilar, 1994. 


Publicado originalmente em folhetins, a partir de março de 1880, na Revista Brasileira.


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Leia também:

Memórias Póstumas de Brás Cubas: Capítulo XXX / A Flor da Moita


Memórias Póstumas de Brás Cubas: Capítulo XXXII / Coxa de Nascença


Série Jamais Vou Esquecer: Santana e Gato Barbieri

Europa




quando qualquer legenda é desnecessária














O Brasil nação - v1: § 12 – O partido português - Manoel Bomfim

Manoel Bomfim



O Brasil nação volume 1





PRIMEIRA PARTE
SEQUÊNCIAS HISTÓRICAS



capítulo 1 
os frutos do 7 de setembro




§ 12 – O partido português




Durante todo o reinado de Pedro I, houve, na política do Brasil, um partido português, e foi com a vitória ostensiva do brio brasileiro (garrafadas) contra os varapaus da portuguesada, que o filho de D. João VI foi obrigado a abandonar o Brasil, tendo compreendido que já não havia lugar a sua pessoa, quando a nação se impunha a tais estrangeiros inimigos. Ao retratar a situação política do Brasil, em 1824-25, Armitage põe em campo dois partidos, bem nítidos – absolutistas portugueses, e constitucionais, “que bem se podem denominar patriotas...”. Páginas adiante, ao analisar a situação política de Pedro I, em 1830, ele deixa a convicção de que ele bem pretendeu repetir o golpe ensaiado em 1823 – a reunião, e que, mais uma vez, teve de desistir, porque os seus não eram bastante fortes para garanti-lo. É nos dias em que Costa Carvalho (Montalegre) dá a fórmula: “O brasileiro é constitucional...” Muito depois, em 1861, Drumond dá a explicação de tudo: O lusitanismo triunfava mas não tinha a coragem de tentar o golpe: “O partido português, já que não podia ligar de novo o Brasil, queria que o Brasil fosse governado absolutamente por portugueses.” Veiga, do primeiro Reinado, chega a uma conclusão análoga: 

O elemento estrangeiro, português, assaz possante para perturbar a paz pública, e para comprometer ainda mais a já tão comprometida lealdade do imperador, era insuficiente e impotente para assegurar o êxito feliz e perdurável de qualquer empresa liberticida e antinacional (pág. 123). A retração covarde de 1831 demonstrou-o cabalmente. Contudo, era com eles, ostensivamente, que Pedro I governava o Brasil. José Bonifácio notava, indignado, nos dias de 1825 – que toda a diplomacia do Brasil estava em mão dos portugueses (Cartas Andradinas, pág. 42).

Desta sorte, a tradicional indisposição contra os reinóis se desenvolveu cada vez mais, à medida que a nação se sentia amesquinhada e sacrificada, sob os interesses portugueses. E vemos que na própria Bahia, onde era tão grande a influência deles, tanto pelo número, como pela riqueza, em 1826, há uma vigorosa reação contra o lusitanismo. O já citado Sr. Antonio Viana, hoje, sem outro intuito que uma elucidação histórica, vem a reconhecer que a permanência de Pedro I no Brasil só teve a significação de conservar o possível, das tradições do passado. Ora, esse passado é Portugal, a sua soberania, e os seus interesses. E tudo justifica o historiador português: todo o período de Pedro I foi o de um príncipe estrangeiro, governando despoticamente contra a nação brasileira. Lembrem-se as palavras de Armitage, e que se completam assim, nas mesmas páginas: “o que perdeu D. Pedro foi... nunca se ter constituído brasileiro... Na época da Independência, lisonjeou o espírito da nacionalidade nascente mas, depois, fez apelo a forças estrangeiras...” E acrescenta:

... o tratado de reconhecimento, a continuada ingerência nos negócios de Portugal... a nomeação de portugueses para os mais altos empregos do Estado, a apontada exclusão dos brasileiros natos, haviam suscitado a suspeita de que o próprio monarca era ainda português de coração... e que procurava apoio em um partido estrangeiro.66

Vemos então que, muito logicamente, ao voltar ao Brasil, em 1826, reintegrado na amizade e confiança do imperador, o conselho de José Bonifácio foi – Reconcilie-se V. M. com a nação

O Brasil de então, que apenas entrevira liberdade e soberania, não perdoava aos que, acolhendo-se nele, serviam para atormentá-lo, afastando-o sempre da sonhada liberdade. Justiniano da Rocha, que foi também da Assembleia oposicionista, dá a fórmula do caso: “Por mais liberal que seja um português na sua terra, no Brasil era profundamente corcunda” – absolutista e antinacional. Este jornalista, fervoroso liberal e nacionalista no primeiro reinado, entrado no ventre do bragantismo de Pedro II, feito, assim, esteio do partido conservador, e seu jornalista oficial, quando quis explicar a evolução que o trouxe ao conservadorismo, em proveito do bragantismo, é explícito: “No Brasil, o nacionalismo, opondo-se ao português, privilegiado, em vez de ser reacionário, retrógrado e conservador, teve que ser – democrata, progressista, mesmo em política econômica, porque eram eles os portugueses, os opressores políticos e econômicos”.67  Na voz de Custódio Dias (Assembleia de 1826), esses portugueses absolutistas eram: “os constantes inimigos do Brasil, três vezes levantados explicitamente contra a nacionalidade”. Sem temor de palavras, ele, Custodio Dias, ergue o epíteto com que pretendem diminuir a


66 Op. cit., pág. 206.

67 Ação, Reação, Transação, pág. 10.


câmara a que pertence, chamando-a de jacobina e sediciosa... Vemos assim como nasceu a aliança jacobino-nacionalista... O francês Ch. Reynaut, pena a serviço do segundo reinado, se de passagem se refere a esse período de Pedro I, não tem meios de esconder a verdade: “A assistência sinistra do partido português, que se dizia protegido pelo príncipe, e porque a ordem pública era perturbada por causa dos portugueses, elevou ao maior grau a impopularidade de D. Pedro”. 

Foi a coisa a ponto que a portuguesada quis ostentar a proteção que recebia, e o apoio que dava. O Imparcial, órgão dos Portugueses, arrotou: “A quase totalidade dos brasileiros naturalizados (leia-se portugueses), e dos estrangeiros, ligam seus interesses a S. M. Imperial, quer ela seja constitucional, quer não”. Nem água, faria mais claro. Até o Sr. Pereira da Silva teve de marcar os portugueses como facção absolutista e antinacional: “... liberais e constitucionais eram em geral todos os cidadãos nascidos no Brasil...” Em seguida, ele fez a sua zumbaia com o pretender que não havia mais republicanos e eram todos dedicados à monarquia com o Bragança, para imediatamente, assinalar: “Existiam absolutistas... a maior força desse partido fundava-se em portugueses de nascimento”.68  A luta que se travou, e que tanto se desenvolveu, entre a Câmara de 1826 e o Senado vitalício, foi, de fato, pelo motivo de que aquela era brasileira, ao passo que este, o Senado dos corcundas e marqueses, era pelo príncipe: “... as eminências dos poderes públicos durante o reinado de Pedro I eram, com raras exceções, restos da disforme, anacrônica e imprestável mobília dos palácios de D. João VI, os carcomidos cangaços do antigo, velho, cruel e ridículo absolutismo português”. Isto se escrevia, ainda com paixão, em 1876. Iam-se os anos, e a situação se agravava. O ministério dos fins do ano de 1830 causou profunda e explícita


68 Segundo Período, págs. 21 e 22.


irritação no público brasileiro – por ser ostensivamente composto de portugueses natos. Então, como sempre, o Bragança transigiu, livre de voltar, em melhor situação, a sua política lusitana:

A falta de popularidade do ministério cresceu a ponto de decidir-se o imperador, no princípio de dezembro (de 1830), a demiti-lo e a substituí-lo por outro composto exclusivamente de brasileiros natos. Clemente Pereira, um dos últimos ministros, era português por nascimento, e a essa circunstância atribuía-se principalmente a conservação da tropa estrangeira, a nomeação de portugueses anticonstitucionais para os empregos públicos, com exclusão dos brasileiros, e a suspeitada coalisão entre o ministério e o gabinete secreto de São Cristóvão.69

O novo ministério foi o de Caldeira Brand (Barbacena), despejado, meses depois, sob a formal acusação de malversão dos dinheiros públicos. Tratava-se do próprio caso do empréstimo, comissão e emprego, em que Pedro I fora sócio. Barbacena retrucou, pois, que tinha segredos a revelar; o outro engoliu a resposta, e tudo só serviu para mais emporcalhar uma política já de si turva, maléfica e nauseante. E como o Brasil era uma realidade, chegaram as coisas ao extremo de tornar necessário desembaraçar explicitamente a nacionalidade da peçonha que a mortificava: depois de nove anos de vida como nação soberana, o Brasil teve de emancipar-se, ainda, à custa de uma crise em guerra civil, e que foi, de fato, de brasileiros contra o lusitanismo renitente. São os sucessos imediatos para o desfecho de 7 de abril de 1831. 

Desses acontecimentos, devem ser retidos, para especial contemplação, as três ordens de fatos: os termos da representação


69 Armitage, op. cit., pág. 189.


levada a Pedro I pelos vinte e três deputados e um senador; o motivo da maior irritação na portuguesada que, entre berros e arrotos festejava o seu imperador; e o recuo covarde das mesmas hostes de varapaus, quando viram os brasileiros em forma, e unidos no laço, como vieram irmanar-se para enfrentá-los. Dizia a representação:

... Senhor, à sombra do vosso Augusto nome, continuam (os portugueses) na execução dos seus tenebrosos planos; os ultrajes crescem, a nacionalidade sofre, e nenhum povo tolera, sem resistir, quando o estrangeiro venha impor-lhe no seu próprio país um jugo ignominioso. De estrangeiros que se honram de ser vassalos de D. Miguel; e de outros súditos de D. Maria II; nós vimos e ouvimos cobrir de baldões o nome brasileiro... Os atentados, contra os quais os abaixo assinados representam, importarão numa declaração de guerra ao povo brasileiro, de que lhe cumpre vingar ele mesmo, por todos os meios, a sua honra e brio, tão indignamente maculados... A ordem pública, o repouso do Estado, o trono mesmo, tudo está ameaçado, se a representação... não for atendida...

