Juan Rulfo
35. Pedro Páramo: como si fuera un montón de piedras
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NAQUELA MESMA hora a mãe de Gamaliel Villalpando, dona Inés, varria a rua na frente da loja do filho, quando chegou e, pela porta entreaberta, entrou Abundio Martínez. Encontrou Gamaliel dormindo em cima do balcão, com o chapelão cobrindo sua cara para que as moscas não o incomodassem. Teve de esperar um bom tempo até ele acordar. Teve de esperar que dona Inés terminasse a labuta de varrer a rua e viesse cutucar as costelas do filho com o cabo da vassoura e dissesse a ele:
LÁ ATRÁS, Pedro Páramo, sentado em sua cadeira de assento de couro, olhou o cortejo que ia até o povoado. Sentiu que sua mão esquerda, ao querer se levantar, caía morta sobre seus joelhos; mas não deu importância a isso. Estava acostumado a ver morrer a cada dia algum de seus pedaços. Viu como o jasmineiro se sacudia deixando cair suas folhas: “Todos escolhem o mesmo caminho. Todos se vão.” Depois voltou ao lugar onde havia deixado seus pensamentos.
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Rulfo, Juan Pedro Páramo / tradução e prefácio de Eric Nepomuceno. — Rio de Janeiro: BestBolso, 2008. Tradução de: Pedro Páramo ISBN 978-85-7799-116-7 1. Romance mexicano. I. Nepomuceno, Eric. II. Título
Pedro Páramo – Romance mais aclamado da literatura mexicana, Pedro Páramo é o primeiro de dois livros lançados em toda a vida de Juan Rulfo. O enredo, simples, trata da promessa feita por um filho à mãe moribunda, que lhe pede que saia em busca do pai, Pedro Páramo, um malvado lendário e assassino. Juan Preciado, o filho, não encontra pessoas, mas defuntos repletos de memórias, que lhe falam da crueldade implacável do pai. Vergonha é o que Juan sente. Alegoricamente, é o México ferido que grita suas chagas e suas revoluções, por meio de uma aldeia seca e vazia onde apenas os mortos sobrevivem para narrar os horrores da história. O realismo fantástico como hoje se conhece não teria existido sem Pedro Páramo; é dessa fonte que beberam o colombiano Gabriel Garcia Márquez e o peruano Mario Vargas Llosa, que também narram odisseias latino-americanas.
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35. Pedro Páramo: como si fuera un montón de piedras
A esa misma hora, la madre de Gamaliel Villalpando, doña Inés, barría la calle frente a la tienda de su hijo, cuando llegó y por la puerta entornada, se metió Abundio Martínez. Se encontró al Gamaliel dormido encima del mostrador con el sombrero cubriéndole la cara para que no lo molestaran las moscas. Tuvo que esperar un buen rato para que despertara. Tuvo que esperar a que doña Inés terminara la faena de barrer la calle y viniera a picarle las costillas a su hijo con el mango de la escoba y le dijera:
-¡Aquí tienes un cliente! ¡Alevántate!
El Gamaliel se enderezó de mal genio, dando gruñidos. Tenía los ojos colorados de tanto desvelarse y de tanto acompañar a los borrachos, emborrachándose con ellos. Ya sentado sobre el mostrador, maldijo a su madre, se maldijo a sí mismo y maldijo infinidad de veces a la vida «que valía un puro carajo». Luego volvió a acomodarse con las manos entre las piernas y se volvió a dormir todavía farfullando maldiciones:
-Yo no tengo la culpa de que a estas horas anden sueltos los borrachos.
-El pobre de mi hijo. Discúlpalo, Abundio. El pobre se pasó la noche atendiendo a unos viajantes que se picaron con las copas. ¿Qué es lo que te trae por aquí tan de mañana?
Se lo dijo a gritos, porque Abundio era sordo.
-Pos nada más un cuartillo de alcohol del que estoy necesitado.
-¿Se te volvió a desmayar la Refugio?
-Se me murió ya, madre Villa. Anoche mismito, muy cerca de las once. Y conque hasta vendí mis burros. Hasta eso vendí porque se me aliviara.
-¡No oigo lo que estás diciendo! ¿O no estás diciendo nada? ¿Qué es lo que dices?
-Que me pasé la noche velando a la muerta, a la Refugio. Dejó de resollar anoche.
-Con razón me olió a muerto. Fíjate que hasta yo le dije al Gamaliel: « Me huele que alguien se murió en el pueblo». Pero ni caso me hizo; con eso de que tuvo que congeniar con los viajantes, el pobre se emborrachó. Y tú sabes que cuando está en ese estado, todo le da risa y ni caso le hace a una. Pero ¿qué me dices? ¿Y tienes convidados para el velorio?
