sexta-feira, 31 de março de 2017

35. Pedro Páramo: como si fuera un montón de piedras. fim - Juan Rulfo

Juan Rulfo




35. Pedro Páramo: como si fuera un montón de piedras




A esa misma hora, la madre de Gamaliel Villalpando, doña Inés, barría la calle frente a la tienda de su hijo, cuando llegó y por la puerta entornada, se metió Abundio Martínez. Se encontró al Gamaliel dormido encima del mostrador con el sombrero cubriéndole la cara para que no lo molestaran las moscas. Tuvo que esperar un buen rato para que despertara. Tuvo que esperar a que doña Inés terminara la faena de barrer la calle y viniera a picarle las costillas a su hijo con el mango de la escoba y le dijera:

-¡Aquí tienes un cliente! ¡Alevántate!

El Gamaliel se enderezó de mal genio, dando gruñidos. Tenía los ojos colorados de tanto desvelarse y de tanto acompañar a los borrachos, emborrachándose con ellos. Ya sentado sobre el mostrador, maldijo a su madre, se maldijo a sí mismo y maldijo infinidad de veces a la vida «que valía un puro carajo». Luego volvió a acomodarse con las manos entre las piernas y se volvió a dormir todavía farfullando maldiciones:

-Yo no tengo la culpa de que a estas horas anden sueltos los borrachos.

-El pobre de mi hijo. Discúlpalo, Abundio. El pobre se pasó la noche atendiendo a unos viajantes que se picaron con las copas. ¿Qué es lo que te trae por aquí tan de mañana?

Se lo dijo a gritos, porque Abundio era sordo.

-Pos nada más un cuartillo de alcohol del que estoy necesitado.

-¿Se te volvió a desmayar la Refugio?

-Se me murió ya, madre Villa. Anoche mismito, muy cerca de las once. Y conque hasta vendí mis burros. Hasta eso vendí porque se me aliviara.

-¡No oigo lo que estás diciendo! ¿O no estás diciendo nada? ¿Qué es lo que dices?

-Que me pasé la noche velando a la muerta, a la Refugio. Dejó de resollar anoche.

-Con razón me olió a muerto. Fíjate que hasta yo le dije al Gamaliel: « Me huele que alguien se murió en el pueblo». Pero ni caso me hizo; con eso de que tuvo que congeniar con los viajantes, el pobre se emborrachó. Y tú sabes que cuando está en ese estado, todo le da risa y ni caso le hace a una. Pero ¿qué me dices? ¿Y tienes convidados para el velorio?

-Ninguno, madre Villa. Para eso quiero el alcohol, para curarme la pena.


-¿Lo quieres puro?

-Sí, madre Villa. Pa emborracharme más pronto. Y dámelo rápido que llevo prisa.

-Te daré dos decilitros por el mismo precio y por ser para ti. Ve diciéndole entretanto a la difuntita que yo siempre la aprecié y que me tome en cuenta cuando llegue a la gloria.

-Sí, madre Villa.

-Díselo antes de que se acabe de enfriar.

-Se lo diré. Yo sé que ella también cuenta con usté pa que ofrezca sus oraciones. Con decirle que se murió compungida porque no hubo ni quien la auxiliara.

-¿Qué, no fuiste a ver al padre Rentería?

-Fui. Pero me informaron que andaba en el cerro.

-¿En cuál cerro?

-Pos por esos andurriales. Usted sabe que andan en la revuelta.

-¿De modo que también él? Pobres de nosotros, Abundio.

-A nosotros qué nos importa eso, madre Villa. Ni nos va ni nos viene. Sírvamela otra. Ahí como que se hace la disimulada, al fin y al cabo el Gamaliel está dormido.

-Pero no se te olvide pedirle a la Refugio que ruegue a Dios por mí, que tanto lo necesito.

-No se mortifique. Se lo diré en llegando. Y hasta le sacaré la promesa de palabra, por si es necesario y pa que usté se deje de apuraciones.

-Eso, eso mero debes hacer. Porque tú sabes cómo son las mujeres. Así que hay que exigirles el cumplimiento en seguida. Abundio Martínez dejó otros veinte centavos sobre el mostrador.

-Deme el otro cuartillo, madre Villa. Y si me lo quiere dar sobradito, pos ahí es cosa de usté. Lo único que le prometo es que éste sí me lo iré a beber junto a la difuntita; junto a mi Cuca.

-Vete pues, antes que se despierte mi hijo. Se le agria mucho el genio cuando amanece después de una borrachera. Vete volando y no se te olvide darle mi encargo a tu mujer.

Salió de la tienda dando estornudos. Aquello era pura lumbre; pero, como le habían dicho que así se subía más pronto, sorbió un trago tras otro, echándose aire en la boca con la falda de la camisa. Luego trató de ir derecho a su casa donde lo esperaba la Refugio; pero torció el camino y echó a andar calle arriba, saliéndose del pueblo por donde lo llevó la vereda.

-¡Damiana! -llamó Pedro Páramo-. Ven a ver qué quiere ese hombre que viene por el camino.

Abundio siguió avanzando, dando traspiés, agachando la cabeza y a veces caminando en cuatro patas. Sentía que la tierra se retorcía, le daba vueltas y luego se le soltaba; él corría para agarrarla, y cuando ya la tenía en sus manos se le volvía a ir, hasta que llegó frente a la figura de un señor sentado junto a una puerta. Entonces se detuvo:

-Denme una caridad para enterrar a mi mujer-dijo.

Damiana Cisneros rezaba: «De las asechanzas del enemigo malo, líbranos, Señor». Y le apuntaba con las manos haciendo la señal de la cruz.

Abundio Martínez vio a la mujer de los ojos azorados, poniéndole aquella cruz enfrente, y se estremeció. Pensó que tal vez el demonio lo había seguido hasta allí, y se dio vuelta, esperando encontrarse con alguna mala figuración. Al no ver a nadie, repitió:

-Vengo por una ayudita para enterrar a mi muerta.

El sol le llegaba por la espalda. Ese sol recién salido, casi frío, desfigurado por el polvo de la tierra.


La cara de Pedro Páramo se escondió debajo de las cobijas como si se escondiera de la luz, mientras que los gritos de Damiana se oían salir más repetidos, atravesando los campos: «¡Están matando a don Pedro!».

Abundio Martínez oía que aquella mujer gritaba. No sabía qué hacer para acabar con esos gritos. No le encontraba la punta a sus pensamientos. Sentía que los gritos de la vieja se debían estar oyendo muy lejos. Quizá hasta su mujer los estuviera oyendo, porque a él le taladraban las orejas, aunque no entendía lo que decía. Pensó en su mujer que estaba tendida en el catre, solita, allá en el patio de su casa, adonde él la había sacado para que se serenara y no se apestara pronto. La Cuca, que todavía ayer se acostaba con él, bien viva, retozando como una patrona, y que lo mordía y le raspaba la nariz con su nariz. La que le dio aquel hijito que se les murió apenas nacido, dizque porque ella estaba incapacitada: el mal de ojo y los fríos y la rescoldera y no sé cuántos males tenía su mujer, según le dijo el doctor que fue a verla ya a última hora, cuanto tuvo que vender sus burros para traerlo hasta acá, por el cobro tan alto que le pidió. Y de nada había servido... La Cuca, que ahora estaba allá aguantando el relente, con los ojos cerrados, ya sin poder ver amanecer; ni este sol ni ningún otro.

-¡Ayúdenme! -dijo-. Denme algo.

Pero ni siquiera él se oyó. Los gritos de aquella mujer lo dejaban sordo.

Por el camino de Comala se movieron unos puntitos negros. De pronto los puntitos se convirtieron en hombres y luego estuvieron aquí, cerca de él. Damiana Cisneros dejó de gritar. Deshizo su cruz. Ahora se había caído y abría la boca como si bostezara.

Los hombres que habían venido la levantaron del suelo y la llevaron al interior de la casa.

-¿No le ha pasado nada a usted, patrón? -preguntaron.

Apareció la cara de Pedro Páramo, que sólo movió la cabeza.

Desarmaron a Abundio, que aún tenía el cuchillo lleno de sangre en la mano:

-Vente con nosotros -le dijeron-. En un buen lío te has metido.

Y él los siguió.

Antes de entrar en el pueblo les pidió permiso. Se hizo a un lado y allí vomitó una cosa amarilla como de bilis. Chorros y chorros, como si hubiera sorbido diez litros de agua. Entonces le comenzó a arder la cabeza y sintió la lengua trabada:

-Estoy borracho -dijo.