E o que se assentava no trono, sem valor real para sair-se dos próprios lances da aventura em que se metera, deu-se por vencido sem arriscar-se aos transes de luta efetiva.70  Com isto, sumiram-se,

70 Não pareça exagero o julgamento sobre o comportamento de Pedro I quando teve de enfrentar a reação brasileira de 1831. Daiser, austríaco, legitimista, que aqui estava e pôde conhecê-lo, aprecia-o em traços inconfundíveis: “... ele, unicamente ele, é a causa da sua desgraça, da sua família, e do país, cujos destinos lhe foram confiados. Que papel teria podido representar com um pouco de prudência, de boa-fé e de força de caráter? De que maneira miserável deixou, abandonou o teatro, no qual só mostrou a incapacidade de nele continuar a aparecer!... D. Pedro tinha uma singular predileção pelos maus e gostava de zombar dos bons; se por acaso acreditava num (bom) podia-se ficar certo de que meditava já o meio de paralisar-lhe a ação... Foi traído, eis a grande palavra com que procuram explicar o último mês do seu reinado. Mas o seu reinado compõe-se de anos, e o último mês é apenas o consectário dos precedentes. Foi abandonado antes do que traído; há alguns anos já a maioria da nação fora induzida a separar-se dele; declaram-no abertamente... D. Pedro nunca teve força bastante para conceber um golpe de Estado, para assumir toda a responsabilidade de um governo... Mas entrincheirado por trás da sua irresponsabilidade, comprazia-se em fazer intrigas, em pôr travas na marcha do governo, em mudar de ministérios, em associar-se às malversações deles, em abandoná-los... no intuito de lavar-se e tornar-se popular... Enquanto tremiam em São Cristóvão, a covardia prevaleceu na Quinta e a coroa perdeu-se... A bordo do Warspite perdeu o pouco de prestígio que ainda o rodeava; não há oficial subalterno que não se tenha indignado com o seu proceder. Quando Rio Pardo, seu antigo ministro da guerra e ajudante-general, fiel até o último momento, e que teve de fugir, porque a sua vida corria perigo, chegou a bordo, D. Pedro soltou grandes gargalhadas e caçoou do fugitivo... A Paranaguá – que queria voltar também para Portugal: “Proíbolhe que faça isto, antes da minha filha estar estabelecida no trono...” – “Mas, meu senhor, que quer que eu faça: tenho ali uma aposentadoria...” – “Faça o que quiser; não é da minha conta: porque não roubou como Barbacena?...” – À Imperatriz, que pedia auxílio para alguns dos seus, disse bastante alto, para que os assistentes ouvissem: “Impossível, não posso fazer nada; nosso casamento só me tem custado dinheiro, e é tudo quanto dele tenho agora...” O imperador leva a ideia de escrever as memórias... haverá algumas verdades, muitas mentiras e fanfarrices... Os pontapés que deu na primeira Imperatriz antes de partir, em 1826, é que apressaram a morte dessa soberana... Neste momento (26 de abril) já poucos se ocupam de D. Pedro I... 

no momento, as veleidades do portuguesismo ostensivo. Partiram os Oliveira Alvares, para continuar a ser português, lá, como já haviam partido os Lapas, Chalaças, e até o Gameiro. Em troca de toda essa boa gente que, com o filho de Carlota Joaquina restituímos a Portugal, recebemos Varnhagem para vir fazer a consagração dos José Clemente, Niemayer, Andreas, Barbudas, Silva Coutinho, Assis Mascarenhas, Vieira de Carvalho, e todo aquele precário de inventário que nos ficou, e para o qual foi bem magra compensação o liberalismo pesadamente sensato de Vergueiro, que só emergiu porque era absoluta a baixa-mar. Sobre a vasa dos 15.000 despejados das naus fujonas de 1808, qualquer estatura de homem devia aparecer; mas foram os parasitas imundos que ganharam a partida. Como legítima vermina proliferaram tanto que, se voltam 4.000 em torno do lorpa asqueroso e mau, não chega a haver diferença de nível no Estado que aqui se implantara, e o Brasil ficou pertencendo, e por longos anos pertencerá, a esses brasileiros de D. João VI, em quem a nacionalidade é iludida, mascarada, traída, deturpada, para miséria do que tem sido sempre a política brasileira. Sinistra vitória do bragantismo, não inscrita nas páginas de desinteressantes mentiras da nossa história, mas que um João Ribeiro soube lobrigar:

... sempre houve nos nossos movimentos de emancipação política, duas correntes liberais separadas: uma dos mamelucos que desde o século XVII almeja em suas revoluções a república, o federalismo e mesmo o abolicionismo; outra da sociedade colonial, latina e portuguesa, que fez o constitucionalismo, o império, e com ele a centralização...




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"Morreu no Rio aos 64 anos, em 1932, deixando-nos como legado frases, que infelizmente, ainda ecoam como válidas: 'Somos uma nação ineducada, conduzida por um Estado pervertido. Ineducada, a nação se anula; representada por um Estado pervertido, a nação se degrada'. As lições que nos são ministradas em O Brasil nação ainda se fazem eternas. Torcemos para que um dia caduquem. E que o novo Brasil sonhado por Bomfim se torne realidade."

Cecília Costa Junqueira



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O Brasil nação: vol. I / Manoel Bomfim. – 1. ed. – Rio de Janeiro: Fundação Darcy Ribeiro, 2013. 332 p.; 21 cm. – (Coleção biblioteca básica brasileira; 35).


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Download Acesse:

http://www.fundar.org.br/bbb/index.php/project/o-brasil-nacao-vol-i-manoel-bonfim/


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Leia também:

O Brasil nação - v1: § 11 – D. Pedro IV - Manoel Bomfim

O Brasil nação - v1: § 13 – O Brasil constitucional de Pedro I - Manoel Bomfim

Série Filho do Pai e Pai do Filho: E vamos à luta

Gonzaguinha




Eu ponho fé É na fé da moçada Que não foge da fera E enfrenta o leão










E Vamos À Luta



Eu acredito
É na rapaziada
Que segue em frente
E segura o rojão
Eu ponho fé
É na fé da moçada
Que não foge da fera
E enfrenta o leão
Eu vou à luta
É com essa juventude
Que não corre da raia
À troco de nada
Eu vou no bloco
Dessa mocidade
Que não tá na saudade
E constrói
A manhã desejada...(2x)

Aquele que sabe que é negro
O coro da gente
E segura a batida da vida
O ano inteiro
Aquele que sabe o sufoco
De um jogo tão duro
E apesar dos pesares
Ainda se orgulha
De ser brasileiro
Aquele que sai da batalha
Entra no botequim
Pede uma cerva gelada
E agita na mesa
Uma batucada
Aquele que manda o pagode
E sacode a poeira
Suada da luta
E faz a brincadeira
Pois o resto é besteira
E nós estamos pelaí...

Acredito
É na rapaziada
Que segue em frente
E segura o rojão
Eu ponho fé
É na fé da moçada
Que não foge da fera
E enfrenta o leão
Eu vou à luta
É com essa juventude
Que não corre da raia
À troco de nada
Eu vou no bloco
Dessa mocidade
Que não tá na saudade
E constrói
A manhã desejada...

Aquele que sabe que é negro
O coro da gente
E segura a batida da vida
O ano inteiro
Aquele que sabe o sufoco
De um jogo tão duro
E apesar dos pesares
Ainda se orgulha
De ser brasileiro
Aquele que sai da batalha
Entra no botequim
Pede uma cerva gelada
E agita na mesa logo
Uma batucada
Aquele que manda o pagode
E sacode a poeira
Suada da luta
E faz a brincadeira
Pois o resto é besteira
E nós estamos pelaí
Eu acredito
É na rapaziada!



Composição: Luiz Gonzaga


sábado, 26 de novembro de 2016

Cinema no Sábado 07: Auto-ajuda - Esse cinema de encontros e desencontros

Temas





é uma promessa do que vai acontecer, e já está no ar





Un homme et une femme (1966)







Um Homem, uma Mulher/Um Homme et Une Femme


De Claude Lelouch, França, 1966
Com Anouk Aimée, Jean-Louis Trintignant, Pierre Barouh, Valerie Legrange. Antoine Sire, Soud Amidou
Argumento e roteiro Pierre Uytterhoeven e Claude Lelouch
Fotografia Claude Lelouch
Música Francis Lai, letras Pierre Barouh
Produção Films 13, Claude Lelouch, distribuição Warner Bros.
Cor e P&B, 103 min





Um Homem e Uma Mulher | Trailer Original




50 Anos de Filmes


Texto de Valdir Sanches, convidado especial. * Um homem e seu cachorro caminhando pelo cais sob um tempo feio, o mar cinza, a névoa escondendo o céu, valorizam tremendamente uma cena… de amor. É que Anne e Jean-Louis estão de tal forma apaixonados, que vêem uma beleza muito especial no andar daquele homem, com seu cão.