-Ninguno, madre Villa. Para eso quiero el alcohol, para curarme la pena.
-¿Lo quieres puro?
-Sí, madre Villa. Pa emborracharme más pronto. Y dámelo rápido que llevo prisa.
-Te daré dos decilitros por el mismo precio y por ser para ti. Ve diciéndole entretanto a la difuntita que yo siempre la aprecié y que me tome en cuenta cuando llegue a la gloria.
-Sí, madre Villa.
-Díselo antes de que se acabe de enfriar.
-Se lo diré. Yo sé que ella también cuenta con usté pa que ofrezca sus oraciones. Con decirle que se murió compungida porque no hubo ni quien la auxiliara.
-¿Qué, no fuiste a ver al padre Rentería?
-Fui. Pero me informaron que andaba en el cerro.
-¿En cuál cerro?
-Pos por esos andurriales. Usted sabe que andan en la revuelta.
-¿De modo que también él? Pobres de nosotros, Abundio.
-A nosotros qué nos importa eso, madre Villa. Ni nos va ni nos viene. Sírvamela otra. Ahí como que se hace la disimulada, al fin y al cabo el Gamaliel está dormido.
-Pero no se te olvide pedirle a la Refugio que ruegue a Dios por mí, que tanto lo necesito.
-No se mortifique. Se lo diré en llegando. Y hasta le sacaré la promesa de palabra, por si es necesario y pa que usté se deje de apuraciones.
-Eso, eso mero debes hacer. Porque tú sabes cómo son las mujeres. Así que hay que exigirles el cumplimiento en seguida. Abundio Martínez dejó otros veinte centavos sobre el mostrador.
-Deme el otro cuartillo, madre Villa. Y si me lo quiere dar sobradito, pos ahí es cosa de usté. Lo único que le prometo es que éste sí me lo iré a beber junto a la difuntita; junto a mi Cuca.
-Vete pues, antes que se despierte mi hijo. Se le agria mucho el genio cuando amanece después de una borrachera. Vete volando y no se te olvide darle mi encargo a tu mujer.
Salió de la tienda dando estornudos. Aquello era pura lumbre; pero, como le habían dicho que así se subía más pronto, sorbió un trago tras otro, echándose aire en la boca con la falda de la camisa. Luego trató de ir derecho a su casa donde lo esperaba la Refugio; pero torció el camino y echó a andar calle arriba, saliéndose del pueblo por donde lo llevó la vereda.
-¡Damiana! -llamó Pedro Páramo-. Ven a ver qué quiere ese hombre que viene por el camino.
Abundio siguió avanzando, dando traspiés, agachando la cabeza y a veces caminando en cuatro patas. Sentía que la tierra se retorcía, le daba vueltas y luego se le soltaba; él corría para agarrarla, y cuando ya la tenía en sus manos se le volvía a ir, hasta que llegó frente a la figura de un señor sentado junto a una puerta. Entonces se detuvo:
-Denme una caridad para enterrar a mi mujer-dijo.
Damiana Cisneros rezaba: «De las asechanzas del enemigo malo, líbranos, Señor». Y le apuntaba con las manos haciendo la señal de la cruz.
Abundio Martínez vio a la mujer de los ojos azorados, poniéndole aquella cruz enfrente, y se estremeció. Pensó que tal vez el demonio lo había seguido hasta allí, y se dio vuelta, esperando encontrarse con alguna mala figuración. Al no ver a nadie, repitió:
-Vengo por una ayudita para enterrar a mi muerta.
El sol le llegaba por la espalda. Ese sol recién salido, casi frío, desfigurado por el polvo de la tierra.
La cara de Pedro Páramo se escondió debajo de las cobijas como si se escondiera de la luz, mientras que los gritos de Damiana se oían salir más repetidos, atravesando los campos: «¡Están matando a don Pedro!».
Abundio Martínez oía que aquella mujer gritaba. No sabía qué hacer para acabar con esos gritos. No le encontraba la punta a sus pensamientos. Sentía que los gritos de la vieja se debían estar oyendo muy lejos. Quizá hasta su mujer los estuviera oyendo, porque a él le taladraban las orejas, aunque no entendía lo que decía. Pensó en su mujer que estaba tendida en el catre, solita, allá en el patio de su casa, adonde él la había sacado para que se serenara y no se apestara pronto. La Cuca, que todavía ayer se acostaba con él, bien viva, retozando como una patrona, y que lo mordía y le raspaba la nariz con su nariz. La que le dio aquel hijito que se les murió apenas nacido, dizque porque ella estaba incapacitada: el mal de ojo y los fríos y la rescoldera y no sé cuántos males tenía su mujer, según le dijo el doctor que fue a verla ya a última hora, cuanto tuvo que vender sus burros para traerlo hasta acá, por el cobro tan alto que le pidió. Y de nada había servido... La Cuca, que ahora estaba allá aguantando el relente, con los ojos cerrados, ya sin poder ver amanecer; ni este sol ni ningún otro.