Regresó a donde estaban esperándolo. Se apoyó en los hombros de ellos, que lo llevaron a rastras, abriendo un surco en la tierra con la punta de los pies.


Allá atrás, Pedro Páramo
, sentado en su equipal, miró el cortejo que se iba hacia el pueblo. Sintió que su mano izquierda, al querer levantarse, caía muerta sobre sus rodillas; pero no hizo caso de eso. Estaba acostumbrado a ver morir cada día alguno de sus pedazos. Vio cómo se sacudía el paraíso dejando caer sus hojas: «Todos escogen el mismo camino. Todos se van». Después volvió al lugar donde había dejado sus pensamientos.


«Susana -dijo. Luego cerró los ojos-. Yo te pedí que regresaras...

»... Había una luna grande en medio del mundo. Se me perdían los ojos mirándote. Los rayos de la luna filtrándose sobre tu cara. No me cansaba de ver esa aparición que eras tú. Suave, restregada de luna; tu boca abullonada, humedecida, irisada de estrellas; tu cuerpo transparentándose en el agua de la noche. Susana, Susana San Juan.»

Quiso levantar su mano para aclarar la imagen; pero sus piernas la retuvieron como si fuera de piedra. Quiso levantar la otra mano y fue cayendo despacio, de lado, hasta quedar apoyada en el suelo como una muleta deteniendo su hombro deshuesado.


«Ésta es mi muerte», dijo.

El sol se fue volteando sobre las cosas y les devolvió su forma. La tierra en ruinas estaba frente a él, vacía. El calor caldeaba su cuerpo. Sus ojos apenas se movían; saltaban de un recuerdo a otro, desdibujando el presente. De pronto su corazón se detenía y parecía como si también se detuviera el tiempo y el aire de la vida.

«Con tal de que no sea una nueva noche» , pensaba él.

Porque tenía miedo de las noches que le llenaban de fantasmas la oscuridad. De encerrarse con sus fantasmas. De eso tenía miedo.

«Sé que dentro de pocas horas vendrá Abundio con sus manos ensangrentadas a pedirme la ayuda que le negué. Y yo no tendré manos para taparme los ojos y no verlo. Tendré que oírlo, hasta que su voz se apague con el día, hasta que se le muera su voz.»

Sintió que unas manos le tocaban los hombros y enderezó el cuerpo, endureciéndolo.

-Soy yo, don Pedro -dijo Damiana-. ¿No quiere que le traiga su almuerzo?

Pedro Páramo respondió:

-Voy para allá. Ya voy.

Se apoyó en los brazos de Damiana Cisneros e hizo intento de caminar. Después de unos cuantos pasos cayó, suplicando por dentro; pero sin decir una sola palabra. Dio un golpe seco contra la tierra y se fue desmoronando como si fuera un montón de piedras.





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NAQUELA MESMA hora a mãe de Gamaliel Villalpando, dona Inés, varria a rua na frente da loja do filho, quando chegou e, pela porta entreaberta, entrou Abundio Martínez. Encontrou Gamaliel dormindo em cima do balcão, com o chapelão cobrindo sua cara para que as moscas não o incomodassem. Teve de esperar um bom tempo até ele acordar. Teve de esperar que dona Inés terminasse a labuta de varrer a rua e viesse cutucar as costelas do filho com o cabo da vassoura e dissesse a ele:

— Tem cliente aqui! Levanta!

Gamaliel endireitou-se de mau humor, dando uns grunhidos. Tinha os olhos avermelhados de tanto sono e de tanto acompanhar os bêbados, embebedando-se com eles. Já sentado sobre o balcão, amaldiçoou a mãe, amaldiçoou a si mesmo e amaldiçoou infinitas vezes a vida “que valia um caralho”. Depois tomou a se acomodar com as mãos entre as pernas e virou-se para dormir, ainda balbuciando maldições:

— Eu não tenho culpa de a essas horas os bêbados andarem soltos.

— Coitado do meu filho. Desculpe, Abundio. O coitado passou a noite atendendo a uns viajantes que não queriam saber de largar o copo. O que traz o senhor por aqui tão cedo?

Disse tudo isso aos berros, porque Abundio era surdo.

— Pois só um meio litro de álcool, que ando necessitado.

— Refugio tornou a desmaiar?

— Ela já morreu e tudo, mãe Villa. Ontem à noite, quase às onze. E pensar que até vendi meus burros. Até isso eu vendi para conseguir ajuda que lhe desse um alívio.

— Não escuto o que você está dizendo! Ou você não está dizendo nada? O que é que você diz?

— Que passei a noite inteira velando a morta, a Refugio. Deixou de suspirar ontem à noite.

— Com razão senti cheiro de morto. Veja só, eu até disse a Gamaliel: “Estou cheirando que alguém morreu no povoado.” Mas ele nem me deu confiança; por causa dessa história de ter de compartilhar com os viajantes, o coitado se embebedou. E você sabe que quando está nesse estado, tudo é rir, e ele nem me dá confiança. Mas o que é que você está me dizendo? E tem convidados para o velório?

— Nenhum, mamãe Villa. Por isso quero o álcool, para curar minhas penas.

— Puro?

— Sim, mãe Villa. Para me embebedar mais depressa. E me dê agorinha que estou apressado.

— Vou dar mais um quarto pelo mesmo preço e por ser para você. Vai dizendo à finadinha, enquanto isso, que eu sempre a apreciei e que ela se lembre de mim quando chegar à glória.

— Sim, mamãe Villa.

— Pois diz isso a ela antes que ela acabe de esfriar.

— Vou dizer. Eu sei que ela também conta com a senhora para que ofereça a ela suas orações. Só de pensar que ela morreu pesarosa porque não teve ninguém nem para auxiliá-la.

— O que, você não foi ver o padre Rentería?

— Fui. Mas me informaram que andava pelos montes.

— Em qual monte?

— Pois por esses ermos. A senhora sabe que andam na rebelião.

— Quer dizer que ele também? Pobres de nós, Abundio.

— Essa história não nos importa nada, mamãe Villa. Isso aí e nada para nós dá no mesmo. Sirva mais um. Assim meio disfarçado, já que o Gamaliel está é dormindo.

— Mas não se esqueça de pedir à Refugio que rogue a Deus por mim, que necessito tanto.

— Nem se angustie. É chegar e dizer. E até vou arrancar dela a promessa apalavrada, para o caso de ser necessário e para que a senhora deixe de aflições.

— Isso, é isso mesmo que você deve fazer. Porque você sabe como as mulheres são. Assim, é preciso exigir delas que cumpram em seguidinha o combinado. Abundio Martínez deixou outros 20 centavos em cima do balcão.

— Pois me dá o outro meio litro, mãe Villa. E se quiser me dar ainda mais outro bocadinho, pois aí é assunto da senhora. A única coisa que eu lhe prometo é que este, sim, irei beber ao lado da finadinha; ao lado da minha Cuca.

— Então vai de vez, antes que meu filho acorde. O humor dele azeda muito quando acorda depois de uma bebedeira. Vai voando e não se esqueça do meu pedido para a sua mulher.

Saiu do armazém espirrando. Aquilo lá era uma fumaceira só; mas, como tinham dito que assim subia mais depressa, bebeu um gole atrás do outro, abanando ar na boca com a fralda da camisa. Depois tratou de ir direto para casa, onde Refugio esperava por ele; mas torceu o caminho e desandou a andar rua acima, saindo do povoado por onde a vereda o levou.

— Damiana! — chamou Pedro Páramo. — Venha ver o que quer esse homem que vem pelo caminho.

Abundio continuou avançando, dando tropeços, agachando a cabeça e às vezes andando de quatro. Sentia que a terra se retorcia, dava voltas em volta dele, e depois se soltava; ele corria para agarrá-la, e quando já tinha a terra nas mãos, ela tornava a ir embora, até que chegou na frente da figura de um senhor sentado ao lado de uma porta. Então, parou:

— Uma caridade para enterrar minha mulher — disse.

Damiana Cisneros rezava: “Das armadilhas dos inimigos malvados, livrai-nos, Senhor.” E apontava para ele com as mãos fazendo o sinal da cruz.

Abundio Martínez viu a mulher com os olhos esbugalhados, pondo aquela cruz na sua frente, e estremeceu. Pensou que talvez o demônio o tivesse seguido até ali, e deu meia-volta, esperando encontrar alguma aparição ruim. Ao não ver ninguém, repetiu:

— Venho pedir uma ajudazinha para enterrar a minha morta.

O sol dava às suas costas. Aquele sol recém-saído, quase frio, desfigurado pela poeira da terra.