Claude Lelouch disse que o mau tempo é um dos atores do filme. Mas há outro, se assim se pode dizer: a recorrência das cenas em preto-e-branco. Com estes dois elementos, o diretor consegue criar uma atmosfera intimista, em cenas de grande sensibilidade, durante vários momentos do filme. Não em todos, porque ele joga também com a cor, para mostrar a realidade crua, sem nenhum enquadramento ou recurso especiais, em situações de flashback – quando revela o passado do casal da trama. É verdade que na cor estão também cenas inesquecíveis, com o mar como cenário. Mas é só no preto-e-branco que a magia acontece.

Anouk Amée talvez esteja perfeita em qualquer outro filme, mas neste, além disso, o papel lhe cai à medida. Deu uma Anne sóbria, um pouco ensismemada, mas sobretudo bela. Ela perde o trem para Paris, quando visita sua filha pequena num internato de Deauville (não por acaso uma cidade costeira). Ocorre que Jean-Louis (também muito bem feito por Jean-Louis Trintignant), veio visitar o filho no mesmo internato, e está voltando para a capital, em seu carro – um Mustang vermelho, ícone da geração dos anos 1960, quando o filme foi rodado. A diretora do internato ajeita uma carona…

Duas pessoas – um homem e uma mulher – iniciam, no carro em movimento, o diálogo reticente dos que acabam de se conhecer. O que eles dizem, nesse primeiro momento, não é passado para o espectador. Em lugar das vozes, surgem os primeiros acordes – mas só eles – da música tema. É uma promessa do que vai acontecer, e já está no ar.

O Mustang vermelho segue pela estrada molhada, e a conversa (agora audível) evolui. Assistimos a tudo através do pára-brisa, em muitos momentos com o rosto dos personagens borrados pela chuva e pelo movimento do limpador. Anne é roteirista de cinema. E Jean-Luis, o que faz? Piloto de carro de corrida. A atmosfera intimista é invadida pela cor, pelo ronco dos motores e a alta velocidade do carro que ele está testando. Voltam o preto-e-branco, a chuva no pára-brisa. Anne é casada? Sim. O marido surge em cor, se arriscando como dublê de cinema.

Presente, passado, preto-e-branco, cor. Vemos que o marido morre na filmagem de uma explosão. Anne afinal não é casada, mas viúva. À porta da casa dela, os dois recém conhecidos se despedem (preto-e-branco…) e marcam novo encontro, para visitar os filhos.

Na nova visita às crianças, o diretor cria momentos enternecedores para mostrar a paixão envolvendo crescentemente os pais delas. Um almoço “em família”, as crianças correndo pela praia, de cores desbotadas pelo mau tempo. Um passeio de barco embalado pela atmosfera nostálgica do dia chuvoso e pela bela música de Francis Lai, o autor da trilha sonora.

Mas eis o carro de novo na estrada para Paris. Desta vez estamos dentro dele, e vemos Jean-Louis mudar a marcha e pousar sua mão sobre a de Anne – o primeiro gesto explícito do romance. Ela reage. “Você não me falou sobre sua mulher”. Cor: uma loira (em tudo diferente de Anne) preocupada com o marido, que vai correr as 24 Horas de Le Mans. Ele se acidenta gravemente. Ela se desespera, se suicida. Preto-e-branco: Jean-Louis se despede de Anne. Conta-lhe que vai disputar o rally de Monte Carlo.

Claude Lelouch participou da corrida para gravar cenas reais. Anne espera ansiosamente, em Paris. Mas desta vez, nada acontece a Jean-Louis. Ele recebe um telegrama dela (“Eu te amo”), viaja uma noite inteira no carro do rally (um Mustang branco, sujo e com seu número de corredor na porta) e chega de surpresa à praia, onde Anne e as duas crianças passeiam. Nestes momentos, o tema Um Homem, Uma Mulher toca inteiro…

Num documentário sobre o filme, o diretor diz que sua obra é “entrecortada”, pois filmou cerca de 3.500 planos. A modernização da película permitiu-lhe agilidade para gravar até cem planos em um dia. Algo inteiramente novo, distante da realidade anterior, em que se levavam horas para ajustar um plano. Em Um Homem, Uma Mulher, o ajuste durava 15 minutos e começavam a filmar. “Filmamos direto, somos mais repórteres do que um equipe de cineastas”, disse Lelouch durante a filmagem. Prova disso é que em muitos momentos ele próprio empunhou a câmera.

O filme ganhou o Oscar de melhor filme estrangeiro e melhor roteiro original, e a Palma de Ouro em Cannes. A música tema ficou conhecida no mundo todo.








Love Story (1970)







Dirigido por:Arthur Hiller
Realizado em: Dec 16, 1970
Duração: 99 Min
Genero: Drama / Romance
Artistas: Ali MacGraw / Ryan O'Neal / John Marley / Ray Milland / Russell Nype / Katharine Balfour / Sydney Walker / Robert Modica / Walker Daniels / Tommy Lee Jones / John Merensky / Andrew Duncan / Charlotte Ford / Sudie Bond / Julie Garfield






Love Story (1970) - Official Trailer








O que acharia se eu dissesse que acho que estou apaixonado por você?










100 Anos Com Samba - Dalva, Aê madama de roda de raiz da Bahia

Dona Dalva Damiana






Aê madama, Embarca, Meu bem, embarca que o vapor já vai largar. Marido, eu vou pra o samba. Mulher eu lá não vou...











CD de samba de roda de Cachoeira de Dona Dalva Damiana.

00:00 - Quero ver você sambar, ô crioula.
02:33 - Aê madama.
03:51 - Embarca, Meu bem, embarca que o vapor já vai largar.
O samba é de Cachoeira, eu sou Sambarista...
07:22 - Cachoeira, meu Deus.
09:26 - Papai Nicolau tirador de cipó.
Eu também sei tirar da cabeça o nó.
Em nome do Pai e do filho também, bota a mão nas cadeiras, eu quero ver rebulir.
- Não bulo. -
Faz o favor de bulir...
- Não bulo.
- Faz o favor de bulir...
13:07 - Venha cá como quiser oh! Jiló! Jiló,oh! Jiló.
Como quiser venha cá oh! Jiló! Jiló, oh! Jiló.
Eu plantei Jiló.
Não pegou.
A chuva caiu, rebentou.
Cortei miudinho, botei na panela.
Pensei que era jiló e jiló é berinjela. (RECOMENDO OUVIR).
16:35 - Eu pesquei mas não sabia...
19:08 - Leva eu chofer, é hora do carro parar.
Tava na beira da linha, medindo farinha pro carro levar.
21:51 - Quem te ensinou a nadar?
24:49 - Mas graças a Deus que as coisas melhorou.
As festas em Cachoeira, todas elas levantou.
Veio o Patrimônio consertando os bangalôs, me traga de volta o trem, me traga de volta vapor.
Nossa Cachoeira é bela, é joia, diamante, só falta voltar agora à festa dos Navegantes.
28:13 - Imperador, ô ô imperador... 13 de Maio demorou mas já chegou.
31:14 - Fui no mato fazer manobra, pegar carango, lagartixa e cobra... (RECOMENDO OUVIR).
34:09 - Maria Tereza, toma lá teu pedaço.
Todo mundo tomou, tomou, mas não teve embaraço.
O embaraço que eu tive foi não ter meu dinheiro para comprar uma fita, uma fita para amarrar seus cabelos.
36:57 - - Marido, eu vou pra o samba.
- Mulher eu lá não vou...
Se eu gostasse de zuada trabalhava num trator.
Não vá que eu lá não vou. (RECOMENDO OUVIR).
39:11 - Seu sabiá, bem-te-vi não tem coroa.
Eu vou sambar na casa de gente boa. (RECOMENDO OUVIR).






Dom Casmurro: Sou Homem!

Machado de Assis

Dom Casmurro





CAPÍTULO XXXIV
SOU HOMEM!



Ouvimos passos no corredor; era D. Fortunata. Capitu compôs-se depressa, tão depressa que, quando a mãe apontou à porta, ela abanava a cabeça e ria. Nenhum laivo amarelo, nenhuma contração de acanhamento, um riso espontâneo e claro, que ela explicou por estas palavras alegres: 

— Mamãe, olhe como este senhor cabeleireiro me penteou; pediu-me para acabar o penteado, e fez isto. Veja que tranças! 

— Que tem? acudiu a mãe, transbordando de benevolência . Está muito bem, ninguém dirá que é de pessoa que não sabe pentear. 

— O que, mamãe? Isto? redarguiu Capitu, desfazendo as tranças. Ora, mamãe! 

E com um enfadamento gracioso e voluntário que às vezes tinha, pegou do pente e alisou os cabelos para renovar o penteado. D. Fortunata chamou-lhe tonta, e disse-me que não fizesse caso, não era nada, maluquices da filha. Olhava com ternura para mim e para ela. Depois, parece-me que desconfiou. Vendo-me calado, enfiado, cosido à parede, achou talvez que houvera entre nós algo mais que penteado, e sorriu por dissimulação... 

Como eu quisesse falar também para disfarçar o meu estado, chamei algumas palavras cá de dentro, e elas acudiram de pronto, mas de atropelo, e encheram-me a boca sem poder sair nenhuma. O beijo de Capitu fechava-me os lábios. Uma exclamação, um simples artigo, por mais que investissem com força, não logravam romper de dentro. E todas as palavras recolheram-se ao coração, murmurando: "Eis aqui um que não fará grande carreira no mundo, por menos que as emoções o dominem..." 

Assim, apanhados pela mãe, éramos dois e contrários, ela encobrindo com a palavra o que eu publicava pelo silêncio. D. Fortunata tirou-me daquela hesitação, dizendo que minha mãe me mandara chamar para a lição de latim; o Padre Cabral estava à minha espera. Era uma saída; despedi-me e enfiei pelo corredor. Andando, ouvi que a mãe censurava as maneira da filha, mas a filha não dizia nada. 

