Juan Rulfo
31. Pedro Páramo: En el comienzo del amanecer
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NO COMEÇO DO amanhecer, o dia vai dando voltas, com pausas; quase dá para ouvir as dobradiças da terra, que giram emboloradas; a vibração desta terra velha que derrama sua escuridão.
— A SENHORA ESTÁ vendo aquela janela, dona Fausta, lá na Media Luna, onde a luz sempre ficava acesa?
— Não, Angeles. Não vejo nenhuma janela.
— É que justinho agora ficou escura. Será que aconteceu alguma coisa ruim na Media Luna? Faz mais de três anos que aquela janela está alumbrada, noite a noite. Dizem, quem esteve lá, que é o quarto onde habita a mulher de Pedro Páramo, uma coitadinha louca que tem medo do escuro. E olha só: agora mesmo, a luz apagou. Não será um acontecimento ruim?
— Talvez tenha morrido. Estava muito doente. Dizem que já nem reconhecia as pessoas, e dizem que falava sozinha. Bom castigo deve ter suportado Pedro Páramo casando-se com essa mulher.
— Coitado do senhor dom Pedro.
— Não, Fausta. Ele merece. Isso e muito mais.
— Olha, a janela continua escura.
— Deixa essa janela em paz e vamos dormir, que é noite alta para que nós duas, esse par de velhas, andemos soltas pela rua.
E as duas mulheres, que saíam da igreja muito perto das onze da noite, perderam-se debaixo dos arcos do portal, olhando como a sombra de um homem cruzava a praça na direção da Media Luna.
— Escuta, dona Fausta, não parece que o senhor ali é o doutor Valência?
— Parece mesmo, mas ando tão cega que não conseguiria reconhecê-lo.
— Não se esqueça que ele veste sempre calças brancas e paletó preto. Eu aposto que está acontecendo alguma coisa ruim na Media Luna. E olha só como ele vai rijo, como se a urgência o empurrasse.
— Pode ser de verdade uma coisa ruim. Sinto vontade de voltar e dizer ao padre Rentería que se achegue por lá, vai que essa infeliz morre sem se confessar.
— Nem pense nisso, Angeles. Nem Deus queira. Depois de tudo que ela sofreu neste mundo, ninguém desejaria que se fosse sem os auxílios espirituais e continuasse a penar na outra vida. Embora os bruxos digam que nos loucos a confissão não vale, pois mesmo quando têm a alma impura são inocentes. Isso só Deus sabe... Veja só, já tornaram a acender a luz na janela. Oxalá tudo dê certo. Imagine só em aonde iria dar o trabalho que tivemos todos esses
dias para arrumar a igreja para que pareça bonita agora no Natal, se alguém morrer naquela casa. Com o poder que tem, dom Pedro aguaria a nossa festa num triz.
— A senhora sempre pensa o pior, dona Fausta. Era melhor fazer como eu: encomende tudo à Providência Divina. Reze uma ave-maria à Virgem e tenho certeza que nada vai acontecer de hoje para amanhã. Depois, que seja feita a vontade de Deus; afinal de contas, ela não deve estar tão contente assim nesta vida.
— Acredite em mim, Angeles, a senhora sempre me repõe o ânimo. Vou dormir levando ao sono esses pensamentos. Dizem por aí que os pensamentos dos sonhos vão direto para o céu. Tomara que os meus alcancem esta altura. Amanhã nos vemos.
— Até amanhã, Fausta.
As duas velhas, porta a porta, se meteram em suas casas. O silêncio voltou a fechar a noite sobre o povoado.
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Rulfo, Juan Pedro Páramo / tradução e prefácio de Eric Nepomuceno. — Rio de Janeiro: BestBolso, 2008. Tradução de: Pedro Páramo ISBN 978-85-7799-116-7 1. Romance mexicano. I. Nepomuceno, Eric. II. Título
Pedro Páramo – Romance mais aclamado da literatura mexicana, Pedro Páramo é o primeiro de dois livros lançados em toda a vida de Juan Rulfo. O enredo, simples, trata da promessa feita por um filho à mãe moribunda, que lhe pede que saia em busca do pai, Pedro Páramo, um malvado lendário e assassino. Juan Preciado, o filho, não encontra pessoas, mas defuntos repletos de memórias, que lhe falam da crueldade implacável do pai. Vergonha é o que Juan sente. Alegoricamente, é o México ferido que grita suas chagas e suas revoluções, por meio de uma aldeia seca e vazia onde apenas os mortos sobrevivem para narrar os horrores da história. O realismo fantástico como hoje se conhece não teria existido sem Pedro Páramo; é dessa fonte que beberam o colombiano Gabriel Garcia Márquez e o peruano Mario Vargas Llosa, que também narram odisseias latino-americanas.