A cara de Pedro Páramo escondeu-se debaixo das cobertas como se se escondesse da luz, enquanto se ouviam os gritos de Damiana saírem cada vez mais repetidos, atravessando os campos: “Estão matando dom Pedro!”

Abundio Martínez ouvia aquela mulher gritando. Não sabia o que fazer para acabar com aqueles gritos. Não encontrava a ponta de seus pensamentos. Sentia que os gritos da velha deviam estar sendo ouvidos muito lá longe. Talvez até sua mulher estivesse ouvindo, porque perfuravam as orelhas dele, embora não entendesse o que ela dizia. Pensou em sua mulher que estava estendida no catre, sozinha, lá no quintal da casa, onde ele a havia posto para que serenasse e não apestasse depressa. A Cuca, que ainda ontem se deitava com ele, bem viva, espojando feito potranca, e que o mordia e raspava seu nariz com o nariz dela. A que deu a ele aquele filhinho que morreu assim que nasceu, dizem que porque ela estava incapacitada: o mau-olhado e os frios e a queimação na pança e sei lá de quantos males sua mulher padecia, pelo que disse o doutor que foi vê-la à última hora, quando teve de vender seus burros para trazê-lo até aqui, por causa da cobrança tão alta que cobrou. E que não serviu para nada... A Cuca, que agora estava lá aguentando o relento, com os olhos fechados, já sem poder ver o amanhecer; nem este sol nem nenhum outro.

— Uma ajuda! — disse. — Qualquer coisa.

Mas nem mesmo ele se ouviu. Os gritos daquela mulher o deixavam surdo.

Pelo caminho de Comala moveram-se uns pontinhos negros. De repente os pontinhos se converteram em homens que num instante chegaram aqui, perto dele. Damiana Cisneros parou de gritar. Desfez sua cruz. Agora tinha caído e abria a boca como se bocejasse.

Os homens que tinham vindo a levantaram do chão e a levaram para o interior da casa.

— Aconteceu alguma coisa com o senhor, patrão? — perguntaram.

Apareceu a cara de Pedro Páramo, que só mexeu a cabeça.

Desarmaram Abundio, que ainda estava com o punhal cheio de sangue na mão:

— Venha com a gente — disseram a ele. — Você de verdade se meteu numa boa. E ele os seguiu.

Antes de entrar no povoado pediu licença a eles. Fez-se a um lado e ali vomitou uma coisa amarela como bílis. Jorros e jorros, como se tivesse engolido dez litros de água. Então
sua cabeça começou a arder e sentiu a língua travada:

— Estou bêbado — disse.

Regressou até onde estavam esperando por ele. Apoiou-se nos ombros deles, que o levaram arrastado, abrindo um sulco na terra com a ponta dos pés.



LÁ ATRÁS, Pedro Páramo, sentado em sua cadeira de assento de couro, olhou o cortejo que ia até o povoado. Sentiu que sua mão esquerda, ao querer se levantar, caía morta sobre seus joelhos; mas não deu importância a isso. Estava acostumado a ver morrer a cada dia algum de seus pedaços. Viu como o jasmineiro se sacudia deixando cair suas folhas: “Todos escolhem o mesmo caminho. Todos se vão.” Depois voltou ao lugar onde havia deixado seus pensamentos.

— Susana — disse. Depois fechou os olhos. — Eu pedi que você voltasse...

“... Havia uma lua grande no meio do mundo. Eu perdia meus olhos olhando você. Os raios da lua filtrando-se sobre a sua cara. Não me cansava de ver essa aparição que era você. Suave, esfregada de lua; sua boca inchada e suave, umedecida, colorida de estrelas; seu corpo transparentando-se na água da noite. Susana, Susana San Juan.”

Quis levantar uma das mãos para clarear a imagem; mas suas pernas a retiveram como se fosse de pedra. Quis levantar a outra mão, que foi caindo devagar, de lado, até ficar apoiada no chão como uma muleta detendo seu ombro murcho, desossado.

“Esta é a minha morte”, disse.

O sol foi virando-se sobre as coisas e devolveu-lhes sua forma. A terra em ruínas estava na frente dele, vazia. O calor caldeava seu corpo. Seus olhos mal se moviam; saltavam de uma recordação a outra, desfazendo o presente. De repente seu coração se detinha e parecia que também se detivessem o tempo e o ar da vida.

“Desde que não seja uma nova noite”, ele pensava.

Porque tinha medo das noites que enchiam a escuridão de fantasmas. De encerrar-se com seus fantasmas. Disso tinha medo.

“Sei que dentro de poucas horas virá Abundio com suas mãos ensanguentadas me pedir a ajuda que eu neguei. E eu não terei mãos para tapar os olhos e não vê-lo. Terei de ouvi-lo; até que sua voz se apague com o dia, até que sua voz morra.”

Sentiu mãos que tocavam seus ombros e endireitou o corpo, endurecendo-o.

— Sou eu, dom Pedro — disse Damiana. — Não quer que traga seu almoço?

Pedro Páramo respondeu:

— Vou até lá. Estou indo.

Apoiou-se nos braços de Damiana Cisneros e fez a tentativa de caminhar. Depois de alguns tantos passos caiu, suplicando por dentro; mas sem dizer uma única palavra. Deu uma batida seca contra a terra e foi se desmoronando como se fosse um montão de pedras. fim




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Rulfo, Juan Pedro Páramo / tradução e prefácio de Eric Nepomuceno. — Rio de Janeiro: BestBolso, 2008. Tradução de: Pedro Páramo ISBN 978-85-7799-116-7 1. Romance mexicano. I. Nepomuceno, Eric. II. Título

Pedro Páramo – Romance mais aclamado da literatura mexicana, Pedro Páramo é o primeiro de dois livros lançados em toda a vida de Juan Rulfo. O enredo, simples, trata da promessa feita por um filho à mãe moribunda, que lhe pede que saia em busca do pai, Pedro Páramo, um malvado lendário e assassino. Juan Preciado, o filho, não encontra pessoas, mas defuntos repletos de memórias, que lhe falam da crueldade implacável do pai. Vergonha é o que Juan sente. Alegoricamente, é o México ferido que grita suas chagas e suas revoluções, por meio de uma aldeia seca e vazia onde apenas os mortos sobrevivem para narrar os horrores da história. O realismo fantástico como hoje se conhece não teria existido sem Pedro Páramo; é dessa fonte que beberam o colombiano Gabriel Garcia Márquez e o peruano Mario Vargas Llosa, que também narram odisseias latino-americanas.


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Dom Casmurro: Uma Égua

Machado de Assis

Dom Casmurro





CAPÍTULO XL
 UMA ÉGUA



Ficando só, refleti algum tempo, e tive uma fantasia. Já conheceis as minhas fantasias. Contei-vos a da visita imperial; disse-vos a desta casa do Engenho Novo, reproduzindo a de Mata-cavalos... A imaginação foi a companheira de toda a minha existência, viva, rápida, inquieta, alguma vez tímida e amiga de empacar, as mais delas capaz de engolir campanhas e campanhas, correndo. Creio haver lido em Tácito que as éguas iberas concebiam pelo vento; se não foi nele, foi noutro autor antigo, que entendeu guardar essa crendice nos seus livros. Neste particular, a minha imaginação era uma grande égua ibera; a menor brisa lhe dava um potro, que saía logo cavalo de Alexandre; mas deixemos de metáforas atrevidas e impróprias dos meus quinze anos. Digamos o caso simplesmente. A fantasia daquela hora foi confessar a minha mãe os meus amores para lhe dizer que não tinha vocação eclesiástica. A conversa sobre vocação tornava-me agora toda inteira, e, ao passo que me assustava, abria-me uma porta de saída. "Sim, é isto, pensei; vou dizer a mamãe que não tenho vocação, e confesso o nosso namoro; se ela duvidar, conto-lhe o que se passou outro dia, o penteado e o resto..."  





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Texto de referência:

Obras Completas de Machado de Assis, vol. I,
Nova Aguilar, Rio de Janeiro, 1994.

Publicado originalmente pela Editora Garnier, Rio de Janeiro, 1899.

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Leia também:

Dom Casmurro: Capítulo XXXIX / A Vocação


Dom Casmurro: Capítulo XLI / A Audiência Ssecreta


quinta-feira, 30 de março de 2017

Memórias Póstumas de Brás Cubas: Enfim!

Machado de Assis


Memórias Póstumas de Brás Cubas








CAPÍTULO XXXVII / ENFIM!





Enfim! eis aqui Virgília. Antes de ir à casa do Conselheiro Dutra, perguntei a meu pai se havia algum ajuste prévio de casamento. 