Corri ao meu quarto, peguei dos livros, mas não passei à sala da lição; sentei-me na cama, recordando o penteado e o resto. Tinha estremeções, tinha uns esquecimentos em que perdia a consciência de mim e das coisas que me rodeavam, para viver não sei onde nem como. E tornava a mim, e via a cama, as paredes, os livros, o chão, ouvia algum som de fora, vago, próximo ou remoto, e logo perdia tudo para sentir somente os beiços de Capitu... Sentia-os estirados, embaixo dos meus, igualmente esticados para os dela, e unindo-se uns aos outros. De repente, sem querer, sem pensar, saiu-me da boca esta palavra de orgulho: 

— Sou homem! 

Supus que me tivessem ouvido, porque a palavra saiu em voz alta, e corri à porta da alcova. Não havia ninguém fora. Voltei para dentro e, baixinho, repeti que era homem. Ainda agora tenho o eco aos meus ouvidos. O gosto que isto me deu foi enorme. Colombo não o teve maior, descobrindo a América, e perdoai a banalidade em favor do cabimento; com efeito, há em cada adolescente um mundo encoberto, um almirante e um Sol de outubro. Fiz outros achados mais tarde; nenhum me deslumbrou tanto. A denúncia de José Dias alvoroçara-me, a lição do velho coqueiro também, a vista dos nossos nomes abertos por ela no muro do quintal deu-me grande abalo, como vistes; nada disso valeu a sensação do beijo. Podiam ser mentira ou ilusão. Sendo verdade, eram os ossos da verdade, não eram a carne e o sangue dela. As próprias mãos, tocadas, apertadas, como que fundidas, não podiam dizer tudo. 

— Sou homem! 

Quando repeti isto, pela terceira vez, pensei no seminário, mas como se pensa em perigo que passou, um mal abortado, um pesadelo extinto; todos os meus nervos me disseram que homens não são padres. O sangue era da mesma opinião. Outra vez senti os beiços de Capitu. Talvez abuso um pouco das reminiscências osculares; mas a saudade é isto mesmo; é o passar e repassar das memórias antigas. Ora, de todas as daquele tempo creio que a mais doce é esta, a mais nova, a mais compreensiva, a que inteiramente me revelou a mim mesmo. Outras tenho, vastas e numerosas, doces também, de vária espécie, muitas intelectuais, igualmente intensas. Grande homem que fosse, a recordação era menor que esta.





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Texto de referência:

Obras Completas de Machado de Assis, vol. I,
Nova Aguilar, Rio de Janeiro, 1994.

Publicado originalmente pela Editora Garnier, Rio de Janeiro, 1899.

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Leia também:

Dom Casmurro: Capítulo XXXIII / O Penteado

Dom Casmurro: Capítulo XXXV / Protonotário Apostólico

sexta-feira, 25 de novembro de 2016

11. O Guardador de Rebanhos - Aquela Senhora tem um Piano - Alberto Caeiro

Fernando Pessoa





XI - Aquela Senhora tem um Piano




Aquela senhora tem um piano 
Que é agradável mas não é o correr dos rios 
Nem o murmúrio que as árvores fazem ...

Para que é preciso ter um piano? 
O melhor é ter ouvidos 
E amar a Natureza.






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O Guardador de Rebanhos
Alberto Caeiro (heterônimo de Fernando Pessoa)
(Fonte: http://www.cfh.ufsc.br/~magno/guardador.htm)


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Leia também:

10. O Guardador de Rebanhos - Olá, Guardador de Rebanhos - Alberto Caeiro

12. O Guardador de Rebanhos - XII - Os Pastores de Virgílio - Alberto Caeiro



quinta-feira, 24 de novembro de 2016

O Brasil nação - v1: § 11 – D. Pedro IV - Manoel Bomfim

Manoel Bomfim



O Brasil nação volume 1





PRIMEIRA PARTE
SEQUÊNCIAS HISTÓRICAS



capítulo 1 
os frutos do 7 de setembro




§ 11 – D. Pedro IV




O Sr. Oliveira Lima mostra acreditar que Pedro I estava disposto, em 1826, a ser bicoroado: “por que não continuariam as coisas (o reinado de D. João VI, no Brasil) com a simples mudança do título de rei para o de imperador?”59  É, essa, uma conclusão que se impõe – para dar expressão a lógica do tratado. D. João VI fez as coisas muito bem, na carta régia: elevou o Brasil a Império, tomou o título de imperador, e cedeu-o ao filho e sucessor, nessa mesma qualidade de legítimo imperador... Tanto vale dizer: o intuito definido na carta régia era reunir o Brasil a Portugal. Por isso mesmo, ocultaram-na dos brasileiros. Em toda ela, já se trata do Império reconhecido como formalmente unido a Portugal: 

...o título de príncipe ou Princesa imperial do Brasil e real de Portugal e Algarves será conferido ao príncipe ou Princesa herdeiro ou herdeira das duas coroas imperial e real... Os naturais do reino de Portugal e seus domínios serão considerados, no Império do Brasil, como brasileiros e os naturais do Império do Brasil, no Reino de Portugal e seus domínios, como portugueses.

Neste conforme, extinto D. João VI, seguiram-se as coisas, em Portugal, muito logicamente – como se D. Pedro tivesse de ser (e o foi) o novo rei, o D. Pedro IV da série:


59 Reconhecimento, pág. 128.


A Regência (instituída por ocasião da morte de D. João VI), considerando que seria mais consentâneo com os interesses de Portugal a conservação das duas coroas na linha primogênita da Casa Real de Bragança, contando com o auxílio do gabinete inglês, decidiu-se a proclamar D. Pedro rei de Portugal.60

De acordo com Stuart, o imperador do Brasil empossou-se na coroa de Portugal, se bem que, sempre acovardado em face das reivindicações brasileiras, logo abdicou em favor da filha, então de 9 anos. Foi rei de Portugal, para deixar de ser; deixou de ser, para continuar reinando sobre Portugal. A abdicação, ele a fez na qualidade de dinasta de um país estrangeiro, e, abdicando, ele continuou, de fato, e de direito, rei de Portugal, pois que continuou a dirigir os negócios dali, pois que fizera a abdicação dependendo de condições que só se realizariam mais tarde – casamento da filha com D. Miguel, aceitação definitiva da constituição portuguesa por parte deste, condições que nunca se realizaram. E, assim, ele foi sempre – rei de Portugal: “D. Pedro, não obstante a sua abdicação, continuava a proceder como se nas mesmas mãos estivesse à administração daquele reino, e a do Brasil. Em todos os despachos relativos a administração de Portugal, sua majestade conservou o estilo de um monarca, e continuou a assinar-se D. Pedro IV”.61  Na lógica desse proceder, D. Pedro IV anulou, acintosamente, a deputação enviada pela Regência de Portugal, para ajustar os negócios do reino. Deu-se, porém, que, nem o ministério da infanta regente concordou com os atos e decisões de D. Pedro

60 Armitage, op. cit., pág. 110. 
61 Armitage, op. cit., pág. 141. O historiador, que foi, no caso, um simples anotador do que via, consigna muitas providências, em negócios privativos de Portugal, custeadas pelos cofres do Brasil, assim como muitos atos de suma importância, na vida de Portugal, e que eram decididos por D. Pedro, sem ser ouvido o Conselho de Portugal.


IV, a quem reconhecia como rei, nem D. Miguel aquiesceu em vir ao Brasil, ser prisioneiro do respectivo imperador, e, diante de vontades que ostensivamente afrontavam a sua, D. Pedro, como sempre, se dobrou: mais uma vez abdicou absolutamente, e sem mais condições, à coroa de Portugal, nomeando o irmão revel – seu lugar-tenente regente de Portugal.62  Desta sorte, tomado pelos negócios do seu reino europeu, assoberbado por dificuldades de lá, decidiu-se o imperador do Brasil a sacrificar as suas pretensões no Prata, e tratou de fazer pazes, fossem quais fossem. O inglês interveio, para aproveitar o que pudesse da emergência, e, assim, foi definitivamente abandonada a Cisplatina, ao mesmo tempo que se realizava a paz com a Argentina. 

Finalmente, a insânia grosseira e feroz de D. Miguel se declara numa revolução absolutista, e que era, de fato, contra o irmão – a querer fixar na cabeça da filha a coroa de Portugal. Com isso, D. Pedro que, no Brasil constitucional, nunca fora senão monarca absolutista, apareceu, mais uma vez, a explorar a bandeira constitucional, defendendo, em nome da constituição do Chalaça, o trono de D. Maria, contra as pretensões do irmão. Desde os primeiros momentos da contenda,

os periódicos ministeriais do Rio de Janeiro tornaram-se suspeitosamente constitucionais em suas teorias, e principiaram a preparar gradualmente o público para ver o Brasil envolvido na contenda da sucessão portuguesa... A toda essa interferência os liberais (brasileiros) opunham-se inflexivelmente.63
 

62 O. Lima (Reconhecimento, pág. 9), deixa patente que o governo do imperador, em 1824, teria entregue ao governo inglês o Tenente Taylor, se a exigência fosse formal... 