-¡Ayúdenme! -dijo-. Denme algo.
Pero ni siquiera él se oyó. Los gritos de aquella mujer lo dejaban sordo.
Por el camino de Comala se movieron unos puntitos negros. De pronto los puntitos se convirtieron en hombres y luego estuvieron aquí, cerca de él. Damiana Cisneros dejó de gritar. Deshizo su cruz. Ahora se había caído y abría la boca como si bostezara.
Los hombres que habían venido la levantaron del suelo y la llevaron al interior de la casa.
-¿No le ha pasado nada a usted, patrón? -preguntaron.
Apareció la cara de Pedro Páramo, que sólo movió la cabeza.
Desarmaron a Abundio, que aún tenía el cuchillo lleno de sangre en la mano:
-Vente con nosotros -le dijeron-. En un buen lío te has metido.
Y él los siguió.
Antes de entrar en el pueblo les pidió permiso. Se hizo a un lado y allí vomitó una cosa amarilla como de bilis. Chorros y chorros, como si hubiera sorbido diez litros de agua. Entonces le comenzó a arder la cabeza y sintió la lengua trabada:
-Estoy borracho -dijo.
Regresó a donde estaban esperándolo. Se apoyó en los hombros de ellos, que lo llevaron a rastras, abriendo un surco en la tierra con la punta de los pies.
Allá atrás, Pedro Páramo, sentado en su equipal, miró el cortejo que se iba hacia el pueblo. Sintió que su mano izquierda, al querer levantarse, caía muerta sobre sus rodillas; pero no hizo caso de eso. Estaba acostumbrado a ver morir cada día alguno de sus pedazos. Vio cómo se sacudía el paraíso dejando caer sus hojas: «Todos escogen el mismo camino. Todos se van». Después volvió al lugar donde había dejado sus pensamientos.
«Susana -dijo. Luego cerró los ojos-. Yo te pedí que regresaras...
»... Había una luna grande en medio del mundo. Se me perdían los ojos mirándote. Los rayos de la luna filtrándose sobre tu cara. No me cansaba de ver esa aparición que eras tú. Suave, restregada de luna; tu boca abullonada, humedecida, irisada de estrellas; tu cuerpo transparentándose en el agua de la noche. Susana, Susana San Juan.»
Quiso levantar su mano para aclarar la imagen; pero sus piernas la retuvieron como si fuera de piedra. Quiso levantar la otra mano y fue cayendo despacio, de lado, hasta quedar apoyada en el suelo como una muleta deteniendo su hombro deshuesado.
«Ésta es mi muerte», dijo.
El sol se fue volteando sobre las cosas y les devolvió su forma. La tierra en ruinas estaba frente a él, vacía. El calor caldeaba su cuerpo. Sus ojos apenas se movían; saltaban de un recuerdo a otro, desdibujando el presente. De pronto su corazón se detenía y parecía como si también se detuviera el tiempo y el aire de la vida.
«Con tal de que no sea una nueva noche» , pensaba él.
Porque tenía miedo de las noches que le llenaban de fantasmas la oscuridad. De encerrarse con sus fantasmas. De eso tenía miedo.
«Sé que dentro de pocas horas vendrá Abundio con sus manos ensangrentadas a pedirme la ayuda que le negué. Y yo no tendré manos para taparme los ojos y no verlo. Tendré que oírlo, hasta que su voz se apague con el día, hasta que se le muera su voz.»
Sintió que unas manos le tocaban los hombros y enderezó el cuerpo, endureciéndolo.
-Soy yo, don Pedro -dijo Damiana-. ¿No quiere que le traiga su almuerzo?
Pedro Páramo respondió:
-Voy para allá. Ya voy.
Se apoyó en los brazos de Damiana Cisneros e hizo intento de caminar. Después de unos cuantos pasos cayó, suplicando por dentro; pero sin decir una sola palabra. Dio un golpe seco contra la tierra y se fue desmoronando como si fuera un montón de piedras.
-¡Aquí tienes un cliente! ¡Alevántate!
