Juan Rulfo
32. Pedro Páramo: Tengo la boca llena de tierra
Se detuvo también. Miró de reojo al padre Rentería y lo vio lejos, como si estuviera detrás de un vidrio empañado.
32. Pedro Páramo: Tengo la boca llena de tierra
-Tengo la boca llena de tierra.
-Sí, padre.
-No digas: «Sí, padre». Repite conmigo lo que yo vaya diciendo.
-¿Qué va usted a decirme? ¿Me va a confesar otra vez? ¿Por qué otra vez?
-Ésta no será una confesión, Susana. Sólo vine a platicar contigo. A prepararte para la muerte.
-¿Ya me voy a morir?
-Sí, hija.
-¿Por qué entonces no me deja en paz? Tengo ganas de descansar. Le han de haber encargado que viniera a quitarme el sueño. Que se estuviera aquí conmigo hasta que se me fuera el sueño. ¿Qué haré después para encontrarlo? Nada, padre. ¿Por qué mejor no se va y me deja tranquila?
-Te dejaré en paz, Susana. Conforme vayas repitiendo las palabras que yo diga, te irás quedando dormida. Sentirás como si tú misma te arrullaras. Y ya que te duermas nadie te despertará... Nunca volverás a despertar.
-Está bien, padre. Haré lo que usted diga.
El padre Rentería, sentado en la orilla de la cama, puestas las manos sobre los hombros de Susana San Juan, con su boca casi pegada a la oreja de ella para no hablar fuerte, encajaba secretamente cada una de sus palabras: «Tengo la boca llena de tierra». Luego se detuvo. Trató de ver si los labios de ella se movían. Y los vio balbucir, aunque sin dejar salir ningún sonido.
«Tengo la boca llena de ti, de tu boca. Tus labios apretados, duros como si mordieran oprimidos mis labios...»
-Sí, padre.
-No digas: «Sí, padre». Repite conmigo lo que yo vaya diciendo.
-¿Qué va usted a decirme? ¿Me va a confesar otra vez? ¿Por qué otra vez?
-Ésta no será una confesión, Susana. Sólo vine a platicar contigo. A prepararte para la muerte.
-¿Ya me voy a morir?
-Sí, hija.
-¿Por qué entonces no me deja en paz? Tengo ganas de descansar. Le han de haber encargado que viniera a quitarme el sueño. Que se estuviera aquí conmigo hasta que se me fuera el sueño. ¿Qué haré después para encontrarlo? Nada, padre. ¿Por qué mejor no se va y me deja tranquila?
-Te dejaré en paz, Susana. Conforme vayas repitiendo las palabras que yo diga, te irás quedando dormida. Sentirás como si tú misma te arrullaras. Y ya que te duermas nadie te despertará... Nunca volverás a despertar.
-Está bien, padre. Haré lo que usted diga.
El padre Rentería, sentado en la orilla de la cama, puestas las manos sobre los hombros de Susana San Juan, con su boca casi pegada a la oreja de ella para no hablar fuerte, encajaba secretamente cada una de sus palabras: «Tengo la boca llena de tierra». Luego se detuvo. Trató de ver si los labios de ella se movían. Y los vio balbucir, aunque sin dejar salir ningún sonido.
«Tengo la boca llena de ti, de tu boca. Tus labios apretados, duros como si mordieran oprimidos mis labios...»
Se detuvo también. Miró de reojo al padre Rentería y lo vio lejos, como si estuviera detrás de un vidrio empañado.
Luego volvió a oír la voz calentando su oído:
-Trago saliva espumosa; mastico terrones plagados de gusanos que se me anudan en la garganta y raspan la pared del paladar... Mi boca se hunde, retorciéndose en muecas, perforada por los dientes que la taladran y devoran. La nariz se reblandece. La gelatina de los ojos se derrite. Los cabellos arden en una sola llamarada...
Le extrañaba la quietud de Susana San Juan. Hubiera querido adivinar sus pensamientos y ver la batalla de aquel corazón por rechazar las imágenes que él estaba sembrando dentro de ella. Le miró los ojos y ella le devolvió la mirada. Y le pareció ver como si sus labios forzaran una sonrisa.
-Aún falta más. La visión de Dios. La luz suave de su cielo infinito. El gozo de los querubines y el canto de los serafines. La alegría de los ojos de Dios, última y fugaz visión de los condenados a la pena eterna. Y no sólo eso, sino todo conjugado con un dolor terrenal. El tuétano de nuestros huesos convertido en lumbre y las venas de nuestra sangre en hilos de fuego, haciéndonos dar reparos de increíble dolor; no menguado nunca; atizado siempre por la ira del Señor.
«Él me cobijaba entre sus brazos. Me daba amor.»