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32. Pedro Páramo: Tengo la boca llena de tierra - Juan Rulfo
31. Pedro Páramo: En el comienzo del amanecer
En el comienzo del amanecer, el día va dándose vuelta, a pausas; casi se oyen los goznes de la tierra que giran enmohecidos; la vibración de esta tierra vieja que vuelca su oscuridad.
-¿Verdad que la noche está llena de pecados, Justina?
-Sí, Susana.
-¿Y es verdad?
-Debe serlo, Susana.
-¿Y qué crees que es la vida, Justina, sino un pecado? ¿No oyes? ¿No oyes cómo rechina la tierra?
-No, Susana, no alcanzo a oír nada. Mi suerte no es tan grande como la tuya.
-Te asombrarías. Te digo que te asombrarías de oír lo que yo oigo. Justina siguió poniendo orden en el cuarto. Repasó una y otra vez la jerga sobre los tablones húmedos del piso. Limpió el agua del florero roto. Recogió las flores. Puso los vidrios en el balde lleno de agua.
-¿Cuántos pájaros has matado en tu vida, Justina?
-Muchos, Susana.
-¿Y no has sentido tristeza? -Sí, Susana.
-Entonces ¿qué esperas para morirte?
-La muerte, Susana.
-Si es nada más eso, ya vendrá. No te preocupes.
Susana San Juan estaba incorporada sobre sus almohadas. Los ojos inquietos, mirando hacia todos lados. Las manos sobre el vientre, prendidas a su vientre como una concha protectora. Había ligeros zumbidos que cruzaban como alas por encima de su cabeza. Y el ruido de las poleas en la noria. El rumor que hace la gente al despertar.
-¿Tú crees en el infierno, Justina?
-Sí, Susana. Y también en el cielo.
-Yo sólo creo en el infierno -dijo. Y cerró los ojos.
Cuando salió Justina del cuarto, Susana San Juan estaba nuevamente dormida y afuera chisporroteaba el sol. Se encontró con Pedro Páramo en el camino.
-¿Cómo está la señora?
-Mal -le dijo agachando la cabeza.
-¿Se queja?
-No, señor, no se queja de nada; pero dicen que los muertos ya no se quejan. La señora está perdida para todos.
-¿No ha venido el padre Rentería a verla?
-Anoche vino y la confesó. Hoy debía de haber comulgado, pero no debe estar en gracia porque el padre Rentería no le ha traído la comunión. Dijo que lo haría a hora temprana, y ya ve usted, el sol ya está aquí y no ha venido. No debe estar en gracia.
-¿En gracia de quién?
-De Dios, señor.
-No seas tonta, Justina.
-Como usted lo diga, señor.
Pedro Páramo abrió la puerta y se estuvo junto a ella, dejando que un rayo de luz cayera sobre Susana San Juan. Vio sus ojos apretados como cuando se siente un dolor interno; la boca humedecida, entreabierta, y las sábanas siendo recorridas por manos inconscientes hasta mostrar la desnudez de su cuerpo que comenzó a retorcerse en convulsiones.
Recorrió el pequeño espacio que lo separaba de la cama y cubrió el cuerpo desnudo, que siguió debatiéndose como un gusano en espasmos cada vez más violentos. Se acercó a su oído y le habló: «¡Susana!» . Y volvió a repetir: «¡Susana!».
Se abrió la puerta y entró el padre Rentería en silencio moviendo brevemente los labios:
-Te voy a dar la comunión, hija mía.
Esperó a que Pedro Páramo la levantara recostándola contra el respaldo de la cama. Susana San Juan, semidormida, estiró la lengua y se tragó la hostia. Después dijo: «Hemos pasado un rato muy feliz, Florencio». Y se volvió a hundir entre la sepultura de sus sábanas.
_¿Ve usted aquella ventana, doña Fausta, allá en la Media Luna, donde siempre ha estado prendida la luz?