El Gamaliel se enderezó de mal genio, dando gruñidos. Tenía los ojos colorados de tanto desvelarse y de tanto acompañar a los borrachos, emborrachándose con ellos. Ya sentado sobre el mostrador, maldijo a su madre, se maldijo a sí mismo y maldijo infinidad de veces a la vida «que valía un puro carajo». Luego volvió a acomodarse con las manos entre las piernas y se volvió a dormir todavía farfullando maldiciones:
-Yo no tengo la culpa de que a estas horas anden sueltos los borrachos.
-El pobre de mi hijo. Discúlpalo, Abundio. El pobre se pasó la noche atendiendo a unos viajantes que se picaron con las copas. ¿Qué es lo que te trae por aquí tan de mañana?
Se lo dijo a gritos, porque Abundio era sordo.
-Pos nada más un cuartillo de alcohol del que estoy necesitado.
-¿Se te volvió a desmayar la Refugio?
-Se me murió ya, madre Villa. Anoche mismito, muy cerca de las once. Y conque hasta vendí mis burros. Hasta eso vendí porque se me aliviara.
-¡No oigo lo que estás diciendo! ¿O no estás diciendo nada? ¿Qué es lo que dices?
-Que me pasé la noche velando a la muerta, a la Refugio. Dejó de resollar anoche.
-Con razón me olió a muerto. Fíjate que hasta yo le dije al Gamaliel: « Me huele que alguien se murió en el pueblo». Pero ni caso me hizo; con eso de que tuvo que congeniar con los viajantes, el pobre se emborrachó. Y tú sabes que cuando está en ese estado, todo le da risa y ni caso le hace a una. Pero ¿qué me dices? ¿Y tienes convidados para el velorio?
-Ninguno, madre Villa. Para eso quiero el alcohol, para curarme la pena.
-¿Lo quieres puro?
-Sí, madre Villa. Pa emborracharme más pronto. Y dámelo rápido que llevo prisa.
-Te daré dos decilitros por el mismo precio y por ser para ti. Ve diciéndole entretanto a la difuntita que yo siempre la aprecié y que me tome en cuenta cuando llegue a la gloria.
-Sí, madre Villa.
-Díselo antes de que se acabe de enfriar.
-Se lo diré. Yo sé que ella también cuenta con usté pa que ofrezca sus oraciones. Con decirle que se murió compungida porque no hubo ni quien la auxiliara.
-¿Qué, no fuiste a ver al padre Rentería?
-Fui. Pero me informaron que andaba en el cerro.
-¿En cuál cerro?
-Pos por esos andurriales. Usted sabe que andan en la revuelta.
-¿De modo que también él? Pobres de nosotros, Abundio.
-A nosotros qué nos importa eso, madre Villa. Ni nos va ni nos viene. Sírvamela otra. Ahí como que se hace la disimulada, al fin y al cabo el Gamaliel está dormido.
-Pero no se te olvide pedirle a la Refugio que ruegue a Dios por mí, que tanto lo necesito.
-No se mortifique. Se lo diré en llegando. Y hasta le sacaré la promesa de palabra, por si es necesario y pa que usté se deje de apuraciones.
-Eso, eso mero debes hacer. Porque tú sabes cómo son las mujeres. Así que hay que exigirles el cumplimiento en seguida. Abundio Martínez dejó otros veinte centavos sobre el mostrador.
-Deme el otro cuartillo, madre Villa. Y si me lo quiere dar sobradito, pos ahí es cosa de usté. Lo único que le prometo es que éste sí me lo iré a beber junto a la difuntita; junto a mi Cuca.
-Vete pues, antes que se despierte mi hijo. Se le agria mucho el genio cuando amanece después de una borrachera. Vete volando y no se te olvide darle mi encargo a tu mujer.
Salió de la tienda dando estornudos. Aquello era pura lumbre; pero, como le habían dicho que así se subía más pronto, sorbió un trago tras otro, echándose aire en la boca con la falda de la camisa. Luego trató de ir derecho a su casa donde lo esperaba la Refugio; pero torció el camino y echó a andar calle arriba, saliéndose del pueblo por donde lo llevó la vereda.
-¡Damiana! -llamó Pedro Páramo-. Ven a ver qué quiere ese hombre que viene por el camino.
Abundio siguió avanzando, dando traspiés, agachando la cabeza y a veces caminando en cuatro patas. Sentía que la tierra se retorcía, le daba vueltas y luego se le soltaba; él corría para agarrarla, y cuando ya la tenía en sus manos se le volvía a ir, hasta que llegó frente a la figura de un señor sentado junto a una puerta. Entonces se detuvo:
-Denme una caridad para enterrar a mi mujer-dijo.