— Nenhum ajuste. Há tempos, conversando com ele a teu respeito, confessei-lhe o desejo que tinha de te ver deputado; e de tal modo falei, que ele prometeu fazer alguma coisa, e creio que o fará. Quanto à noiva, é o nome que dou a uma criaturinha, que é uma joia, uma flor, uma estrela, uma coisa rara... é a filha dele; imaginei que, se casasses com ela, mais depressa serias deputado. 

— Só isto? 

— Só isto. 

Fomos dali à casa do Dutra. Era uma pérola esse homem, risonho, jovial, patriota, um pouco irritado com os males públicos, mas não desesperando de os curar depressa. Achou que a minha candidatura era legítima; convinha, porém, esperar alguns meses. E logo me apresentou à mulher, — uma estimável senhora, — e à filha, que não desmentiu em nada o panegírico de meu pai. Juro-vos que em nada. Relede o capítulo XXVII. Eu, que levava ideias a respeito da pequena, fitei-a de certo modo; ela, que não sei se as tinha, não me fitou de modo diferente; e o nosso olhar primeiro foi pura e simplesmente conjugal. No fim de um mês estávamos íntimos.  






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Texto-fonte: 
Obra Completa, Machado de Assis, 
Rio de Janeiro: Editora Nova Aguilar, 1994. 


Publicado originalmente em folhetins, a partir de março de 1880, na Revista Brasileira.


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Memórias Póstumas de Brás Cubas: Capítulo XXXVIII / A Quarta Edição

8.O Estrangeiro: Iniciamos o caminho - Albert Camus

Albert Camus


Capítulo 1


8. Iniciamos o caminho




Iniciamos o caminho. Reparei então que o Sr. Perez coxeava ligeiramente. Pouco a pouco, o carro ia mais depressa e o velho perdia terreno: Um dos homens que rodeava o carro também se deixou ultrapassar e seguia agora ao meu nível. Eu estava admirado pela rapidez com que o sol subia no horizonte. Dei por que o ar era há muito cruzado pelo canto dos insetos e pelos estalidos das ervas. O suor caía-me pela cara abaixo. Como não trazia chapéu, limpava-me com um lenço. O empregado da agência disse-me então qualquer coisa que não ouvi. Enquanto, com a mão esquerda, limpava a testa com um lenço, com a mão direita levantava a pala do boné. Disse-lhe: "O quê?" Ele repetiu, apontando para o céu: "Está forte". Eu disse: "Sim". Pouco depois, perguntou-me: "É a sua mãe, quem ali vai?" Voltei a dizer: "Sim". "Era muito velha?" Respondi: "Assim, assim", porque não sabia ao certo quantos anos tinha. O homem calou-se. Voltei-me e vi o velho Perez uns cinquenta metros atrás de nós. Com o chapéu na mão, apressava-se o mais que podia: Olhei também para o diretor. Andava com muita dignidade, sem gestos inúteis. Algumas gotas de suor escorriam-lhe pela testa, mas não as enxugava. 

Parecia-me que o cortejo ia um pouco mais depressa. Em volta de mim, era sempre a mesma paisagem luminosa, inundada de sol. O brilho do céu era insustentável. Em dado momento, passamos por um troço de estrada que havia sido arranjado há pouco. O sol derretia o alcatrão. Os pés enterravam-se, deixando aberta a carne luzidia do alcatrão. Por cima do carro, o chapéu do cocheiro, de couro escuro, parecia ter sido moldado na mesma lama negra. Sentia-me um pouco perdido entre o céu azul e branco e a monotonia destas cores, negro pegajoso do alcatrão aberto, negro baço dos fatos, negro lacado do carro. Tudo isto, o sol, o cheiro de borracha e de óleo do automóvel, o do verniz e o do incenso, o cansaço de uma noite de insónia, me perturbava o olhar e as ideias. Voltei-me uma vez mais: o velho Perez apareceu-me muito ao longe, perdido numa nuvem de calor, e depois não o tornei a ver. Procurei-o com o olhar e vi que abandonara a estrada e metera pelos campos dentro. Reparei que, na minha frente, a estrada virava para um lado. Compreendi que o Perez, conhecendo a terra, cortava a direito para nos apanhar. Na curva, conseguira juntar-se conosco. Em seguida voltamos a perdê-lo. Tomou ainda vários atalhos através dos campos. Quanto a mim, sentia o sangue latejar-me nas fontes. 

Depois tudo se passou com tanta rapidez, tanta certeza, tanta naturalidade, que já não me lembro de nada. Uma coisa, apenas: à entrada da aldeia, a enfermeira delegada falou-me. Possuía uma voz singular, que não acertava com a cara, uma voz trémula e melodiosa. Disse-me: "Se vamos muito devagar, arriscamo-nos a uma insolação. Mas se vamos muito depressa, transpiramos e na igreja apanhamos calor e frio". Tinha razão. Era um beco sem saída. Conservei ainda algumas imagens deste dia: por exemplo, a cara do Perez quando, pela última vez, se juntou conosco próximo da aldeia. Grossas lágrimas de enervamento e de tristeza corriam-lhe pela cara abaixo. Mas, por causa das rugas, não caíam. Dividiam-se, juntavam-se e formavam uma máscara de água nessa cara arruinada. Houve ainda a igreja e os aldeões nos passeios, os gerânios vermelhos nos jazigos do cemitério, o desmaio do Perez (dir-se-ia um boneco partido), a terra cor de sangue que atiravam para cima do caixão da mãe, a carne branca das raízes que se lhes juntavam, ainda mais gente, vozes, a aldeia, a espera diante de um café, o incessante roncar do motor, e a minha alegria quando o autocarro entrou no ninho de luzes de Argel e que pensei que me ia deitar e dormir durante doze horas.




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A Constatação do Absurdo

Nascido e criado entre contrastes fundamentais, Albert Camus desde cedo aprendeu que a miséria engendra uma solidão que lhe é típica, uma austeridade toda sua, uma desconfiança da vida - mas a paisagem desperta uma rica sensualidade, uma eufórica sensação de onipotência, um orgulho desmedido de possuir a beleza inteiramente gratuita. Este aprendizado, feito a meio caminho entre a miséria e o sol, levou-o à consciência do que existe de mais trágico na condição humana: o absurdo, essa irremediável incompatibilidade entre as aspirações e a realidade.


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Camus, Albert, 1913-1960.
              O Estrangeiro
Título Original L'Étranger
Tradução de António Quadros
Edição Livros do Brasil
Lisboa
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Leia também:


7.O Estrangeiro: No asilo - Albert Camus

9.O Estrangeiro: Ao acordar, compreendi - Albert Camus


quarta-feira, 29 de março de 2017

O Segundo Sexo - 4. Fatos e Mitos: esse estado de coisas deve perpetuar-se?

Simone de Beauvoir



4. Fatos e Mitos


 : esse estado de coisas deve perpetuar-se?




MAS UMA QUESTÃO imediatamente se apresenta: como tudo isso começou? Compreende-se que a dualidade dos sexos, como toda dualidade, tenha sido traduzida por um conflito. Compreende-se que, se um dos dois conseguisse impor sua superioridade, esta deveria estabelecer-se como absoluta. Resta explicar por que o homem venceu desde o início. Parece que as mulheres deveriam ter sido vitoriosas. Ou a luta poderia nunca ter tido solução. Por que este mundo sempre pertenceu aos homens e só hoje as coisas começam a mudar? Será um bem essa mudança? Trará ou não uma partilha igual do mundo entre homens e mulheres?