-No, Ángeles. No veo ninguna ventana.
-Es que ahorita se ha quedado a oscuras. ¿No estará pasando algo malo en la Media Luna? Hace más de tres años que está aluzada esa ventana, noche tras noche. Dicen los que han estado allí que es el cuarto donde habita la mujer de Pedro Páramo, una pobrecita loca que le tiene miedo a la oscuridad. Y mire: ahora mismo se ha apagado la luz. ¿No será un mal suceso?
-Tal vez haya muerto. Estaba muy enferma. Dicen que ya no conocía a la gente, y dizque hablaba sola. Buen castigo ha de haber soportado Pedro Páramo casándose con esa mujer. -Pobre del señor don Pedro.
-No, Fausta. Él se lo merece. Eso y más.
-Mire, la ventana sigue a oscuras.
-Ya deje tranquila esa ventana y vámonos a dormir, que es muy noche para que este par de viejas andemos sueltas por la calle.
Y las dos mujeres, que salían de la iglesia muy cerca de las once de la noche, se perdieron bajo los arcos del portal, mirando cómo la sombra de un hombre cruzaba la plaza en dirección de la Media Luna.
-Oiga, doña Fausta, ¿no se le figura que el señor que va allí es el doctor Valencia?
-Así parece, aunque estoy tan cegatona que no lo podría reconocer.
-Acuérdese que siempre viste pantalones blancos y saco negro. Yo le apuesto a que está aconteciendo algo malo en la Media Luna. Y mire lo recio que va, como si lo correteara la prisa.
-Con tal de que no sea de verdad una cosa grave. Me dan ganas de regresar y decirle al padre Rentería que se dé una vuelta por allá, no vaya a resultar que esa infeliz muera sin confesión.
-Ni lo piense, Ángeles. Ni lo quiera Dios. Después de todo lo que ha sufrido en este mundo, nadie desearía que se fuera sin los auxilios espirituales, y que siguiera penando en la otra vida. Aunque dicen los zahorinos que a los locos no les vale la confesión, y aun cuando tengan el alma impura son inocentes. Eso sólo Dios lo sabe... Mire usted, ya se ha vuelto a prender la luz en la ventana. Ojalá todo salga bien. Imagínese en qué pararía el trabajo que nos hemos tomado todos estos días para arreglar la iglesia y que luzca bonita ahora para la Natividad, si alguien se muere en esa casa. Con el poder que tiene don Pedro, nos desbarataría la función en un santiamén.
A usted siempre se le ocurre lo peor, doña Fausta, mejor haga lo que yo: encomiéndelo todo a la Divina Providencia. Récele un avemaría a la Virgen y estoy segura que nada va a pasar de hoy a mañana. Ya después, que se haga la voluntad de Dios; al fin y al cabo, ella no debe estar tan contenta en esta vida.
-Créame, Ángeles, que usted siempre me repone el ánimo. Voy a dormir llevándome al sueño estos pensamientos. Dicen que los pensamientos de los sueños van derechito al cielo. Ojalá que los míos alcancen esa altura. Nos veremos mañana.
-Hasta mañana, Fausta.
Las dos viejas, puerta de por medio, se metieron en sus casas. El silencio volvió a cerrar la noche sobre el pueblo.
-¿Verdad que la noche está llena de pecados, Justina?
-Sí, Susana.
-¿Y es verdad?
-Debe serlo, Susana.
-¿Y qué crees que es la vida, Justina, sino un pecado? ¿No oyes? ¿No oyes cómo rechina la tierra?
-No, Susana, no alcanzo a oír nada. Mi suerte no es tan grande como la tuya.
-Te asombrarías. Te digo que te asombrarías de oír lo que yo oigo. Justina siguió poniendo orden en el cuarto. Repasó una y otra vez la jerga sobre los tablones húmedos del piso. Limpió el agua del florero roto. Recogió las flores. Puso los vidrios en el balde lleno de agua.
-¿Cuántos pájaros has matado en tu vida, Justina?
-Muchos, Susana.
-¿Y no has sentido tristeza? -Sí, Susana.
-Entonces ¿qué esperas para morirte?
-La muerte, Susana.
-Si es nada más eso, ya vendrá. No te preocupes.