Damiana Cisneros rezaba: «De las asechanzas del enemigo malo, líbranos, Señor». Y le apuntaba con las manos haciendo la señal de la cruz.
Abundio Martínez vio a la mujer de los ojos azorados, poniéndole aquella cruz enfrente, y se estremeció. Pensó que tal vez el demonio lo había seguido hasta allí, y se dio vuelta, esperando encontrarse con alguna mala figuración. Al no ver a nadie, repitió:
-Vengo por una ayudita para enterrar a mi muerta.
El sol le llegaba por la espalda. Ese sol recién salido, casi frío, desfigurado por el polvo de la tierra.
La cara de Pedro Páramo se escondió debajo de las cobijas como si se escondiera de la luz, mientras que los gritos de Damiana se oían salir más repetidos, atravesando los campos: «¡Están matando a don Pedro!».
Abundio Martínez oía que aquella mujer gritaba. No sabía qué hacer para acabar con esos gritos. No le encontraba la punta a sus pensamientos. Sentía que los gritos de la vieja se debían estar oyendo muy lejos. Quizá hasta su mujer los estuviera oyendo, porque a él le taladraban las orejas, aunque no entendía lo que decía. Pensó en su mujer que estaba tendida en el catre, solita, allá en el patio de su casa, adonde él la había sacado para que se serenara y no se apestara pronto. La Cuca, que todavía ayer se acostaba con él, bien viva, retozando como una patrona, y que lo mordía y le raspaba la nariz con su nariz. La que le dio aquel hijito que se les murió apenas nacido, dizque porque ella estaba incapacitada: el mal de ojo y los fríos y la rescoldera y no sé cuántos males tenía su mujer, según le dijo el doctor que fue a verla ya a última hora, cuanto tuvo que vender sus burros para traerlo hasta acá, por el cobro tan alto que le pidió. Y de nada había servido... La Cuca, que ahora estaba allá aguantando el relente, con los ojos cerrados, ya sin poder ver amanecer; ni este sol ni ningún otro.
-¡Ayúdenme! -dijo-. Denme algo.
Pero ni siquiera él se oyó. Los gritos de aquella mujer lo dejaban sordo.
Por el camino de Comala se movieron unos puntitos negros. De pronto los puntitos se convirtieron en hombres y luego estuvieron aquí, cerca de él. Damiana Cisneros dejó de gritar. Deshizo su cruz. Ahora se había caído y abría la boca como si bostezara.
Los hombres que habían venido la levantaron del suelo y la llevaron al interior de la casa.
-¿No le ha pasado nada a usted, patrón? -preguntaron.
Apareció la cara de Pedro Páramo, que sólo movió la cabeza.
Desarmaron a Abundio, que aún tenía el cuchillo lleno de sangre en la mano:
-Vente con nosotros -le dijeron-. En un buen lío te has metido.
Y él los siguió.
Antes de entrar en el pueblo les pidió permiso. Se hizo a un lado y allí vomitó una cosa amarilla como de bilis. Chorros y chorros, como si hubiera sorbido diez litros de agua. Entonces le comenzó a arder la cabeza y sintió la lengua trabada:
-Estoy borracho -dijo.
Regresó a donde estaban esperándolo. Se apoyó en los hombros de ellos, que lo llevaron a rastras, abriendo un surco en la tierra con la punta de los pies.
Allá atrás, Pedro Páramo, sentado en su equipal, miró el cortejo que se iba hacia el pueblo. Sintió que su mano izquierda, al querer levantarse, caía muerta sobre sus rodillas; pero no hizo caso de eso. Estaba acostumbrado a ver morir cada día alguno de sus pedazos. Vio cómo se sacudía el paraíso dejando caer sus hojas: «Todos escogen el mismo camino. Todos se van». Después volvió al lugar donde había dejado sus pensamientos.
«Susana -dijo. Luego cerró los ojos-. Yo te pedí que regresaras...
»... Había una luna grande en medio del mundo. Se me perdían los ojos mirándote. Los rayos de la luna filtrándose sobre tu cara. No me cansaba de ver esa aparición que eras tú. Suave, restregada de luna; tu boca abullonada, humedecida, irisada de estrellas; tu cuerpo transparentándose en el agua de la noche. Susana, Susana San Juan.»
Quiso levantar su mano para aclarar la imagen; pero sus piernas la retuvieron como si fuera de piedra. Quiso levantar la otra mano y fue cayendo despacio, de lado, hasta quedar apoyada en el suelo como una muleta deteniendo su hombro deshuesado.
«Ésta es mi muerte», dijo.