Essas questões estão longe de ser novas; já lhes foram dadas numerosas respostas, mas o simples fato de ser a mulher o Outro contesta todas as justificações que os homens lhe puderam dar: eram-lhes evidentemente ditadas pelo interesse. "Tudo o que os homens escreveram sobre as mulheres deve ser suspeito, porque eles são, a um tempo, juiz e parte", escreveu, no século XVII, Poulain de Ia Barre, feminista pouco conhecido. Em toda parte e em qualquer época, os homens exibiram a satisfação que tiveram de se sentirem os reis da criação. "Bendito seja Deus nosso Senhor e o Senhor de todos os mundos por não me ter feito mulher", dizem os judeus nas suas preces matinais, enquanto suas esposas murmuram com resignação: "Bendito seja o Senhor que me criou segundo a sua vontade". Entre as mercês que Platão agradecia aos deuses, a maior se lhe afigurava o fato de ter sido criado livre e não escravo e, a seguir, o de ser homem e não mulher. Mas os homens não poderiam gozar plenamente esse privilégio, se não o houvessem considerado alicerçado no absoluto e na eternidade: de sua supremacia procuraram fazer um direito. "Os que fizeram e compilaram as leis, por serem homens, favoreceram seu próprio sexo, e os jurisconsultos transformaram as leis em princípios", diz ainda Poulain de Ia Barre. Legisladores, sacerdotes, filósofos, escritores e sábios empenharam-se em demonstrar que a condição subordinada da mulher era desejada no céu e proveitosa à terra. As religiões forjadas pelos homens refletem essa vontade de domínio: buscaram argumentos nas lendas de Eva, de Pandora, puseram a filosofia e a teologia a serviço de seus desígnios, como vimos pelas frases citadas de Aristóteles e Sto. Tomás. Desde a Antiguidade, moralistas e satíricos deleitaram-se com pintar o quadro das fraquezas femininas. Conhecem-se os violentos requisitórios que contra elas se escreveram através de toda a literatura francesa: Montherlant reata, com menor brilho, a tradição de Jean de Meung. Essa hostilidade parece, algumas vezes, justificável, mas na maior parte dos casos é gratuita. Na realidade, recobre uma vontade de auto justificação mais ou menos habilmente mascarada. "E mais fácil acusar um sexo do que desculpar o outro", diz Montaigne. Em certos casos, o processo é evidente. E impressionante, por exemplo, que o código romano, a fim de restringir os direitos das mulheres, invoque "a imbecilidade, a fragilidade do sexo" no momento em que, pelo enfraquecimento da família, ela se torna um perigo para os herdeiros masculinos. É impressionante que no século XVI, a fim de manter a mulher casada sob tutela, apele-se para a autoridade de Santo Agostinho, declarando que "a mulher é um animal que não é nem firme nem estável", enquanto à celibatária se reconhece o direito de gerir seus bens. Montaigne compreendeu muito bem a arbitrariedade e a injustiça do destino imposto à mulher: "Não carecem de razão as mulheres quando recusam as regras que se introduziram no mundo, tanto mais quando foram os homens que as fizeram sem elas. Há, naturalmente, desentendimentos e disputas entre elas e nós"; mas ele não chega a defendê-las verdadeiramente. É somente no século XVIII que homens profundamente democratas encaram a questão com objetividade. Diderot, entre outros, esforça-se por demonstrar que a mulher é, como o homem, um ser humano. Um pouco mais tarde, Stuart Mill defende-a com ardor. Mas esses filósofos são de uma imparcialidade excepcional. No século XIX, a querela do feminismo torna-se novamente uma querela de sectários; uma das consequências da revolução industrial é a participação da mulher no trabalho produtor: nesse momento as reivindicações feministas saem do terreno teórico, encontram fundamentos econômicos; seus adversários fazem-se mais agressivos. Embora os bens de raiz se achem em parte abalados, a burguesia apega-se à velha moral que vê, na solidez da família, a garantia da propriedade privada: exige a presença da mulher no lar tanto mais vigorosamente quanto sua emancipação torna-se uma verdadeira ameaça; mesmo dentro da classe operária os homens tentaram frear essa libertação, porque as mulheres são encaradas como perigosas concorrentes, habituadas que estavam a trabalhar por salários mais baixos (1). A fim de provar a inferioridade da mulher, os antifeministas apelaram não somente para a religião, a filosofia e a teologia, como no passado, mas ainda para a ciência: biologia, psicologia experimental etc. Quando muito, consentia-se em conceder ao outro sexo "a igualdade dentro da diferença". Essa fórmula, que fez fortuna, é muito significativa: é exatamente a que utilizam em relação aos negros dos E.U.A. as leis Jim Crow; ora, essa segregação, pretensamente igualitária, só serviu para introduzir as mais extremas discriminações. Esse encontro nada tem de ocasional: quer se trate de uma raça, de uma casta, de uma classe, de um sexo reduzidos a uma condição inferior, o processo de justificação é o mesmo. O "eterno feminino" é o homólogo da "alma negra" e do "caráter judeu". O problema judaico é, de resto, em conjunto, muito diferente dos dois outros: o judeu para o antissemita é menos um inferior do que um inimigo e não se lhe reconhece neste mundo nenhum lugar próprio: o que se deseja é aniquilá-lo. Mas há profundas analogias entre a



(1) Ver segunda parte, págs. 151-152.

situação das mulheres e a dos negros: umas e outros emancipam-se hoje de um mesmo paternalismo e a casta anteriormente dominadora quer mantê-los "em seu lugar", isto é, no lugar que escolheu para eles; em ambos os casos, ela se expande em elogios mais ou menos sinceros às virtudes do "bom negro", de alma inconsciente, infantil e alegre, do negro resignado, da mulher "realmente mulher", isto é, frívola, pueril, irresponsável, submetida ao homem. Em ambos os casos, tira seus argumentos do estado de fato que ela criou. Conhece-se o dito de Bernard Shaw: "O americano branco relega o negro ao nível do engraxate; e concluí daí que só pode servir para engraxar sapatos". Encontra-se esse círculo vicioso em todas as circunstâncias análogas: quando um indivíduo ou um grupo de indivíduos é mantido numa situação de inferioridade, ele é de fato inferior; mas é sobre o alcance da palavra ser que precisamos entender-nos; a má-fé consiste em dar-lhe um valor substancial quando tem o sentido dinâmico hegeliano: ser é ter-se tornado, é ter sido feito tal qual se manifesta. Sim, as mulheres, em seu conjunto, são hoje inferiores aos homens, isto é, sua situação oferece-lhes possibilidades menores: o problema consiste em saber se esse estado de coisas deve perpetuar-se.






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O SEGUND O SEXO
SIMONE DE BEAUVOIR

Entendendo o eterno feminino como um homólogo da alma negra, epítetos que representam o desejo da casta dominadora de manter em "seu lugar", isto é, no lugar de vassalagem que escolheu para eles, mulher e negro, Simone de Beauvoir, despojada de qualquer preconceito, elaborou um dos mais lúcidos e interessantes estudos sobre a condição feminina. Para ela a opressão se expressa nos elogios às virtudes do bom negro, de alma inconsciente, infantil e alegre, do negro resignado, como na louvação da mulher realmente mulher, isto é, frívola, pueril, irresponsável, submetida ao homem.

Todavia, não esquece Simone de Beauvoir que a mulher é escrava de sua própria situação: não tem passado, não tem história, nem religião própria. Um negro fanático pode desejar uma humanidade inteiramente negra, destruindo o resto com uma explosão atômica. Mas a mulher mesmo em sonho não pode exterminar os homens. O laço que a une a seus opressores não é comparável a nenhum outro. A divisão dos sexos é, com efeito, um dado biológico e não um momento da história humana.

Assim, à luz da moral existencialista, da luta pela liberdade individual, Simone de Beauvoir, em O Segundo Sexo, agora em 4.a edição no Brasil, considera os meios de um ser humano se realizar dentro da condição feminina. Revela os caminhos que lhe são abertos, a independência, a superação das circunstâncias que restringem a sua liberdade.


4.a EDIÇÃO - 1970
Tradução
SÉRGIO MILLIET
Capa
FERNANDO LEMOS
DIFUSÃO EUROPÉIA DO LIVRO
Título do original:
LE DEUXIÊME SEXE
LES FAITS ET LES MYTHES
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Segundo Sexo é um livro escrito por Simone de Beauvoir, publicado em 1949 e uma das obras mais celebradas e importantes para o movimento feminista. O pensamento de Beauvoir analisa a situação da mulher na sociedade.

No Brasil, foi publicado em dois volumes. “Fatos e mitos” é o volume 1, e faz uma reflexão sobre mitos e fatos que condicionam a situação da mulher na sociedade. “A experiência vivida” é o volume 2, e analisa a condição feminina nas esferas sexual, psicológica, social e política.


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Leia também:


O Segundo Sexo - 3 Fatos e Mitos: como tudo isso começou?

O Segundo Sexo - 5 Fatos e Mitos: como poremos então a questão?




Charles Dickens: Um Conto de Natal 15 - Fim

Um Conto de Natal


Charles Dickens

15



EPÍLOGO 



A esta hora, as ruas regurgitavam de gente, tais como as tinha visto em companhia do fantasma do Natal presente.

Com as mãos atrás das costas, Scrooge via cada um dos transeuntes com os lábios desabrochados em sorriso. Seu ar era tão alegre, tão irresistivelmente amável, que dois ou três rapazes lhe atiraram, ao passar, um “Bom dia, senhor! Feliz Natal!”. E pelo correr do tempo adiante, Scrooge declarou e repetia com frequência, que de todas as palavras agradáveis que ouvira, nenhuma fora tão agradável de ouvir como aquelas.