Susana San Juan estaba incorporada sobre sus almohadas. Los ojos inquietos, mirando hacia todos lados. Las manos sobre el vientre, prendidas a su vientre como una concha protectora. Había ligeros zumbidos que cruzaban como alas por encima de su cabeza. Y el ruido de las poleas en la noria. El rumor que hace la gente al despertar.
-¿Tú crees en el infierno, Justina?
-Sí, Susana. Y también en el cielo.
-Yo sólo creo en el infierno -dijo. Y cerró los ojos.
Cuando salió Justina del cuarto, Susana San Juan estaba nuevamente dormida y afuera chisporroteaba el sol. Se encontró con Pedro Páramo en el camino.
-¿Cómo está la señora?
-Mal -le dijo agachando la cabeza.
-¿Se queja?
-No, señor, no se queja de nada; pero dicen que los muertos ya no se quejan. La señora está perdida para todos.
-¿No ha venido el padre Rentería a verla?
-Anoche vino y la confesó. Hoy debía de haber comulgado, pero no debe estar en gracia porque el padre Rentería no le ha traído la comunión. Dijo que lo haría a hora temprana, y ya ve usted, el sol ya está aquí y no ha venido. No debe estar en gracia.
-¿En gracia de quién?
-De Dios, señor.
-No seas tonta, Justina.
-Como usted lo diga, señor.
Pedro Páramo abrió la puerta y se estuvo junto a ella, dejando que un rayo de luz cayera sobre Susana San Juan. Vio sus ojos apretados como cuando se siente un dolor interno; la boca humedecida, entreabierta, y las sábanas siendo recorridas por manos inconscientes hasta mostrar la desnudez de su cuerpo que comenzó a retorcerse en convulsiones.
Recorrió el pequeño espacio que lo separaba de la cama y cubrió el cuerpo desnudo, que siguió debatiéndose como un gusano en espasmos cada vez más violentos. Se acercó a su oído y le habló: «¡Susana!» . Y volvió a repetir: «¡Susana!».
Se abrió la puerta y entró el padre Rentería en silencio moviendo brevemente los labios:
-Te voy a dar la comunión, hija mía.
Esperó a que Pedro Páramo la levantara recostándola contra el respaldo de la cama. Susana San Juan, semidormida, estiró la lengua y se tragó la hostia. Después dijo: «Hemos pasado un rato muy feliz, Florencio». Y se volvió a hundir entre la sepultura de sus sábanas.
_¿Ve usted aquella ventana, doña Fausta, allá en la Media Luna, donde siempre ha estado prendida la luz?
-No, Ángeles. No veo ninguna ventana.
-Es que ahorita se ha quedado a oscuras. ¿No estará pasando algo malo en la Media Luna? Hace más de tres años que está aluzada esa ventana, noche tras noche. Dicen los que han estado allí que es el cuarto donde habita la mujer de Pedro Páramo, una pobrecita loca que le tiene miedo a la oscuridad. Y mire: ahora mismo se ha apagado la luz. ¿No será un mal suceso?
-Tal vez haya muerto. Estaba muy enferma. Dicen que ya no conocía a la gente, y dizque hablaba sola. Buen castigo ha de haber soportado Pedro Páramo casándose con esa mujer. -Pobre del señor don Pedro.
-No, Fausta. Él se lo merece. Eso y más.
-Mire, la ventana sigue a oscuras.
-Ya deje tranquila esa ventana y vámonos a dormir, que es muy noche para que este par de viejas andemos sueltas por la calle.
Y las dos mujeres, que salían de la iglesia muy cerca de las once de la noche, se perdieron bajo los arcos del portal, mirando cómo la sombra de un hombre cruzaba la plaza en dirección de la Media Luna.
-Oiga, doña Fausta, ¿no se le figura que el señor que va allí es el doctor Valencia?
-Así parece, aunque estoy tan cegatona que no lo podría reconocer.
-Acuérdese que siempre viste pantalones blancos y saco negro. Yo le apuesto a que está aconteciendo algo malo en la Media Luna. Y mire lo recio que va, como si lo correteara la prisa.
-Con tal de que no sea de verdad una cosa grave. Me dan ganas de regresar y decirle al padre Rentería que se dé una vuelta por allá, no vaya a resultar que esa infeliz muera sin confesión.