El sol se fue volteando sobre las cosas y les devolvió su forma. La tierra en ruinas estaba frente a él, vacía. El calor caldeaba su cuerpo. Sus ojos apenas se movían; saltaban de un recuerdo a otro, desdibujando el presente. De pronto su corazón se detenía y parecía como si también se detuviera el tiempo y el aire de la vida.
«Con tal de que no sea una nueva noche» , pensaba él.
Porque tenía miedo de las noches que le llenaban de fantasmas la oscuridad. De encerrarse con sus fantasmas. De eso tenía miedo.
«Sé que dentro de pocas horas vendrá Abundio con sus manos ensangrentadas a pedirme la ayuda que le negué. Y yo no tendré manos para taparme los ojos y no verlo. Tendré que oírlo, hasta que su voz se apague con el día, hasta que se le muera su voz.»
Sintió que unas manos le tocaban los hombros y enderezó el cuerpo, endureciéndolo.
-Soy yo, don Pedro -dijo Damiana-. ¿No quiere que le traiga su almuerzo?
Pedro Páramo respondió:
-Voy para allá. Ya voy.
Se apoyó en los brazos de Damiana Cisneros e hizo intento de caminar. Después de unos cuantos pasos cayó, suplicando por dentro; pero sin decir una sola palabra. Dio un golpe seco contra la tierra y se fue desmoronando como si fuera un montón de piedras.
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NAQUELA MESMA hora a mãe de Gamaliel Villalpando, dona Inés, varria a rua na frente da loja do filho, quando chegou e, pela porta entreaberta, entrou Abundio Martínez. Encontrou Gamaliel dormindo em cima do balcão, com o chapelão cobrindo sua cara para que as moscas não o incomodassem. Teve de esperar um bom tempo até ele acordar. Teve de esperar que dona Inés terminasse a labuta de varrer a rua e viesse cutucar as costelas do filho com o cabo da vassoura e dissesse a ele:
— Tem cliente aqui! Levanta!
Gamaliel endireitou-se de mau humor, dando uns grunhidos. Tinha os olhos avermelhados de tanto sono e de tanto acompanhar os bêbados, embebedando-se com eles. Já sentado sobre o balcão, amaldiçoou a mãe, amaldiçoou a si mesmo e amaldiçoou infinitas vezes a vida “que valia um caralho”. Depois tomou a se acomodar com as mãos entre as pernas e virou-se para dormir, ainda balbuciando maldições:
— Eu não tenho culpa de a essas horas os bêbados andarem soltos.
— Coitado do meu filho. Desculpe, Abundio. O coitado passou a noite atendendo a uns viajantes que não queriam saber de largar o copo. O que traz o senhor por aqui tão cedo?
Disse tudo isso aos berros, porque Abundio era surdo.
— Pois só um meio litro de álcool, que ando necessitado.
— Refugio tornou a desmaiar?
— Ela já morreu e tudo, mãe Villa. Ontem à noite, quase às onze. E pensar que até vendi meus burros. Até isso eu vendi para conseguir ajuda que lhe desse um alívio.
— Não escuto o que você está dizendo! Ou você não está dizendo nada? O que é que você diz?
— Que passei a noite inteira velando a morta, a Refugio. Deixou de suspirar ontem à noite.
— Com razão senti cheiro de morto. Veja só, eu até disse a Gamaliel: “Estou cheirando que alguém morreu no povoado.” Mas ele nem me deu confiança; por causa dessa história de ter de compartilhar com os viajantes, o coitado se embebedou. E você sabe que quando está nesse estado, tudo é rir, e ele nem me dá confiança. Mas o que é que você está me dizendo? E tem convidados para o velório?
— Nenhum, mamãe Villa. Por isso quero o álcool, para curar minhas penas.
— Puro?
— Sim, mãe Villa. Para me embebedar mais depressa. E me dê agorinha que estou apressado.
— Vou dar mais um quarto pelo mesmo preço e por ser para você. Vai dizendo à finadinha, enquanto isso, que eu sempre a apreciei e que ela se lembre de mim quando chegar à glória.
— Sim, mamãe Villa.
— Pois diz isso a ela antes que ela acabe de esfriar.
— Vou dizer. Eu sei que ela também conta com a senhora para que ofereça a ela suas orações. Só de pensar que ela morreu pesarosa porque não teve ninguém nem para auxiliá-la.
— O que, você não foi ver o padre Rentería?
— Fui. Mas me informaram que andava pelos montes.
— Em qual monte?
— Pois por esses ermos. A senhora sabe que andam na rebelião.
— Quer dizer que ele também? Pobres de nós, Abundio.