El padre Rentería repasó con la vista las figuras que estaban alrededor de él, esperando el último momento. Cerca de la puerta, Pedro Páramo aguardaba con los brazos cruzados; en seguida, el doctor Valencia, y junto a ellos otros señores. Más allá, en las sombras, un puño de mujeres a las que se les hacía tarde para comenzar a rezar la oración de difuntos.
Tuvo intenciones de levantarse. Dar los santos óleos a la enferma y decir: «He terminado». Pero no, no había terminado todavía. No podía entregar los sacramentos a una mujer sin conocer la medida de su arrepentimiento.
Le entraron dudas. Quizá ella no tenía nada de que arrepentirse. Tal vez él no tenía nada de que perdonarla. Se inclinó nuevamente sobre ella y, sacudiéndole los hombros, le dijo en voz baja:
-Vas a ir a la presencia de Dios. Y su juicio es inhumano para los pecadores.
Luego se acercó otra vez a su oído; pero ella sacudió la cabeza:
-¡Ya váyase, padre! No se mortifique por mí. Estoy tranquila y tengo mucho sueño.
Se oyó el sollozo de una de las mujeres escondidas en la sombra.
Entonces Susana San Juan pareció recobrar vida. Se alzó en la cama y dijo:
-¡Justina, hazme el favor de irte a llorar a otra parte!
Después sintió que la cabeza se le clavaba en el vientre. Trató de separar el vientre de su cabeza; de hacer a un lado aquel vientre que le apretaba los ojos y le cortaba la respiración; pero cada vez se volcaba más como si se hundiera en la noche.
-Yo. Yo vi morir a doña Susanita.
-Yo. Yo vi morir a doña Susanita.
-¿Qué dices, Dorotea?
-Lo que te acabo de decir.
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— ESTOU COM A BOCA cheia de terra.
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— ESTOU COM A BOCA cheia de terra.
— Sim, padre.
— Não diga: “Sim, padre.” Repete comigo o que eu for dizendo.
— O que o senhor vai me dizer? Vai pegar a minha confissão outra vez? Por que outra vez?
— Esta não vai ser uma confissão, Susana. Só vim conversar com você. Preparar você para a morte.
— Eu já vou morrer?
— Vai, filha.
— Então por que não me deixa em paz? Estou com vontade de descansar. Devem ter pedido ao senhor que viesse tirar meu sono. Que ficasse aqui comigo até meu sono ir embora. E o que eu vou fazer depois para encontrar meu sono? Nada, padre. Então por que o senhor não vai embora de uma vez e me deixa tranquila?
— Vou deixar você em paz, Susana. Conforme você for repetindo as palavras que eu disser, irá adormecendo. Vai sentir como se você mesma se ninasse. E vai ver que quando você dormir, ninguém mais irá despertá-la... Você não vai voltar a despertar nunca mais.
— Está bem, padre. Vou fazer o que o senhor disser.
O padre Rentería, sentado na beira da cama, as mãos postas sobre os ombros de Susana San Juan, com sua boca assim quase grudada na orelha dela para não falar alto, encaixava secretamente cada uma de suas palavras: “Tenho a boca cheia de terra.” Depois se deteve. Tratou de ver se os lábios dela se moviam. E os viu balbuciar, embora sem deixar sair som algum.
“Tenho a boca cheia de ti, da sua boca. Seus lábios apertados, duros como se mordessem oprimindo meus lábios...”
Também se deteve. Olhou de viés o padre Rentería e viu-o ao longe, como se estivesse por trás de um vidro embaçado.
Depois tornou a ouvir a voz esquentando seu ouvido:
— Tenho saliva espumosa; mastigo torrões coalhados de vermes que se aninham na minha garganta e raspam o meu céu da boca... Minha boca se afunda, contorcendo-se em trejeitos, perfurada pelos dentes que a perfuram e devoram. O nariz amolece. A gelatina dos olhos se derrete. Os cabelos ardem numa labareda só...
Estranhava a quietude de Susana San Juan. Teria querido adivinhar seus pensamentos e ver a batalha daquele coração por rejeitar as imagens que ele estava semeando dentro dela. Olhou seus olhos e ela devolveu o olhar. E ele achou que estava vendo como os lábios dela forçavam um sorriso.
Estranhava a quietude de Susana San Juan. Teria querido adivinhar seus pensamentos e ver a batalha daquele coração por rejeitar as imagens que ele estava semeando dentro dela. Olhou seus olhos e ela devolveu o olhar. E ele achou que estava vendo como os lábios dela forçavam um sorriso.