-Ni lo piense, Ángeles. Ni lo quiera Dios. Después de todo lo que ha sufrido en este mundo, nadie desearía que se fuera sin los auxilios espirituales, y que siguiera penando en la otra vida. Aunque dicen los zahorinos que a los locos no les vale la confesión, y aun cuando tengan el alma impura son inocentes. Eso sólo Dios lo sabe... Mire usted, ya se ha vuelto a prender la luz en la ventana. Ojalá todo salga bien. Imagínese en qué pararía el trabajo que nos hemos tomado todos estos días para arreglar la iglesia y que luzca bonita ahora para la Natividad, si alguien se muere en esa casa. Con el poder que tiene don Pedro, nos desbarataría la función en un santiamén.
A usted siempre se le ocurre lo peor, doña Fausta, mejor haga lo que yo: encomiéndelo todo a la Divina Providencia. Récele un avemaría a la Virgen y estoy segura que nada va a pasar de hoy a mañana. Ya después, que se haga la voluntad de Dios; al fin y al cabo, ella no debe estar tan contenta en esta vida.
-Créame, Ángeles, que usted siempre me repone el ánimo. Voy a dormir llevándome al sueño estos pensamientos. Dicen que los pensamientos de los sueños van derechito al cielo. Ojalá que los míos alcancen esa altura. Nos veremos mañana.
-Hasta mañana, Fausta.
Las dos viejas, puerta de por medio, se metieron en sus casas. El silencio volvió a cerrar la noche sobre el pueblo.
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NO COMEÇO DO amanhecer, o dia vai dando voltas, com pausas; quase dá para ouvir as dobradiças da terra, que giram emboloradas; a vibração desta terra velha que derrama sua escuridão.
— É verdade que a noite está cheia de pecados, Justina?
— É, Susana.
— De verdade?
— Deve ser, Susana.
— E o que você acha que a vida é, Justina, a não ser um pecado? Está ouvindo? Está ouvindo como a terra range?
— Não, Susana, eu não consigo ouvir nada. Minha sorte não é tão grande como a sua.
— Você iria se espantar. Eu digo que você iria se espantar se ouvisse o que eu ouço.
Justina continuou arrumando o quarto. Repassou uma vez e outra a estopa grossa sobre as tabuonas úmidas do assoalho. Limpou a água do floreiro quebrado. Recolheu as flores. Pôs os cacos de vidro no balde cheio d’água.
— Quantos pássaros você matou na vida, Justina?
— Muitos, Susana.
— E não sentiu tristeza?
— Senti, Susana.
— Então, está esperando o quê para morrer?
— A morte, Susana.
— Se é só isso, já, já ela chega. Não se preocupe.
Susana San Juan estava erguida sobre seus travesseiros. Os olhos inquietos, olhando para todos os lados. As mãos sobre o ventre, grudadas em seu ventre como uma concha protetora. Havia ligeiros zumbidos que passavam como asas por cima da sua cabeça. E o ruído das roldanas na madeira do poço. O rumor que as pessoas fazem ao acordar.
— Você acredita no inferno, Justina?
— Sim, Susana. E no céu também.
— Eu só acredito no inferno — ela disse. E fechou os olhos.
Quando Justina saiu do quarto, Susana San Juan estava adormecida de novo e lá fora o sol lançava chispas. Encontrou Pedro Páramo no caminho.
— Como é que a senhora está?
— Mal — ela respondeu agachando a cabeça.
— Ela se queixa?
— Não, senhor, não se queixa de nada; mas dizem que os mortos não se queixam mais. A senhora está perdida para todos.
— O padre Rentería não veio vê-la?
— Veio ontem, e tomou-lhe a confissão. Hoje ela deveria ter comungado, mas não deve estar nas graças, porque o padre Rentería não trouxe a comunhão para ela. Disse que ia fazer isso logo cedo, e o senhor está vendo, o sol já está aqui e ele não veio. Ela não deve estar nas graças.
— Nas graças de quem?
— De Deus, senhor.
— Não seja boba, Justina.
— Como o senhor quiser, patrão.
Pedro Páramo abriu a porta e ficou ao lado dela, deixando que um raio de luz caísse sobre Susana San Juan. Viu seus olhos apertados como quando se sente uma dor; a boca umedecida, entreaberta, e os lençóis sendo percorridos por mãos inconscientes até mostrar a nudez de seu corpo que começou a se contorcer em convulsões.