Ainda não tinha andado muito, quando viu, caminhando em sentido contrário, o cavalheiro imponente, que no dia anterior tinha vindo ao seu escritório dizendo: “Scrooge & Marley, se não me engano?”.

A ideia do olhar que aquele cavalheiro faria pairar sobre ele, quando o visse, comprimiu-lhe o coração. Ele, porém, conhecia qual a rua que o cavalheiro ia tomar e adiantou-se para ela rapidamente.

– Meu caro senhor – disse ele, abordando alegremente o cavalheiro e apertando-lhe cordialmente as duas mãos – , como vai? Espero que a sua coleta de ontem tenha sido boa. Bela obra a sua! Desejo-lhe um feliz Natal, cavalheiro!

– É o senhor Scrooge?

– Perfeitamente, senhor. Receio que meu nome não lhe seja bastante simpático. Permita-me que lhe apresente minhas escusas, e queira ter a bondade...

Aqui, Scrooge segredou-lhe qualquer coisa ao ouvido.

– Jesus! – exclamou o velho cavalheiro, quase sufocado. – Meu caro senhor Scrooge, está falando sério?

– Peço-lhe que aceite, – disse Scrooge –, nem um centavo a menos. Não faço mais que pagar velhas dívidas atrasadas. Quer fazer-me este favor?

– Meu caro senhor, – disse-lhe o outro apertando-lhe a mão, estou petrificado diante de tal generosi...

– Não falemos mais nisso, por obséquio, interrompeu Scrooge, e venha procurar-me em minha casa. Virá?

– Oh, não faltarei! – exclamou o velho senhor, com uma expressão que denotava a firme resolução de o fazer.

– Agradeço, senhor, fico-lhe muito obrigado, mil vezes grato! Que Deus o abençoe!

Saindo dali, Scrooge dirigiu-se para a igreja, saindo, após o ofício, para passear pelas ruas, contemplando os transeuntes que iam e vinham atarefadamente, dando tapinhas amáveis nas faces das crianças, interrogando os mendigos, interessando-se pelo que se passava nas cozinhas, no subsolo, olhando pelas janelas das casas e notando que tudo isso lhe agradava e divertia.

Jamais teria imaginado que um simples passeio pudesse proporcionar-lhe tão grande satisfação.

A tarde, Scrooge dirigiu-se para casa de seu sobrinho. Antes de subir os degraus da escada, passou por diante da casa uma dezena de vezes.

Finalmente, cheio de coragem, avançou para a porta e bateu resolutamente.

– O patrão está em casa, minha filha? – perguntou à criada. (Gentil esta menina, sim senhor!)

– Está, cavalheiro.

– E onde está ele, minha bela menina?

– Na sala de jantar, com a senhora. Se o cavalheiro quiser subir ao salão...

– Obrigado, eu sou da família, – disse Scrooge, já com a mão na maçaneta da porta da sala de jantar. Vou entrar, minha menina.

Scrooge virou brandamente a maçaneta e passou a cabeça pela porta entreaberta. Em pé diante da mesa, o sobrinho e a sobrinha passavam em revista os talheres arrumados elegantemente para uma recepção, porque os jovens recém-casados davam grande importância a estes pormenores e queriam certificar-se de que nada faltava.

– Fred! – chamou Scrooge.

Céus! Como sua sobrinha ficou sobressaltada!

Scrooge já se esquecera das palavras que lhe ouvira quando ela estava sentada ao canto da sala com outras senhoras. Se lembrava, perdoara-as.

– Meu Deus! – exclamou Fred, quem é que vejo?!

– Sou eu, teu tio Scrooge, que vem almoçar. Posso entrar, Fred?

Se podia entrar? Pois pouco faltou para que o sobrinho não lhe arrancasse o braço com um aperto de mão!

Não se poderia imaginar mais cordial acolhimento. Em cinco minutos, Scrooge estava como em sua própria casa. A sobrinha imitou o sobrinho, e Topper fez o mesmo, e assim fizeram a irmãzinha rechonchuda e todos os demais convidados, quando chegaram.

Oh, noite deliciosa, deliciosos jogos e divertimentos, amabilíssima companhia! Oh, maravilhoso sentimento de felicidade!

No dia seguinte, Scrooge dirigiu-se logo pela manhã para o escritório, pois se lhe meteu na cabeça ser o primeiro a chegar e pegar Bob Cratchit em flagrante delito de atraso.

E foi o que aconteceu. O relógio bateu as nove, e nada de Bob. Bateu as nove e um quarto, e nada de Bob, que, finalmente, chegou dezoito minutos e meio depois da hora.

A porta fora deixada aberta por Scrooge, que queria vê-lo entrar no cubículo. Antes de entrar, Bob tirou o chapéu e o cachecol, e em menos de dois segundos estava sentado em seu mocho, fazendo deslizar a pena com extrema rapidez, como se quisesse recuperar o tempo perdido.

– Diga-me lá, – grunhiu Scrooge no seu tom de voz de antes, tão bem quanto lhe foi possível imitar –, como se atreve a chegar com semelhante atraso?

– Estou muito penalizado, senhor, – disse Bob –, cheguei um tanto atrasado.

– Um tanto atrasado? – repetiu Scrooge, acredito! –Venha aqui, faça o favor!

– Isso não acontece mais que uma vez por ano, senhor, – alegou Bob pondo a cabeça fora do seu cubículo. – Garanto que isso não acontecerá mais. Ontem me diverti um pouco...

– Muito bem, meu amigo! Vou dizer-lhe o seguinte: – Semelhante estado de coisas não pode continuar por mais tempo! Assim, – prosseguiu Scrooge–, saltando da cadeira abaixo e assentando nas costas de Bob uma tal palmada, que este recuou cambaleando até a entrada do cubículo, assim... a partir de hoje os seus vencimentos serão aumentados.

Bob, a tremer, lançou um olhar para a régua metálica, e por um instante teve a idéia de dar em Scrooge uma tremenda pancada, de imobilizá-lo, e em seguida chamar em seu auxilio as pessoas do prédio para vestir-lhe a camisa-de-força.

– Um feliz Natal, Bob, – continuou Scrooge com tal seriedade, que não era mais possível haver engano. – Um melhor Natal e mais belo, meu rapaz, que todos aqueles que há tantos anos você tem passado sob meu jugo. Vou aumentar seus vencimentos e farei todo o esforço para ajudar a sua laboriosa família. Vamos conversar sobre os seus negócios esta tarde mesmo, diante de um copo de ponche fumegante, que beberemos em honra do Natal, Bob! E agora, antes mesmo de começar a trabalhar, acenda o fogo e vá buscar-me outra lata de carvão, Bob Cratchit!

Scrooge cumpriu a palavra, e foi ainda muito além.

Fez tudo quanto havia resolvido fazer e ainda muito mais. Com referência ao pequeno Tini – que não morreu –, Scrooge foi para ele verdadeiramente um segundo pai. Em breve, tinha-se tornado o melhor amigo, o melhor patrão, o melhor homem que jamais se encontrou em nossa velha cidade ou em qualquer outra velha cidade, aldeia ou povoação do nosso velho mundo.

Alguns riram da mudança operada nele, mas ele os deixou rir e não se incomodou. Scrooge era bastante inteligente para compreender que nada de bom se passa em nosso planeta que não comece por provocar a hilaridade de certas pessoas. E como estas pessoas são destinadas a continuarem cegas, a Scrooge tanto fazia que elas manifestassem seus sentimentos por uma gargalhada ou por uma careta.

Seu próprio coração estava alegre e feliz, e isso lhe bastava. Ele não teve mais relações com os espíritos, mas manteve a melhor das relações com os seus semelhantes, e diziam mesmo que não havia nenhuma pessoa que festejasse com mais entusiasmo as festas de Natal.

Que todos possam dizer de nós a mesma coisa, com a mesma sinceridade. E para terminar, vamos repetir com o pequeno Tim:

– Que Deus abençoe a cada um de nós.