63 Armitage, op. cit., págs. 169 e 195 – Foi em atenção a esses intuitos que Itabaiana (Gameiro) teve ordens de suspender o serviço do empréstimo português (tratado de Reconhecimento), para aplicar as respectivas importâncias em manter os emigrados portugueses, na Inglaterra, e na compra de armas e navios, quando se preparava a expedição que, depois, foi inutilizada pelo governo inglês. Chegou a coisa a ponto que ante as reclamações do gabinete de Londres, foi demitido o mesmo Itabaiana. A providência não alterou a essência do proceder de Pedro I. O seu representante, e muito amigo, então, e general diplomata Barbacena, representante do governo brasileiro, continuou a fazer as finanças da revolução pro-D. Maria II de Portugal. A esse propósito, afirma Drumond que Barbacena fora sócio de Pedro I nas negociatas dos empréstimos; mas como Barbacena era um homem, fez frente às insídias dele e arrostou corajosamente a sua inimizade.


O próprio governo inglês estranhou a obstinação do imperador em governar o reino, de cuja coroa abdicara, e lho disse explicitamente, na nota apresentada por Lord Aberdeen, sendo primeiro ministro o Welington: “Todos os males de Portugal – perturbações de 1828, só devem ser atribuídos à falta de uma política franca, coerente e reta, da parte do governo do Brasil”, consigna a mesma nota. É que o gabinete de Londres estava fatigado dos efeitos dessa política de Pedro I, quando pretendia fazer da Inglaterra o centro dos recursos para combater o governo de D. Miguel. 

Era, toda essa política imperial, uma serie de dificuldades e ônus criados para o Brasil, sem que os brasileiros pudessem conhecer-lhes os intuitos, e, muitas vezes, nem os processos:

Todos aqueles negócios eram um enigma para os brasileiros, e assim teriam continuado, se o Marquês de Barbacena, em extremo irritado com o decreto que parecia acusá-lo de fraudulento e falsário, não publicasse uma exposição de todas as transações. Com esta publicação, apareceram, também, o extrato de cartas, que D. Pedro de certo, nunca pensou que chegassem ao conhecimento de mais ninguém: tornaram-se, portanto, irreconciliáveis, inimigos.64

Pedro I desistiu, finalmente, de ser IV de Portugal, isto é, não teve coragem de fazer a reunião em 1827, como o não tivera em

64 Armitage, op. cit., págs. 195 e 196.


1823. Não significa isto, porém, que não tivesse havido o plano. O recuo foi, apenas, falta de ânimo, e, não qualquer respeito a compromissos constitucionais. A carta régia da abdicação, de 1826, é a prova do seu desrespeito à situação de imperador do Brasil, e do como se considerava, ele, soberano de Portugal, bem no exercício dessa soberania: “...sendo incompatível com os interesses do Brasil e de Portugal que eu continue a ser rei de Portugal... esta minha abdicação não se verificará se faltar qualquer das condições...” E ele voltaria a ser rei de Portugal, pois que só agia para os seus exclusivos interesses, com alma de puro português, para quem a união continuava a ser um desejo vivaz. 

Mal acabava de ser firmado o tratado de reconhecimento, e já um português bem representativo (a 6 de dezembro de 1825). fazia conhecer o seu – “Parecer sobre um projeto de pacto federativo fundamental, entre o império do Brasil e o reino de Portugal...” Lembra-o, o Sr. Pereira Sampaio (Bruno) – levado a reconhecer que esse desejo “teve sempre representação constante em Portugal”, e documenta-se, apelando para o código positivo dessa sonhada federação, publicado, em tempos, pelo Sr. Gama Machado, e para as páginas, de ontem, do contemporâneo Sr. Cunha e Costa. Mas, ao mesmo tempo, o Sr. Sampaio reconhece que a ideia sempre foi repetida no Brasil.65  Na época (1828), ao passo que o forte do partido português, chegando-se cada vez mais para Pedro I, o estimula nas suas pretensões de reunião, os brasileiros com voz para orientar a opinião, são intransigentemente, apaixonadamente contra qualquer aproximação com Portugal: “Seria o sinal, como o consigna Armitage, de uma revolução...” (pág. 181). A Assembleia dos Deputados foi tão potente na sua posição que, pela sua atitude, influiu de modo decisivo na queda de Pedro I. Ora, um dos motivos mais insistentes, e de mais efeito, era a política lusitana

65 Bruno, Brasil Mental, pág. 82.


do imperador, e o seu intuito patente de reunir... É evidente que políticos de tradicional sensatez, como Bernardo de Vasconcelos, Costa Carvalho (Montalegre), não se pronunciariam nos termos em que o fizeram, se não sentissem a ameaça muito perto, se tal ameaça não estivesse na consciência de todos. Os portugueses de hoje podem achar quimérica a política dos seus, naqueles dias, mas, no momento, a paixão dos interesses os levava para essa quimera, que para nós foi de malefícios. As próprias informações, em que Marshal, representante da Áustria (no Rio de Janeiro de Pedro I) demonstra ao seu governo – a inutilidade de todo esforço, no sentido de reunir o Brasil a Portugal, provam que havia um plano positivo, por parte do imperador, no fundo absolutista e partidário da união.





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"Morreu no Rio aos 64 anos, em 1932, deixando-nos como legado frases, que infelizmente, ainda ecoam como válidas: 'Somos uma nação ineducada, conduzida por um Estado pervertido. Ineducada, a nação se anula; representada por um Estado pervertido, a nação se degrada'. As lições que nos são ministradas em O Brasil nação ainda se fazem eternas. Torcemos para que um dia caduquem. E que o novo Brasil sonhado por Bomfim se torne realidade."

Cecília Costa Junqueira



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O Brasil nação: vol. I / Manoel Bomfim. – 1. ed. – Rio de Janeiro: Fundação Darcy Ribeiro, 2013. 332 p.; 21 cm. – (Coleção biblioteca básica brasileira; 35).


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Leia também:

O Brasil nação - v1: § 10 – A segunda investida para a reunião...  - Manoel Bomfim

Rayuela - Julio Cortázar: Capítulo 36

Capítulo 36


    La rue Dauphine no quedaba lejos, a lo mejor valía la pena asomarse a verificar lo que había dicho Babs. Por supuesto Gregorovius había sabido desde el primer momento que la Maga, loca como de costumbre, iría a visitar a Pola. Caritas. Maga samaritana. Lea "El Cruzado". ¿Dejó pasar el día sin hacer su buena acción? Era para reírse. Todo era para reírse. O más bien había como una gran risa y a eso le llamaban la Historia. Llegar a la rue Dauphine, golpear despacito en la pieza del último piso y que apareciera la Maga, propiamente nurse Lucía, no, era realmente demasiado. Con una escupidera en la mano, o un irrigador. No se puede ver a la enfermita, es muy tarde y está durmiendo. Vade retro, Asmodeo. O que lo dejaran entrar y le sirvieran café, no, todavía peor, y que en una de esas empezaran a llorar, porque seguramente sería contagioso, iban a llorar los tres hasta perdonarse, y entonces todo podía suceder, las mujeres deshidratadas son terribles. O lo pondrían a contar veinte gotas de belladona, una por una.

-Yo en realidad tendría que ir -le dijo Oliveira a un gato negro de la rue Danton-. Una cierta obligación estética, completar la figura. El tres, la Cifra. Pero no hay que olvidarse de Orfeo. Tal vez rapándome, llenándome la cabeza de ceniza, llegar con el cazo de las limosnas. No soy ya el que conocisteis, oh mujeres. Histrio. Mimo. Noche de empusas, lamias, mala sombra, final del gran juego. Cómo cansa ser todo el tiempo uno mismo. Irremisiblemente. No las veré nunca más, está escrito. O toi que voilà, qu'as tu fait de ta jeunesse? Un inquisidor, realmente esa chica saca cada figura... En todo caso un autoinquisidor, et encore... Epitafio justísimo: Demasiado blando. Pero la inquisición blanda es terrible, torturas de sémola, hogueras de tapioca, arenas movedizas, la medusa chupando solapada. La medusa solando chulapada. Y en el fondo demasiada piedad, yo que me creía despiadado. No se puede querer lo que quiero, y en la forma en que lo quiero, y de yapa compartir la vida con los otros. Había que saber estar solo y que tanto querer hiciera su obra, me salvara o me matara, pero sin la rue Dauphine, sin el chico muerto, sin el Club y todo el resto. ¿Vos no creés, che?

El gato no dijo nada.

    Hacía menos frío junta al Sena que en las calles, y Oliveira se subió el cuello de la canadiense y fue a mirar el agua. Como no era de lo que se tiran, buscó un puente para meterse debajo y pensar un rato en lo del kibbutz, hacía rato que la idea del kibbutz le rondaba, un kibbutz del deseo. "Curioso que de golpe una frase brote así y no tenga sentido, un kibbutz del deseo, hasta que a la tercera vez empieza a aclararse despacito y de golpe se siente que no era una frase absurda, que por ejemplo una frase como: "La esperanza, esa Palmira gorda' es completamente absurda, un borborigmo sonoro, mientras que el kibbutz del deseo no tiene nada de absurdo, es un resumen eso sí bastante hermético de andar dando vueltas por ahí, de corso en corso. Kibbutz; colonia, settlement, asentamiento, rincón elegido donde alzar la tienda final, donde salir al aire de la noche con la cara lavada por el tiempo, y unirse al mundo, a la Gran Locura, a la Inmensa Burrada, abrirse a la cristalización del deseo, al encuentro. Hojo, Horacio", hanotó Holiveira sentándose en el parapeto debajo del puente, oyendo los ronquidos de los clochards debajo de sus montones de diarios y arpilleras.