Percorreu aquele pequeno espaço que o separava da cama e cobriu o corpo nu, que continuou se debatendo como uma minhoca em espasmos cada vez mais violentos. Aproximou-se de seu ouvido e falou: “Susana!” E tornou a repetir: “Susana!”
A porta foi aberta e em silêncio entrou o padre Rentería, movendo brevemente os lábios:
— Vou lhe dar a comunhão, filha minha.
Esperou que Pedro Páramo a levantasse encostando-a sobre o espaldar da cama. Susana San Juan, semiadormecida, estendeu a língua e engoliu a hóstia. Depois disse: “Tivemos um tempo muito feliz, Florencio.” E tornou a se afundar entre a sepultura de seus lençóis.
— Deve ser, Susana.
— E o que você acha que a vida é, Justina, a não ser um pecado? Está ouvindo? Está ouvindo como a terra range?
— Não, Susana, eu não consigo ouvir nada. Minha sorte não é tão grande como a sua.
— Você iria se espantar. Eu digo que você iria se espantar se ouvisse o que eu ouço.
Justina continuou arrumando o quarto. Repassou uma vez e outra a estopa grossa sobre as tabuonas úmidas do assoalho. Limpou a água do floreiro quebrado. Recolheu as flores. Pôs os cacos de vidro no balde cheio d’água.
— Quantos pássaros você matou na vida, Justina?
— Muitos, Susana.
— E não sentiu tristeza?
— Senti, Susana.
— Então, está esperando o quê para morrer?
— A morte, Susana.
— Se é só isso, já, já ela chega. Não se preocupe.
Susana San Juan estava erguida sobre seus travesseiros. Os olhos inquietos, olhando para todos os lados. As mãos sobre o ventre, grudadas em seu ventre como uma concha protetora. Havia ligeiros zumbidos que passavam como asas por cima da sua cabeça. E o ruído das roldanas na madeira do poço. O rumor que as pessoas fazem ao acordar.
— Você acredita no inferno, Justina?
— Sim, Susana. E no céu também.
— Eu só acredito no inferno — ela disse. E fechou os olhos.
Quando Justina saiu do quarto, Susana San Juan estava adormecida de novo e lá fora o sol lançava chispas. Encontrou Pedro Páramo no caminho.
— Como é que a senhora está?
— Mal — ela respondeu agachando a cabeça.
— Ela se queixa?
— Não, senhor, não se queixa de nada; mas dizem que os mortos não se queixam mais. A senhora está perdida para todos.
— O padre Rentería não veio vê-la?
— Veio ontem, e tomou-lhe a confissão. Hoje ela deveria ter comungado, mas não deve estar nas graças, porque o padre Rentería não trouxe a comunhão para ela. Disse que ia fazer isso logo cedo, e o senhor está vendo, o sol já está aqui e ele não veio. Ela não deve estar nas graças.
— Nas graças de quem?
— De Deus, senhor.
— Não seja boba, Justina.
— Como o senhor quiser, patrão.
Pedro Páramo abriu a porta e ficou ao lado dela, deixando que um raio de luz caísse sobre Susana San Juan. Viu seus olhos apertados como quando se sente uma dor; a boca umedecida, entreaberta, e os lençóis sendo percorridos por mãos inconscientes até mostrar a nudez de seu corpo que começou a se contorcer em convulsões.
Percorreu aquele pequeno espaço que o separava da cama e cobriu o corpo nu, que continuou se debatendo como uma minhoca em espasmos cada vez mais violentos. Aproximou-se de seu ouvido e falou: “Susana!” E tornou a repetir: “Susana!”
A porta foi aberta e em silêncio entrou o padre Rentería, movendo brevemente os lábios:
— Vou lhe dar a comunhão, filha minha.
Esperou que Pedro Páramo a levantasse encostando-a sobre o espaldar da cama. Susana San Juan, semiadormecida, estendeu a língua e engoliu a hóstia. Depois disse: “Tivemos um tempo muito feliz, Florencio.” E tornou a se afundar entre a sepultura de seus lençóis.
— A SENHORA ESTÁ vendo aquela janela, dona Fausta, lá na Media Luna, onde a luz sempre ficava acesa?
— Não, Angeles. Não vejo nenhuma janela.