FIM



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Leia também:

Charles Dickens: Um Conto de Natal 01
Charles Dickens: Um Conto de Natal 02
Charles Dickens: Um Conto de Natal 03
Charles Dickens: Um Conto de Natal 04
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Charles Dickens: Um Conto de Natal 11
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Charles Dickens: Um Conto de Natal 12
Charles Dickens: Um Conto de Natal 13
Charles Dickens: Um Conto de Natal 14


impossível tirar os olhos e não voltar a sentir profundo

Chico & Caetano
participação de Milton Nascimento Mercedes Sosa e Gal Costa




A cara do Chico no início, extasiado, embasbacado diante do Milton









Volver A Los 17


Volver a los diecisiete después de vivir un siglo
Es como descifrar signos sin ser sabio competente
Volver a ser de repente tan frágil como un segundo
Volver a sentir profundo como un niño frente a dios
Eso es lo que siento yo en este instante fecundo

Se va enredando, enredando
Como en el muro la hiedra
Y va brotando, brotando
Como el musguito en la piedra
Como el musguito en la piedra, ay si, si, si

Mi paso retrocedido cuando el de ustedes avanza
El arco de las alianzas ha penetrado en mi nido
Con todo su colorido se ha paseado por mis venas
Y hasta la dura cadena con que nos ata el destino
Es como un diamante fino que alumbra mi alma serena

Se va enredando, enredando
Como en el muro la hiedra
Y va brotando, brotando
Como el musguito en la piedra
Como el musguito en la piedra, ay si, si, si

Lo que puede el sentimiento no lo ha podido el saber
Ni el más claro proceder, ni el más ancho pensamiento
Todo lo cambia al momento cual mago condescendiente
Nos aleja dulcemente de rencores y violencias
Solo el amor con su ciencia nos vuelve tan inocentes

Se va enredando, enredando
Como en el muro la hiedra
Y va brotando, brotando
Como el musguito en la piedra
Como el musguito en la piedra, ay si, si, si

El amor es torbellino de pureza original
Hasta el feroz animal susurra su dulce trino
Detiene a los peregrinos, libera a los prisioneros
El amor con sus esmeros al viejo lo vuelve niño
Y al malo sólo el cariño lo vuelve puro y sincero

Se va enredando, enredando
Como en el muro la hiedra
Y va brotando, brotando
Como el musguito en la piedra
Como el musguito en la piedra, ay si, si, si

De par en par la ventana se abrió como por encanto
Entró el amor con su manto como una tibia mañana
Al son de su bella Diana hizo brotar el jazmín
Volando cual serafín al cielo le puso aretes
Mis años en diecisiete los convirtió el querubín



Composição: Violeta Parra




Volver a Los 17


Voltar aos 17 depois de viver um século
É como decifrar sinais sem ser sábio competente
Voltar a ser de repente tão frágil como um segundo
Voltar a sentir profundo como um menino diante de Deus
Isso é o que sinto neste instante fecundo

Vai se envolvendo, envolvendo
Como no muro a hera
E vai brotando, brotando
Como o musgo na pedra
Como o musgo na pedra, ai sim, sim, sim.

Meu passo retrocede quando o de vocês avança
O arco das alianças penetrou em meu ninho
Com todo seu colorido passeou por minhas veias
E até a dura corrente com a qual nos prende o destino
É como um diamante fino que ilumina minha alma serena

Vai se envolvendo, envolvendo
Como no muro a hera
E vai brotando, brotando
Como o musgo na pedra
Como o musgo na pedra, ai sim, sim, sim.

O que pode o sentimento não o pode o saber
Nem o mais claro proceder, nem o maior dos pensamentos
Tudo o muda num momento qual mago condescendente
Nos afasta docemente de rancores e violências
Só o amor com sua ciência nos torna tão inocentes

Vai se envolvendo, envolvendo
Como no muro a hera
E vai brotando, brotando
Como o musgo na pedra
Como o musgo na pedra, ai sim, sim, sim.

O amor é um turbilhão de pureza original
Até o feroz animal sussurra seu doce som
Detém os peregrinos, liberta os prisioneiros
O amor com seus esforços ao velho o torna criança
E ao mal só o carinho o torna puro e sincero

Vai se envolvendo, envolvendo
Como no muro a hera
E vai brotando, brotando
Como o musgo na pedra
Como o musgo na pedra, ai sim, sim, sim.

De par em par a janela se abriu como por encanto
Entrou o amor com seu manto como uma fraca manhã
Ao som de sua bela Diana fez brotar o jasmim
Voando qual serafim ao céu lhe pôs brincos
Meus anos em dezessete os converteu o querubim




terça-feira, 28 de março de 2017

O Brasil nação - v1: § 31 – O triunfo sobre Feijó - Manoel Bomfim

Manoel Bomfim



O Brasil nação volume 1





PRIMEIRA PARTE
SEQUÊNCIAS HISTÓRICAS



capítulo 3
o novo malogro






§ 31 – O triunfo sobre Feijó




Desambicioso, Feijó aceitou a candidatura à regência por instâncias de Evaristo, que foi o seu grande sustentáculo... Esta circunstância basta para patentear a fragilidade da situação inaugurada em 1835. Elegera-se o regente Feijó, mas a política, quer dizer a situação de fato, pertencia aos Hermeto, Vasconcelos, Rodrigues Torres... completados pelos Calmon e Araújo Lima. Foi possível levar o grande ituano a chefe da Nação, mas não era isto o bastante para deter a decomposição do mundo político, e que já era uma recomposição em misérias. Que o diga o Sr. P. Silva:


Quão diversa era a época em que agora assumira Feijó a regência, daquela em que ocupara o ministério da justiça!... Já não eram as mesmas paixões, os mesmos entusiasmos, que dirigiam os homens públicos... Lutara-se na primeira quadra com o ardor juvenil e pujante que incitam as ideias... Sucedera agora um desânimo, uma prostração e mesmo uma tendência à dissolução dos partidos... a qual os fazia oscilar e tripudiar, conforme as novas circunstâncias, que, não raro, surpreendiam os mais perspicazes...132


132 De 1831 a 1840 , cap. VI.


Qual a causa disto? A mesma pena, na mesma página o diz: “A revolução de 7 de abril fora contida e sopeada em seus efeitos e consequências... Novas combinações se pactearam entre os políticos, que lograram prever as metamorfoses que deviam sofrer os partidos até então pleiteantes. A maior parte dos antigos restauradores se ajuntou ao núcleo constitucional monárquico (HermetoVasconcelos), que, ainda em embrião, patenteava, todavia, abonos seguros de desenvolvimento e influência futura. Os grupos exaltados reuniram-se de preferência aos sustentadores do governo do regente (Feijó).” Tem toda razão o homem da Fundação: esse embrião, que foi o próprio embrião do constitucionalismo parlamentar do segundo Império, dominou o futuro, e conformou definitivamente a política nacional. Segue-se a história da torva, rude, encarniçada e deselegante oposição ao padre regente. Havia a profícua abundância de quantidades nos processos implacáveis a completarem-se: a viscosidade de Araújo Lima, a esperteza tortuosa de Carneiro Leão, a ambição inexorável e tabética de Vasconcelos, a unctuosidade de Araújo Viana, a constante traição de Sousa Carvalho, a precocidade política de Rodrigues Torres e, até, o servilismo de Ledo. Enquanto isto, já na falta de Evaristo, teve Feijó de amparar-se no mercenarismo de Montezuma – quando contra ele se uniam todos os tradicionais reacionários, de Vilela Barbosa a Martim Francisco.

Como prenúncio do que seriam aqueles tempos, nas eleições de 1834, a portuguesada do Rio de Janeiro dera os seus sufrágios a José Clemente, e ao constante partidário de Pedro I. Então, foram eleitos os mais decididos, dos novos adversários, na futura oposição a Feijó; Rodrigues Torres, Paulino Torres... Nesse mesmo tempo, o absolutismo de Pinto Madeira, o protegido de Andréa, ensanguentava o Ceará, enquanto o mesmo Andrea façanhava no Pará. Com tais antecedentes, é lógica a formidável oposição, que anulou a Regência de Feijó, e o obrigou a deixar o poder. Franco atirador contra os radicais de 1832-35, Carneiro Leão despertou as invejas e desencadeou a ganância de poder de Vasconcelos, que, logo depois de eleito Feijó, contra este organizou a oposição conservadora, furiosa investida para o poder. Acreditando que o enaltecia, o panegirista Macedo pinta a situação e retrata o homem:


Vasconcelos observou... sentiu a reação antiliberal no espírito de muitos... os antigos partidaristas do ex-imperador fazendo causa comum com os diversos grupos de oposição, prevendo próximas e inevitáveis combinações futuras, estadista vidente, habilíssimo e astuto, encaminhou-as, coligou os grupos dissidentes, pronunciou a palavra regresso, separou-se dos liberais (quantos, então?), e organizou... o partido conservador...