— Ainda falta uma coisa. A visão de Deus. A luz suave de seu céu infinito. O gozo dos querubins e o canto dos serafins. A alegria dos olhos de Deus, a última e fugaz visão dos condenados à pena eterna. E não apenas isso, mas tudo conjugado com uma dor terrena. O tutano dos nossos ossos convertido em lume e as veias do nosso sangue em fios de fogo, fazendo-nos contorcer de uma dor incrível; que não míngua nunca; atiçado sempre pela ira do Senhor.
“Ele me abrigava entre seus braços. Ele me dava amor.”
O padre Rentería repassou com os olhos as figuras que estavam à sua volta, esperando o último momento. Perto da porta, Pedro Páramo esperava com os braços cruzados; em seguida, o doutor Valência, e junto a eles outros senhores. Mais além, nas sombras, um punhado de mulheres para quem já estava se fazendo tarde para começar a rezar a oração dos defuntos.
Teve intenção de se levantar. Dar os santos óleos à enferma e dizer: “Terminei.” Mas não, ainda não terminara. Não podia entregar os sacramentos a uma mulher sem conhecer o tamanho de seu arrependimento.
Sentiu que entrava em dúvidas. Talvez ela não tivesse nada de que se arrepender. Talvez ele não tivesse nada a perdoar. Inclinou-se suavemente sobre ela, e sacudindo seus ombros, disse em voz baixa:
— Você está indo até a presença de Deus. E sua sentença é desumana para os pecadores.
Depois aproximou-se outra vez de seu ouvido; mas ela sacudiu a cabeça:
— Vá embora de uma vez, padre! Não se mortifique por mim. Estou tranquila e tenho sono.
Ouviu-se o soluço de uma das mulheres escondidas na sombra. Então Susana San Juan pareceu recobrar a vida. Endireitou-se na cama e disse:
— Justina, faça-me o favor de ir chorar em outro canto!
Depois sentiu que a cabeça se cravava em seu ventre. Tentou separar o ventre de sua cabeça; afastar aquele ventre que apertava seus olhos e cortava sua respiração; mas cada vez se inclinava mais como se afundasse na noite.
— EU... Eu vi dona Susanita morrer.
— EU... Eu vi dona Susanita morrer.
— O que você está dizendo, Dorotea?
— Estou dizendo o que acabo de dizer.
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Rulfo, Juan Pedro Páramo / tradução e prefácio de Eric Nepomuceno. — Rio de Janeiro: BestBolso, 2008. Tradução de: Pedro Páramo ISBN 978-85-7799-116-7 1. Romance mexicano. I. Nepomuceno, Eric. II. Título
Pedro Páramo – Romance mais aclamado da literatura mexicana, Pedro Páramo é o primeiro de dois livros lançados em toda a vida de Juan Rulfo. O enredo, simples, trata da promessa feita por um filho à mãe moribunda, que lhe pede que saia em busca do pai, Pedro Páramo, um malvado lendário e assassino. Juan Preciado, o filho, não encontra pessoas, mas defuntos repletos de memórias, que lhe falam da crueldade implacável do pai. Vergonha é o que Juan sente. Alegoricamente, é o México ferido que grita suas chagas e suas revoluções, por meio de uma aldeia seca e vazia onde apenas os mortos sobrevivem para narrar os horrores da história. O realismo fantástico como hoje se conhece não teria existido sem Pedro Páramo; é dessa fonte que beberam o colombiano Gabriel Garcia Márquez e o peruano Mario Vargas Llosa, que também narram odisseias latino-americanas.
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33. Pedro Páramo: Al alba, la gente fue despertada - Juan Rulfo
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Rulfo, Juan Pedro Páramo / tradução e prefácio de Eric Nepomuceno. — Rio de Janeiro: BestBolso, 2008. Tradução de: Pedro Páramo ISBN 978-85-7799-116-7 1. Romance mexicano. I. Nepomuceno, Eric. II. Título
Pedro Páramo – Romance mais aclamado da literatura mexicana, Pedro Páramo é o primeiro de dois livros lançados em toda a vida de Juan Rulfo. O enredo, simples, trata da promessa feita por um filho à mãe moribunda, que lhe pede que saia em busca do pai, Pedro Páramo, um malvado lendário e assassino. Juan Preciado, o filho, não encontra pessoas, mas defuntos repletos de memórias, que lhe falam da crueldade implacável do pai. Vergonha é o que Juan sente. Alegoricamente, é o México ferido que grita suas chagas e suas revoluções, por meio de uma aldeia seca e vazia onde apenas os mortos sobrevivem para narrar os horrores da história. O realismo fantástico como hoje se conhece não teria existido sem Pedro Páramo; é dessa fonte que beberam o colombiano Gabriel Garcia Márquez e o peruano Mario Vargas Llosa, que também narram odisseias latino-americanas.
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33. Pedro Páramo: Al alba, la gente fue despertada - Juan Rulfo
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