    Por una vez no le era penoso ceder a la melancolía. Con un nuevo cigarrillo que le daba calor, entre los ronquidos que venían como del fondo de la tierra, consintió en deplorar la distancia insalvable que lo separaba de su kibbutz. Puesto que la esperanza no era más que una Palmira gorda, ninguna razón para hacerse ilusiones. Al contrario, aprovechar la refrigeración nocturna para sentir lúcidamente, con la precisión descarnada del sistema de estrellas sobre su cabeza, que su búsqueda incierta era un fracaso y que a lo mejor en eso precisamente estaba la victoria. Primero por ser digno de él (a sus horas Oliveira tenía un buen concepto de sí mismo como espécimen humano), por ser la búsqueda de un kibbutz desesperadamente lejano, ciudadela sólo alcanzable con armas fabulosas, no con el alma de Occidente, con el espíritu, esas potencias gastadas por su propia mentira como también se había dicho en el Club, esas coartadas del animal hombre metido en un camino irreversible. Kibbutz del deseo, no del alma, no del espíritu. Y aunque deseo fuese también una vaga definición de fuerzas incomprensibles, se lo sentía presente y activo, presente en cada error y también en cada salto adelante, eso era ser hombre, no ya un cuerpo y un alma sino esa totalidad inseparable, ese encuentro incesante con las carencias, con todo lo que le habían robado al poeta, la nostalgia vehemente de un territorio donde la vida pudiera balbucearse desde otras brújulas y otros nombres. Aunque la muerte estuviera en la esquina con su escoba en alto, aunque la esperanza no fuera más que una Palmira gorda. Y un ronquido, y de cuando en cuando un pedo.

    Entonces equivocarse ya no importaba tanto como si la búsqueda de su kibbutz se hubiera organizado con mapas de la Sociedad Geográfica, brújulas certificadas auténticas, el Norte al norte, el Oeste al oeste; bastaba, apenas, comprender, vislumbrar fugazmente que al fin y al cabo su kibbutz no era más imposible a esa hora y con ese frío y después de esos días, que si lo hubiera perseguido de acuerdo con la tribu, meritoriamente y sin ganarse el vistoso epíteto de inquisidor, sin que le hubieran dado vuelta la cara de un revés, sin gente llorando y mala conciencia y ganas de tirar todo al diablo y volverse a su libreta de enrolamiento y a un hueco abrigado en cualquier presupuesto espiritual o temporal. Se moriría sin llegar a su kibbutz pero su kibbutz estaba allí, lejos pero estaba y él sabía que estaba porque era hijo de su deseo, era su deseo así como él era su deseo y el mundo o la representación del mundo eran deseo, eran su deseo o el deseo, no importaba demasiado a esa hora. Y entonces podía meter la cara entre las manos, dejando nada más que el espacio para que pasara el cigarrillo y quedarse junto al río, entre los vagabundos, pensando en su kibbutz.


    La clocharde se despertó de un sueño en el que alguien le había dicho repetidamente: "Ça suffit, conâsse", y supo que Célestin se había marchado en plena noche llevándose el cochecito de niño lleno de latas de sardinas (en mal estado) que por la tarde les habían regalado en el ghetto del Marais. Toto y Lafleur dormían como topos, fumando. Amanecía.

    La clocharde retiró delicadamente las sucesivas ediciones de France-Soir que la abrigaban, y se rascó un rato la cabeza. A las seis había una sopa caliente en la rue du Jour. Casi seguramente Célestin iría a la sopa, y podría quitarle las latas de sardinas si no se las había vendido ya a Pipon o a La Vase.

-Merde -dijo la clocharde, iniciando la complicada tarea de enderezarse-. Y a la bise, c'est cul.

    Arropándose con un sobretodo negro que le llegaba hasta los tobillos, se acercó al nuevo. El nuevo estaba de acuerdo en que el frío era casi peor que la policía. Cuando le alcanzó un cigarrillo y se lo encendió, la clocharde pensó que lo conocía de alguna parte. El nuevo le dijo que también él la conocía de alguna parte, y a los dos les gustó mucho reconocerse a esa hora de la madrugada. Sentándose en el poyo de al lado, la clocharde dijo que todavía era temprano para ir a la sopa. Discutieron sopas un rato, aunque en realidad el nuevo no sabía nada de sopas, había que explicarle dónde quedaban las mejores, era realmente un nuevo pero se interesaba mucho por todo y tal vez se atreviera a quitarle las sardinas a Célestin. Hablaron de las sardinas y el nuevo prometió que apenas encontrara a Célestin se las reclamaría.

-Va a sacar el gancho -previno la clocharde-. Hay que andar rápido y pegarle con cualquier cosa en la cabeza. A Tonio le tuvieron que dar cinco puntadas, gritaba que se lo oía hasta Pontoise. C'est cul, Pontoise -agregó la clocharde entregándose a la añoranza.

    El nuevo miraba amanecer sobre la punta del Vert-Galant, el sauce que iba sacando sus finas arañas de la bruma. Cuando la clocharde le preguntó por qué temblaba con semejante canadiense, se encogió de hombros y le ofreció en nuevo cigarrillo. Fumaban y fumaban, hablando y mirándose con simpatía. La clocharde le explicaba las costumbres de Célestin y el nuevo se acordaba de las tardes en que la habían visto abrazada a Célestin en todos los bancos y pretiles del Pont des Arts, en la esquina del Louvre frente a los plátanos como tigres, debajo de los portales de Saint-Germain l'Auxerrois, y una noche en la rue Gît-le-Coeur, besándose y rechazándose alternativamente, borrachos perdidos, Célestin con una blusa de pintor y la clocharde como siempre debajo de cuatro o cinco vestidos y algunas gabardinas y sobretodos, sosteniendo un lío de género rojo de donde salían pedazos de mangas y una corneta rota, tan enamorada de Célestin que era admirable, llenándole la cara de rouge y de algo como grasa, espantosamente perdidos en su idilio público, metiéndose al final por la rue de Nevers, y entonces la Maga había dicho: "Es ella la que está enamorada, a él no le importa nada", y lo había mirado un instante antes de agacharse para juntar un piolincito verde y arrollárselo al dedo.

-A esta hora no hace frío -decía la clocharde, dándole ánimos-. Voy a ver si a Lafleur la ha quedado un poco de vino. El vino asienta la noche. Célestin se llevó dos litros que eran míos, y las sardinas. No, no le queda nada. Usted que está bien vestido podría comprar un litro en lo de Habeb. Y pan, si le alcanza -le caía muy bien el nuevo, aunque en ell fondo sabía que no era nuevo, que estaba bien vestido y podía acodarse en el mostrador de Habeb y tomarse un pernod tras otro sin que los otros protestaran por el mal olor y esas cosas. El nuevo seguía fumando, asintiendo vagamente, con la cabeza en otro lado. Cara conocida. Célestin hubiera acertado en seguida porque Célestin, para las caras... -A las nueve empieza el frío de verdad. Viene del barro, de abajo. Pero podemos ir a la sopa, es bastante buena.

(Y cuando ya casi no se los veía en el fondo de la rue de Nevers, cuando estaban llegando tal vez al sitio exacto en que un camión había aplastado a Pierre Curie ("¿Pierre Curie?", preguntó la Maga, extrañadísima y pronta a aprender), ellos se habían vuelto despacio a la orilla alta del río, apoyándose contra la caja de un bouquiniste, aunque a Oliveira las cajas de los bouquinistes le parecían siempre fúnebres de noche, hilera de ataúdes de emergencia posados en el pretil de piedra, y una noche de nevada se habían divertido en escribir RIP con un palito en todas las cajas de latón, y a un policía le había gustado más bien poco la gracia y se los había dicho, mencionando cosas tales como el respeto y el turismo, esto último no se sabía bien por qué. En esos días todo era todavía kibbutz, o por lo menos posibilidad de kibbutz, y andar por la calle escribiendo RIP en las cajas de los bouquinistes y admirando a la clocharde enamorada formaba parte de una confusa lista de ejercicios a contrapelo que había que hacer, aprobar, ir dejando atrás. Y así era, y hacía frío, y no había kibbutz. Salvo la mentira de ir a comprarle el vino tinto a Habeb y fabricarse un kibbutz igualito al de Kubla Khan, salvadas las distancias entre el láudano y el tintillo del viejo Habeb.)

In Xanadu did Kubla Khan
A stately pleasure-dome decree.


-Extranjero -dijo la clocharde, con menoos simpatía por el nuevo-. Español, eh. Italiano.

-Una mezcla -dijo Oliveira, haciendo un esfuerzo viril para soportar el olor.

-Pero usted trabaja, se ve -lo acusó la clocharde.

-Oh, no. En fin, le llevaba los libros a un viejo, pero hace rato que no nos vemos.

-No es una vergüenza, siempre que no se abuse. Yo, de joven...

-Emmanuèle -dijo Oliveira, apoyándole la mano en el lugar donde, muy abajo, debía estar el hombro. La clocharde se sobresaltó al oír el nombre, lo miró de reojo y después sacó un espejito del bolsillo del sobretodo y se miró la boca. Oliveira se preguntó qué cadena inconcebible de circunstancias podía haber permitido que la clocharde tuviera el pelo oxigenado. La operación de untarse la boca con un final de barra de rouge la ocupaba profundamente. Sobraba tiempo para tratarse a sí mismo y una vez más de imbécil. La mano en el hombro después de lo de Berthe Trépat. Con resultados que eran del dominio público. Una autopatada en el culo que lo diera vuelta como un guante. Cretinaccio, furfante, infecto pelotudo. RIP, RIP. Malgré le tourisme.

-¿Cómo sabe que me llamo Emmanuèle?

-Ya no me acuerdo. Alguien me lo habrá dicho.

    Emmanuèle sacó una lata de pastillas Valda llena de polvos rosa y empezó a frotarse una mejilla. Si Célestin hubiera estado ahí, seguramente que. Por supuesto que. Célestin: infatigable. Docenas de latas de sardinas, le salaud. De golpe se acordó.

-Ah -dijo.

-Probablemente -consintió Oliveira, envolviéndose lo mejor posible en humo.