— É que justinho agora ficou escura. Será que aconteceu alguma coisa ruim na Media Luna? Faz mais de três anos que aquela janela está alumbrada, noite a noite. Dizem, quem esteve lá, que é o quarto onde habita a mulher de Pedro Páramo, uma coitadinha louca que tem medo do escuro. E olha só: agora mesmo, a luz apagou. Não será um acontecimento ruim?
— Talvez tenha morrido. Estava muito doente. Dizem que já nem reconhecia as pessoas, e dizem que falava sozinha. Bom castigo deve ter suportado Pedro Páramo casando-se com essa mulher.
— Coitado do senhor dom Pedro.
— Não, Fausta. Ele merece. Isso e muito mais.
— Olha, a janela continua escura.
— Deixa essa janela em paz e vamos dormir, que é noite alta para que nós duas, esse par de velhas, andemos soltas pela rua.
E as duas mulheres, que saíam da igreja muito perto das onze da noite, perderam-se debaixo dos arcos do portal, olhando como a sombra de um homem cruzava a praça na direção da Media Luna.
— Escuta, dona Fausta, não parece que o senhor ali é o doutor Valência?
— Parece mesmo, mas ando tão cega que não conseguiria reconhecê-lo.
— Não se esqueça que ele veste sempre calças brancas e paletó preto. Eu aposto que está acontecendo alguma coisa ruim na Media Luna. E olha só como ele vai rijo, como se a urgência o empurrasse.
— Pode ser de verdade uma coisa ruim. Sinto vontade de voltar e dizer ao padre Rentería que se achegue por lá, vai que essa infeliz morre sem se confessar.
— Nem pense nisso, Angeles. Nem Deus queira. Depois de tudo que ela sofreu neste mundo, ninguém desejaria que se fosse sem os auxílios espirituais e continuasse a penar na outra vida. Embora os bruxos digam que nos loucos a confissão não vale, pois mesmo quando têm a alma impura são inocentes. Isso só Deus sabe... Veja só, já tornaram a acender a luz na janela. Oxalá tudo dê certo. Imagine só em aonde iria dar o trabalho que tivemos todos esses
dias para arrumar a igreja para que pareça bonita agora no Natal, se alguém morrer naquela casa. Com o poder que tem, dom Pedro aguaria a nossa festa num triz.
— A senhora sempre pensa o pior, dona Fausta. Era melhor fazer como eu: encomende tudo à Providência Divina. Reze uma ave-maria à Virgem e tenho certeza que nada vai acontecer de hoje para amanhã. Depois, que seja feita a vontade de Deus; afinal de contas, ela não deve estar tão contente assim nesta vida.
— Acredite em mim, Angeles, a senhora sempre me repõe o ânimo. Vou dormir levando ao sono esses pensamentos. Dizem por aí que os pensamentos dos sonhos vão direto para o céu. Tomara que os meus alcancem esta altura. Amanhã nos vemos.
— Até amanhã, Fausta.
As duas velhas, porta a porta, se meteram em suas casas. O silêncio voltou a fechar a noite sobre o povoado.
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Rulfo, Juan Pedro Páramo / tradução e prefácio de Eric Nepomuceno. — Rio de Janeiro: BestBolso, 2008. Tradução de: Pedro Páramo ISBN 978-85-7799-116-7 1. Romance mexicano. I. Nepomuceno, Eric. II. Título
Pedro Páramo – Romance mais aclamado da literatura mexicana, Pedro Páramo é o primeiro de dois livros lançados em toda a vida de Juan Rulfo. O enredo, simples, trata da promessa feita por um filho à mãe moribunda, que lhe pede que saia em busca do pai, Pedro Páramo, um malvado lendário e assassino. Juan Preciado, o filho, não encontra pessoas, mas defuntos repletos de memórias, que lhe falam da crueldade implacável do pai. Vergonha é o que Juan sente. Alegoricamente, é o México ferido que grita suas chagas e suas revoluções, por meio de uma aldeia seca e vazia onde apenas os mortos sobrevivem para narrar os horrores da história. O realismo fantástico como hoje se conhece não teria existido sem Pedro Páramo; é dessa fonte que beberam o colombiano Gabriel Garcia Márquez e o peruano Mario Vargas Llosa, que também narram odisseias latino-americanas.
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32. Pedro Páramo: Tengo la boca llena de tierra - Juan Rulfo
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