— Essa história não nos importa nada, mamãe Villa. Isso aí e nada para nós dá no mesmo. Sirva mais um. Assim meio disfarçado, já que o Gamaliel está é dormindo.
— Mas não se esqueça de pedir à Refugio que rogue a Deus por mim, que necessito tanto.
— Nem se angustie. É chegar e dizer. E até vou arrancar dela a promessa apalavrada, para o caso de ser necessário e para que a senhora deixe de aflições.
— Isso, é isso mesmo que você deve fazer. Porque você sabe como as mulheres são. Assim, é preciso exigir delas que cumpram em seguidinha o combinado. Abundio Martínez deixou outros 20 centavos em cima do balcão.
— Pois me dá o outro meio litro, mãe Villa. E se quiser me dar ainda mais outro bocadinho, pois aí é assunto da senhora. A única coisa que eu lhe prometo é que este, sim, irei beber ao lado da finadinha; ao lado da minha Cuca.
— Então vai de vez, antes que meu filho acorde. O humor dele azeda muito quando acorda depois de uma bebedeira. Vai voando e não se esqueça do meu pedido para a sua mulher.
Saiu do armazém espirrando. Aquilo lá era uma fumaceira só; mas, como tinham dito que assim subia mais depressa, bebeu um gole atrás do outro, abanando ar na boca com a fralda da camisa. Depois tratou de ir direto para casa, onde Refugio esperava por ele; mas torceu o caminho e desandou a andar rua acima, saindo do povoado por onde a vereda o levou.
— Damiana! — chamou Pedro Páramo. — Venha ver o que quer esse homem que vem pelo caminho.
Abundio continuou avançando, dando tropeços, agachando a cabeça e às vezes andando de quatro. Sentia que a terra se retorcia, dava voltas em volta dele, e depois se soltava; ele corria para agarrá-la, e quando já tinha a terra nas mãos, ela tornava a ir embora, até que chegou na frente da figura de um senhor sentado ao lado de uma porta. Então, parou:
— Uma caridade para enterrar minha mulher — disse.
Damiana Cisneros rezava: “Das armadilhas dos inimigos malvados, livrai-nos, Senhor.” E apontava para ele com as mãos fazendo o sinal da cruz.
Abundio Martínez viu a mulher com os olhos esbugalhados, pondo aquela cruz na sua frente, e estremeceu. Pensou que talvez o demônio o tivesse seguido até ali, e deu meia-volta, esperando encontrar alguma aparição ruim. Ao não ver ninguém, repetiu:
— Venho pedir uma ajudazinha para enterrar a minha morta.
O sol dava às suas costas. Aquele sol recém-saído, quase frio, desfigurado pela poeira da terra.
A cara de Pedro Páramo escondeu-se debaixo das cobertas como se se escondesse da luz, enquanto se ouviam os gritos de Damiana saírem cada vez mais repetidos, atravessando os campos: “Estão matando dom Pedro!”
Abundio Martínez ouvia aquela mulher gritando. Não sabia o que fazer para acabar com aqueles gritos. Não encontrava a ponta de seus pensamentos. Sentia que os gritos da velha deviam estar sendo ouvidos muito lá longe. Talvez até sua mulher estivesse ouvindo, porque perfuravam as orelhas dele, embora não entendesse o que ela dizia. Pensou em sua mulher que estava estendida no catre, sozinha, lá no quintal da casa, onde ele a havia posto para que serenasse e não apestasse depressa. A Cuca, que ainda ontem se deitava com ele, bem viva, espojando feito potranca, e que o mordia e raspava seu nariz com o nariz dela. A que deu a ele aquele filhinho que morreu assim que nasceu, dizem que porque ela estava incapacitada: o mau-olhado e os frios e a queimação na pança e sei lá de quantos males sua mulher padecia, pelo que disse o doutor que foi vê-la à última hora, quando teve de vender seus burros para trazê-lo até aqui, por causa da cobrança tão alta que cobrou. E que não serviu para nada... A Cuca, que agora estava lá aguentando o relento, com os olhos fechados, já sem poder ver o amanhecer; nem este sol nem nenhum outro.
— Uma ajuda! — disse. — Qualquer coisa.
Mas nem mesmo ele se ouviu. Os gritos daquela mulher o deixavam surdo.
Pelo caminho de Comala moveram-se uns pontinhos negros. De repente os pontinhos se converteram em homens que num instante chegaram aqui, perto dele. Damiana Cisneros parou de gritar. Desfez sua cruz. Agora tinha caído e abria a boca como se bocejasse.
Os homens que tinham vindo a levantaram do chão e a levaram para o interior da casa.
— Aconteceu alguma coisa com o senhor, patrão? — perguntaram.