-Los vi juntos muchas veces -dijo Emmanuèle.

-Andábamos por ahí.

-Pero ella solamente hablaba conmigo cuando estaba sola. Una chica muy buena, un poco loca.

"Ponele la firma", pensó Oliveira. Escuchaba a Emmanuèle que se acordaba cada vez mejor, un paquete de garrapiñadas, un pulóver blanco muy usable todavía, una chica excelente que no trabajaba ni perdía el tiempo atrás de un diploma, bastante loca de a ratos y malgastando los francos en alimentar a las palomas de la isla Saint-Louis, a veces tan triste, a veces muerta de risa. A veces mala.

-Nos peleamos -dijo Emmanuèle- porque me aconsejó que dejara en paz a Célestin. No vino nunca más, pero yo la quería mucho.

-¿Tantas veces había venido a charlar con usted?

-No le gusta, ¿verdad?

-No es eso -dijo Oliveira, mirando a la otra orilla. Pero sí era eso, porque la Maga no le había confiado más que una parte de su trato con la clocharde, y una elemental generalización lo llevaba, etc. Celos retrospectivos, véase Proust, sutil tortura and so on. Probablemente iba a llover, el sauce estaba como suspendido en un aire húmedo. En cambio haría menos frío, un poco menos de frío. Quizá agregó algo como: "Nunca me habló mucho de usted", porque Emmanuèle soltó una risita satisfecha y maligna, y siguió untándose polvos rosa con un dedo negruzco; de cuando en cuando levantaba la mano y se daba un golpe seco en el pelo apelmazado, envuelto por una vincha de lana a rayas rojas y verdes, que en realidad era una bufanda sacada de un tacho de basura. En fin, había que irse, subir a la ciudad, tan cerca ahí a seis metros de altura, empezando exactamente al otro lado del pretil del Sena, detrás de las cajas RIP de latón donde las palomas dialogaban esponjándose a la espera del primer sol blando y sin fuerza, la pálida sémola de las ocho y media que baja de un cielo aplastado, que no baja porque seguramente iba a lloviznar como siempre.

    Cuando ya se iba, Emmanuèle le gritó algo. Se quedó esperándola, treparon juntos la escalera. En la de Habeb compraron dos litros de tinto, por la rue de l'Hirondelle fueron a guarecerse en la galería cubierta. Emmanuèle condescendió a extraer de entre dos de sus abrigos un paquete de diarios, y se hicieron una excelente alfombra en un rincón que Oliveira exploró con fósforos desconfiados. Desde el otro lado de los portales venía un ronquido como de ajo y coliflor y olvido barato; mordiéndose los labios Oliveira resbaló hasta quedar lo más bien instalado en el rincón contra la pared, pegado a Emmanuèle que ya estaba bebiendo de la botella y resoplaba satisfecha entre trago y trago. Deseducación de los sentidos, abrir a fondo la boca y las narices y aceptar el peor de los olores, la mugre humana. Un minuto, dos, tres, cada vez más fácil como cualquier aprendizaje. Conteniendo la náusea Oliveira agarró la botella, sin poder verlo sabía que el cuello estaba untado de rouge y saliva, la oscuridad le acuciaba el olfato. Cerrando los ojos para protegerse de no sabía qué, se bebió de un saque un cuarto litro de tinto. Después se pusieron a fumar hombro contra hombro, satisfechos. La náusea retrocedía, no vencida pero humillada, esperando con la cabeza gacha, y se podía empezar a pensar en cualquier cosa. Emmanuèle hablaba todo el tiempo, se dirigía solemnes discursos entre hipo e hipo, amonestaba maternalmente a un Célestin fantasma, inventariaba las sardinas, su cara se encendía a cada chupada del cigarrillo y Oliveira veía las placas de mugre en la frente, los gruesos labios manchados de vino, la vincha triunfal de diosa siria pisoteada por algún ejército enemigo, una cabeza criselefantina revolcada en el polvo, con placas de sangre y mugre pero conservando la diadema eterna a franjas rojas y verdes, la Gran Madre tirada en el polvo y pisoteada por soldados borrachos que se divertían en mear contra los senos mutilados, hasta que el más payaso se arrodillaba entre las aclamaciones de los otros, el falo erecto sobre la diosa caída, masturbándose contra el mármol y dejando que la esperma la entrara por los ojos donde ya las manos de los oficiales habían arrancado las piedras preciosas, en la boca entreabierta que aceptaba la humillación como una última ofrenda antes de rodar el olvido. Y era tan natural que en la sombra la mano de Emmanuèle tanteara el brazo de Oliveira y se posara confiadamente, mientras la otra mano buscaba la botella y se oía el gluglú y un resoplar satisfecho, tan natural que todo fuese así absolutamente anverso o reverso, el signo contrario como posible forma de sobrevivencia. Y aunque Oliveira desconfiara de la hebriedad, hastuta cómplice del Gran Hengaño, algo le decía que también allí había kibbutz, que detrás, siempre detrás había esperanza de kibbutz. No una certidumbre metódica, oh no, viejo querido, eso no por lo que más quieras, ni un in vino veritas ni una dialéctica a lo Fichte u otros lapidarios spinozianos, solamente como una aceptación en la náusea, Heráclito se había hecho enterrar en un montón de estiércol para curarse la hidropesía, alguien lo había dicho esa misma noche, alguien que ya era como de otra vida, alguien como Pola o Wong, gentes que el había vejado nada más que por querer entablar contacto por el buen lado, reinventar el amor como la sola manera de entrar alguna vez en su kibbutz. En la mierda hasta el cogote, Heráclito el Oscuro, exactamente igual que ellos pero sin el vino, y además para curarse la hidropesía. Entonces tal vez fuera eso, estar en la mierda hasta el cogote y también esperar, porque seguramente Heráclito había tenido que quedarse en la mierda días enteros, y Oliveira se estaba acordando de que también Heráclito había dicho que si no se esperaba jamás se encontraría lo inesperado, tuércelo el cuello al cisne, había dicho Heráclito, pero no, por supuesto que no había dicho semejante cosa, y mientras bebía otro largo trago y Emmanuèle se reía en la penumbra al oír el gluglú y le acariciaba el brazo como para mostrarle que apreciaba su compañía y la promesa de ir a quitarle las sardinas a Célestin, a Oliveira le subía como un eructo vinoso el doble apellido del cisne estrangulable, y le daban unas enormes ganas de reírse y contarle a Emmanuèle, pero en cambio le devolvió la botella que estaba casi vacía, y Emmanuèle se puso a cantar desgarradoramente Les Amants du Havre, una canción que cantaba la Maga cuando estaba triste, pero Emmanuèle la cantaba con un arrastre trágico, desentonando y olvidándose de las palabras mientras acariciaba a Oliveira que seguía pensando en que sólo el que espera podrá encontrar lo inesperado, y entrecerrando los ojos para no aceptar la vaga luz que subía de los portales, se imaginaba muy lejos (¿al otro lado del mar, o era un ataque de patriotismo?) el paisaje tan puro que casi no existía de su kibbutz. Evidentemente había que torcerle el cuello al cisne, aunque no lo hubiese mandado Heráclito. Se estaba poniendo sentimental, puisque la terre est ronde, mon amour, t'en fais pas con el vino y la voz pegajosa se estaba poniendo sentimental, todo acabaría en llanto y autoconmiseración, como Babs, pobrecito Horacio anclado en París, cómo habrá cambiado tu calle Corrientes, Suipacha, Esmeralda, y el viejo arrabal. Pero aunque pusiera toda su rabia en encender otro Gauloise, muy lejos en el fondo de los ojos seguía viendo su kibbutz, no al otro lado del mar o a lo mejor al otro lado del mar, o ahí afuera en la rue Galande o en Puteaux o en la rue de la Tombe Issoire, de cualquier manera su kibbutz estaba siempre ahí y no era un espejismo.

-No es un espejismo, Emmanuèle.

-Ta gueule, mon pote -dijo Emmanuèle manoteando entre sus innúmeras faldas para encontrar la otra botella.