Apareceu a cara de Pedro Páramo, que só mexeu a cabeça.
Desarmaram Abundio, que ainda estava com o punhal cheio de sangue na mão:
— Venha com a gente — disseram a ele. — Você de verdade se meteu numa boa. E ele os seguiu.
Antes de entrar no povoado pediu licença a eles. Fez-se a um lado e ali vomitou uma coisa amarela como bílis. Jorros e jorros, como se tivesse engolido dez litros de água. Então
sua cabeça começou a arder e sentiu a língua travada:
sua cabeça começou a arder e sentiu a língua travada:
— Estou bêbado — disse.
Regressou até onde estavam esperando por ele. Apoiou-se nos ombros deles, que o levaram arrastado, abrindo um sulco na terra com a ponta dos pés.
LÁ ATRÁS, Pedro Páramo, sentado em sua cadeira de assento de couro, olhou o cortejo que ia até o povoado. Sentiu que sua mão esquerda, ao querer se levantar, caía morta sobre seus joelhos; mas não deu importância a isso. Estava acostumado a ver morrer a cada dia algum de seus pedaços. Viu como o jasmineiro se sacudia deixando cair suas folhas: “Todos escolhem o mesmo caminho. Todos se vão.” Depois voltou ao lugar onde havia deixado seus pensamentos.
— Susana — disse. Depois fechou os olhos. — Eu pedi que você voltasse...
“... Havia uma lua grande no meio do mundo. Eu perdia meus olhos olhando você. Os raios da lua filtrando-se sobre a sua cara. Não me cansava de ver essa aparição que era você. Suave, esfregada de lua; sua boca inchada e suave, umedecida, colorida de estrelas; seu corpo transparentando-se na água da noite. Susana, Susana San Juan.”
Quis levantar uma das mãos para clarear a imagem; mas suas pernas a retiveram como se fosse de pedra. Quis levantar a outra mão, que foi caindo devagar, de lado, até ficar apoiada no chão como uma muleta detendo seu ombro murcho, desossado.
“Esta é a minha morte”, disse.
O sol foi virando-se sobre as coisas e devolveu-lhes sua forma. A terra em ruínas estava na frente dele, vazia. O calor caldeava seu corpo. Seus olhos mal se moviam; saltavam de uma recordação a outra, desfazendo o presente. De repente seu coração se detinha e parecia que também se detivessem o tempo e o ar da vida.
“Desde que não seja uma nova noite”, ele pensava.
Porque tinha medo das noites que enchiam a escuridão de fantasmas. De encerrar-se com seus fantasmas. Disso tinha medo.
“Sei que dentro de poucas horas virá Abundio com suas mãos ensanguentadas me pedir a ajuda que eu neguei. E eu não terei mãos para tapar os olhos e não vê-lo. Terei de ouvi-lo; até que sua voz se apague com o dia, até que sua voz morra.”
Sentiu mãos que tocavam seus ombros e endireitou o corpo, endurecendo-o.
— Sou eu, dom Pedro — disse Damiana. — Não quer que traga seu almoço?
Pedro Páramo respondeu:
— Vou até lá. Estou indo.
Apoiou-se nos braços de Damiana Cisneros e fez a tentativa de caminhar. Depois de alguns tantos passos caiu, suplicando por dentro; mas sem dizer uma única palavra. Deu uma batida seca contra a terra e foi se desmoronando como se fosse um montão de pedras. fim
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Rulfo, Juan Pedro Páramo / tradução e prefácio de Eric Nepomuceno. — Rio de Janeiro: BestBolso, 2008. Tradução de: Pedro Páramo ISBN 978-85-7799-116-7 1. Romance mexicano. I. Nepomuceno, Eric. II. Título
Pedro Páramo – Romance mais aclamado da literatura mexicana, Pedro Páramo é o primeiro de dois livros lançados em toda a vida de Juan Rulfo. O enredo, simples, trata da promessa feita por um filho à mãe moribunda, que lhe pede que saia em busca do pai, Pedro Páramo, um malvado lendário e assassino. Juan Preciado, o filho, não encontra pessoas, mas defuntos repletos de memórias, que lhe falam da crueldade implacável do pai. Vergonha é o que Juan sente. Alegoricamente, é o México ferido que grita suas chagas e suas revoluções, por meio de uma aldeia seca e vazia onde apenas os mortos sobrevivem para narrar os horrores da história. O realismo fantástico como hoje se conhece não teria existido sem Pedro Páramo; é dessa fonte que beberam o colombiano Gabriel Garcia Márquez e o peruano Mario Vargas Llosa, que também narram odisseias latino-americanas.
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