    Después se perdieron en otras cosas, Emmanuèle le contó de una ahogada que Célestin había visto a la altura de Grenelle, y Oliveira quiso saber de qué color tenía el pelo, pero Célestin no había visto más que las piernas que en ese momento salían un poco del agua, y se había mandado mudar antes de que la policía empezara con su maldita costumbre de interrogar a todo el mundo. Y cuando se bebieron casi toda la segunda botella y estaban más contentos que nunca, Emmanuèle recitó un fragmento de La mort du loup, y Oliveira la introdujo rudamente en las sextinas del Martín Fierro. Ya pasaba uno que otro camión por la plaza, empezaban a oírse los rumores que Delius, alguna vez... Pero hubiera sido vano hablarle a Emmanuèle de Delius a pesar de que era una mujer sensible que no se conformaba con la poesía y se expresaba manualmente, frotándose contra Oliveira para sacarse el frío, acariciándole el brazo, ronroneando pasajes de ópera y obscenidades contra Célestin. Apretando el cigarrillo entre los labios hasta sentirlo casi como parte de la boca, Oliveira la escuchaba, la dejaba que se fuera apretando contra él, se repetía fríamente que no era mejor que ella y que en el peor de los casos siempre podría curarse como Heráclito, tal vez el mensaje más penetrante del Oscuro era el que no había escrito, dejando que la anécdota, la voz de los discípulos la transmitiera para que quizá algún oído fino entendiese alguna vez. Le hacía gracia que amigablemente y de lo más matter of fact la mano de Emmanuèle lo estuviera desabotonando, y poder pensar al mismo tiempo que quizá el Oscuro se había hundido en la mierda hasta el cogote sin estar enfermo, sin tener en absoluto hidropesía, sencillamente dibujando una figura que su mundo le hubiera perdonado bajo forma de sentencia o de lección, y que de contrabando había cruzado la línea del tiempo hasta llegar mezclada con la teoría, apenas un detalle desagradable y penoso al lado del diamante estremecedor del panta rhei, una terapéutica bárbara que ya Hipócrates hubiera condenado, como por razones de elemental higiene hubiera igualmente condenado que Emmanuèle se echara poco a poco sobre su amigo borracho y con una lengua manchada de tanino le lamiera humildemente la pija, sosteniendo su comprensible abandono con los dedos y murmurando el lenguaje que suscitan los gatos y los niños de pecho, por completo indiferente a la meditación que acontecía un poco más arriba, ahincada en un menester que poco provecho podía darle, procediendo por alguna oscura conmiseración, para que el nuevo estuviese contento en su primer noche de clochard y a lo mejor se enamorara un poco de ella para castigar a Célestin, se olvidara de las cosas raras que había estado mascullando en su idioma de salvaje americano mientras resbalaba un poco más contra la pared y se dejaba ir con un suspiro, metiendo una mano en el pelo de Emmanuèle y creyendo por un segundo (pero eso debía ser el infierno) que era el pelo de Pola, que todavía una vez más Pola se había volcado sobre él entre ponchos mexicanos y postales de Klee y el Cuarteto de Durrell, para hacerlo gozar y gozar desde afuera, atenta y analítica y ajena, antes de reclamar su parte y tenderse contra él temblando, reclamándole que la tomara y la lastimara, con la boca manchada como la diosa siria, como Emmanuèle que se enderezaba tironeada por el policía, se sentaba bruscamente y decía: On faisait rien, quoi, y de golpe bajo el gris que sin saber cómo llenaba los portales Oliveira abría los ojos y veía las piernas del vigilante contra las suyas, ridículamente desabotonado y con una botella vacía rodando bajo la patada del vigilante, la segunda patada en el muslo, la cachetada feroz en plena cabeza de Emmanuèle que se agachaba y gemía, y sin saber cómo de rodillas, la única posición lógica para meter en el pantalón lo antes posible el cuerpo del delito reduciéndose prodigiosamente con un gran espíritu de colaboración para dejarse encerrar y abotonar, y realmente no había pasado nada pero cómo explicarlo al policía que los arreaba hasta el camión celular en la plaza, cómo explicarle a Babs que la inquisición era otra cosa, y a Ossip, sobre todo a Ossip, cómo explicarle que todo estaba por hacerse y que lo único decente era ir hacia atrás para tomar el buen impulso, dejarse caer para después poder quizá levantarse, Emmanuèle para después, quizá...

-Déjela irse -le pidió Oliveira al policía-. La pobre está más borracha que yo.

    Bajó la cabeza a tiempo para esquivar el golpe. Otro policía lo agarró por la cintura, y de un solo envión lo metió en el camión celular. Le tiraron encima a Emmanuèle, que cantaba algo parecido a Le temps des cérises. Los dejaron solos dentro del camión, y Oliveira se frotó el muslo que le dolía atrozmente, y unió su voz para cantar Le temps des cérises, si era eso. El camión arrancó como si lo largaran con una catapulta.

-Et tous nos amours -vociferó Emmanuèle.

-Et tous nos amours -dijo Oliveira, tirándose en el banco y buscando un cigarrillo-. Esto, vieja, ni Heráclito.

-Tu me fais chier -dijo Emmanuèle, poniéndose a llorar a gritos-. Et tous nos amours -cantó entre los sollozos. Oliveira oyó que los policías se reían, mirándolos por entre las rejas. "Bueno, si quería tranquilidad la voy a tener en abundancia. Hay que aprovecharla, che, nada de hacer lo que estas pensando." Telefonear para contar un sueño divertido estaba bien, pero basta, no insistir. Cada uno por su lado, la hidropesía se cura con paciencia, con mierda y con soledad. Por lo demás el Club estaba liquidado, todo estaba felizmente liquidado y lo que todavía quedaba por liquidar era cosa de tiempo. El camión frenó en una esquina y cuando Emmanuèle gritaba Quand il reviendra, le temps des cérises, uno de los policías abrió la ventanilla y les vaticinó que si no se callaban les iba a romper la cara a patadas. Emmanuèle se acostó en el piso del camión, boca abajo y llorando a gritos, y Oliveira le puso los pies sobre el traste y se instalo cómodamente en el banco. La rayuela se juega con una piedrita que hay que empujar con la punta del zapato. Ingredientes: una acera, una piedrita, un zapato, y un bello dibujo con tiza, preferentemente de colores. En lo alto está el Cielo, abajo está la Tierra, es muy difícil llegar con la piedrita al Cielo, casi siempre se calcula mal y la piedra sale del dibujo. Poco a poco, sin embargo, se va adquiriendo la habilidad necesaria para salvar las diferentes casillas (rayuela caracol, rayuela rectangular, rayuela de fantasía, poco usada) y un día se aprende a salir de la Tierra y remontar la piedrita hasta el Cielo, hasta entrar en el Cielo, (Et tous nos amours, sollozó Emmanuèle boca abajo), lo malo es que justamente a esa altura, cuando casi nadie ha aprendido a remontar la piedrita hasta el Cielo, se acaba de golpe la infancia y se cae en las novelas, en la angustia al divino cohete, en la especulación de otro Cielo al que también hay que aprender a llegar. Y porque se ha salido de la infancia (Je n'oublierai pas le temps des cérises, pataleó Emmanuèle en el suelo) se olvida que para llegar al Cielo se necesitan, como ingredientes, una piedrita y la punta de un zapato. Que era lo que sabía Heráclito, metido en la mierda, y a lo mejor Emmanuèle sacándose los mocos a manotones en el tiempo de las cerezas, o los dos pederastas que no se sabía cómo estaban sentados en el camión celular (pero sí, la puerta se había abierto y cerrado, entre chillidos y risitas y un toque de silbato) y que riéndose como locos miraban a Emmanuèle en el suelo y a Oliveira que hubiera querido fumar pero estaba sin tabaco y sin fósforos aunque no se acordaba de que el policía le hubiera registrado los bolsillos, et tous nos amours, et tous nos amours. Una piedrita y la punta de un zapato, eso que la Maga había sabido tan bien y él mucho menos bien, y el Club más o menos bien y que desde la infancia en Burzaco o en los suburbios de Montevideo mostraba la recta vía al Cielo, sin necesidad de vedanta o de zen o de escatologías surtidas, sí, llegar al Cielo a patadas, llegar con la piedrita (¿cargar con su cruz? Poco manejable ese artefacto) y en la última patada proyectar la piedrita contra l'azur l'azur l'azur l'azur, plaf vidrio roto, a la cama sin postre, niño malo, y qué importaba si detrás del vidrio roto estaba el kibbutz, si el Cielo era nada más que un nombre infantil de su kibbutz.

-Por todo eso -dijo Horacio- cantemos y fumemos. Emmanuèle, arriba, vieja llorona.

-Et tous nos amours -bramó Emmanuèle.

-Il est beau -dijo uno de los pederastas, mirando a Horacio con ternura-. Il a l'air farouche.

    El otro pederasta había sacado un tubo de latón del bolsillo y miraba por un agujero, sonriendo y haciendo muecas. El pederasta más joven le arrebató el tubo y se puso a mirar. "No se ve nada, Jo", dijo. "Sí que se ve, rico", dijo Jo. "No, no, no, no." "Sí que se ve, sí que se ve. LOOK THROUGH THE PEEPHOLE AND YOU'LL SEE PATTERNS PRETTY AS CAN BE." "Es de noche, Jo." Jo sacó una caja de fósforos y encendió uno delante del calidoscopio. Chillidos de entusiasmo, patterns pretty as can be. Et tous nos amours, declamó Emmanuèle sentándose en el piso del camión. Todo estaba tan bien, todo llegaba a su hora, la rayuela y el calidoscopio, el pequeño pederasta mirando y mirando, oh Jo, no veo nada, más luz, más luz, Jo. Tumbado en el banco, Horacio saludó al Oscuro, la cabeza del Oscuro asomando en la pirámide de bosta con dos ojos como estrellas verdes, patterns pretty as can be, el Oscuro tenía razón, un camino al kibbutz, tal vez el único camino al kibbutz, eso no podía ser el mundo, la gente agarraba el calidoscopio por el mal lado, entonces había que darlo vuelta con ayuda de Emmanuèle y de Pola y de París y de la Maga y de Rocamadour, tirarse al suelo como Emmanuèle y desde ahí empezar a mirar desde la montaña de bosta, mirar el mundo a través del ojo del culo, and you´ll see patterns pretty as can be, la piedrita tenía que pasar por el ojo del culo, metida a patadas por la punta del zapato, y de la Tierra al Cielo las casillas estarían abiertas, el laberinto se desplegaría como una cuerda de reloj rota haciendo saltar en mil pedazos el tiempo de los empleados, y por los mocos y el semen y el olor de Emmanuèle y la bosta del Oscuro se entraría al camino que llevaba al kibbutz del deseo, no ya subir al Cielo (subir, palabra hipócrita, cielo, flatus vocis), sino caminar con pasos de hombre por una tierra de hombres hacia el kibbutz allá lejos pero en el mismo plano, como el Cielo estaba en el mismo plano que la Tierra en la acera roñosa de los juegos, y un día quizá se entraría en el mundo donde decir Cielo no sería un repasador manchado de grasa, y un día alguien vería la verdadera figura del mundo, patterns pretty as can be, y tal vez, empujando la piedra, acabaría por entrar en el kibbutz.



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