Faltou ao biografista contar – que a astúcia do conservador tabético o levou, até, a fomentar revoluções, para crescerem as dificuldades da Regência (Sabinada). Conservadores, os Hermeto e Vasconcelos, atirados contra Feijó, negavam-lhe tudo do que era necessário para meios de governo. Negaram-lhe, até, esses esteios da ordem, o estado de sítio, para o Sul em franca revolução.133  Ao mesmo tempo, acusavam-no de ficar inerte em face da revolução. Feijó, sacerdote virtuoso, mas brasileiro integral, defendia as prerrogativas do Estado brasileiro contra as investidas da Santa Sé, e Vasconcelos, secundado pela hipocrisia de Araújo Lima, encontra nisto mais um motivo para, a pretexto de zelar pelos direitos dos católicos, atacar a política democrática do Regente. Note-se, a Santa Sé tanto não se sentia ferida, que nomeara Feijó para o bispado de Diamantina. Assim atacado, o grande regente respondeu com energia, nas formas que lhe eram próprias. Ao encerrar-se a legislatura (de 1836), marcou-os, aos adversários, com a censura pública: “Seis meses de sessão não bastaram para descobrir remédios adequados aos males públicos. Eles infelizmente foram em progresso. Oxalá, que na futura sessão o patriotismo e a sabedoria assembleia geral possam satisfazer às urgentíssimas necessidades, do Estado.” Responderam em doestos, e ele replicou:


Como me interesso muito pela prosperidade do Brasil, e pela observância da constituição, não posso estar de acordo com o princípio emitido no segundo período da resposta à fala do trono: e sem me importar com os elementos de que se compõe a Câmara dos srs. deputados, prestarei a mais franca e leal cooperação à Câmara, esperando que ao menos desta vez cumpram as promessas tantas vezes repetidas de tomar em consideração as propostas do governo.


133 Vasconcelos, Hermeto e Rodrigues Torres, depois de garantirem a não votação do sítio, deram-lhe, por esperteza, os seus votos pessoais.


Araújo Lima, como presidente, passou o recibo; é certo, porém, que Feijó não pretendia fazer efeito sobre o parlamento onde mandavam os seus adversários: falava para a nação, a mostrar que não tinha como obrigá-los a esquecer os seus interesses, para atender aos interesses do país, e que, não tendo meios de obrigar os Hermeto e Vasconcelos a serem probos, preferia demitir-se a ser, mentirosamente, rei constitucional, para o parlamentarismo que eles ensaiavam, e que não era da Constituição. Coerente com o seu programa, deixou a Regência. Ainda chamou companheiros a quem a entregasse: nenhum aceitou, e o padre foi honesto até o ponto de fazer de Araújo Lima seu ministro, para passar-lhe o governo.

A regência de Feijó foi estéril, comentam os historiadores bragantistas; estéril e de um democratismo incoerente, inorgânico... A língua em que Feijó falava não lhe permitia as longas explicações, para mostrar como não lhe cabia a culpa de nada, e que não era – nem incoerente nem inorgânico. Não há exemplo, mesmo, na política brasileira, de tanta coerência, tanta intransigência em torno de um programa. Já o mostramos – que a política dos moderados, mesmo os radicais e sinceros como Feijó, estava condenada à esterilidade, uma vez que não ousou realizar revolucionariamente os fins da revolução. No mais, se falhou a ação de Feijó foi porque, no mundo dos homens onde ele teve de agir, não havia o com que organizar uma obra de longos efeitos, a não ser aquilo mesmo que os Hermeto e Vasconcelos nos deixaram, e que lhe inutilizou todos os esforços em prol do Brasil. De fato, Feijó nada fez: prisioneiro da ordem legal, cuja garantia eficaz fora ele mesmo, eram-lhe carcereiros os próprios encarniçados inimigos. O parlamento, onde estes mandavam, fechou-lhe todas as possibilidades, e ele, o Feijó enérgico, pessoal e indomável, não quis sair da legalidade: nunca saiu da legalidade, exemplo único, na sequência dos chefes de Estado do Brasil. E, assim, foi um governo estéril a sua regência; isto, porém, não prova incapacidade de ação política, em quem já havia dado as provas que ele dera. Falhou, mas toda a falência proveio do vazio hostil e estéril em que agia. Não havia, não podia haver, a colaboração eficaz de companheiros superiores aos egoísmos dissolventes,134  companheiros, como ele, lealmente votados à realização do bem comum, A estreiteza de critério do Sr. P. da Silva o leva a afirmar que, com o decorrer de três anos, mudara a orientação dos espíritos, e não eram mais as mesmas paixões a conduzir os políticos... Não: era tudo o mesmo; apenas mudara a fase do desenvolvimento, na obra que pelos Vasconcelos e Hermeto se realizava. Como o Brasil era uma vida, em ânsia de afirmar-se, houve o 7 de Abril; como, dentre os dirigentes e políticos, um grande terço se veio colocar nas filas da revolução, o Brasil foi por estes empolgado: é a fase do assalto às posições. Passados, porém, os fogaréus da refrega, vem a acomodação: à beira da cova, afastam-se as dificuldades e eliminam-se os díscolos. Para os políticos que, em definitiva, organizaram a política do Império brasileiro, Feijó era um díscolo. Naquele mundo de insinceros e pulhas, mas ativos e fortes, ocupados exclusivamente em firmar a situação própria e pessoal, não havia lugar para a ação sincera e desinteressada do padre que havia recusado o bispado, e que, padre, em defesa do Brasil, arcara com a má vontade da Santa Sé. Os que inutilizaram a tentativa de Feijó, em julho de 1832, foram os mesmos que fizeram votar a lei de interpretação, e que, equivalente a uma reforma da Constituição, não podia ser feita pelo parlamento comum, incompetente para o caso...


134 Foi a propósito desta fala que o Sr. Rocha Pombo tisnou o grande Feijó, assimilando a sua franqueza sã à grosseria de Pedro I: Está encerrada a sessão...





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"Morreu no Rio aos 64 anos, em 1932, deixando-nos como legado frases, que infelizmente, ainda ecoam como válidas: 'Somos uma nação ineducada, conduzida por um Estado pervertido. Ineducada, a nação se anula; representada por um Estado pervertido, a nação se degrada'. As lições que nos são ministradas em O Brasil nação ainda se fazem eternas. Torcemos para que um dia caduquem. E que o novo Brasil sonhado por Bomfim se torne realidade."

Cecília Costa Junqueira



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O Brasil nação: vol. I / Manoel Bomfim. – 1. ed. – Rio de Janeiro: Fundação Darcy Ribeiro, 2013. 332 p.; 21 cm. – (Coleção biblioteca básica brasileira; 35).


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Rayuela - Julio Cortázar: Capítulo 44

Capítulo 44
 


    Era cierto que Traveler dormía poco, en mitad de la noche suspiraba como si tuviera un peso sobre el pecho y se abrazaba a Talita que lo recibía sin hablar, apretándose contra él para que la sintiera profundamente cerca. En la oscuridad se besaban en la nariz, en la boca, sobre los ojos, y Traveler acariciaba la mejilla de Talita con una mano que salía de entre las sábanas y volvía a esconderse como si hiciera mucho frío, aunque los dos estaban sudando; después Traveler murmuraba cuatro o cinco cifras, vieja costumbre para volver a dormirse, y talita lo sentía aflojar los brazos, respirar hondo, aquietarse. De día andaba contento y silbaba tangos mientras cebaba mate o leía, pero Talita no podía cocinar sin que él se apareciera cuatro o cinco veces con pretextos diversos y hablara de cualquier cosa, sobre todo del manicomio ahora que las tratativas parecían bien encaminadas y el Director se embalaba cada vez más con las perspectivas de comprar el loquero. A Talita le hacía poca gracia la idea del manicomio, y Traveler lo sabía. Los dos le buscaban el lado humorístico, prometiéndose espectáculos dignos de Samuel Beckett, despreciando de labios para afuera al pobre circo que completaba sus funciones en Villa del Parque y se preparaba a debutar en San Isidro. A veces Oliveira caía a tomar mate, aunque por lo general se quedaba en su pieza aprovechando que Gekrepten tenía que irse al empleo y él podía leer y fumar a gusto. Cuando Traveler miraba los ojos un poco violeta de Talita mientras la ayudaba a desplumar un pato, lujo quincenal que entusiasmaba a Talita, aficionada al pato en todas sus presentaciones culinarias, se decía que al fin y al cabo las cosas no estaban tan mal como estaban y hasta prefería que Horacio se arrimara a compartir unos mates, porque entonces empezaban inmediatamente a jugar un juego cifrado que apenas comprendían pero que había que jugar para que el tiempo pasara y los tres se sintieran dignos los unos de los otros. También leían, porque de una juventud coincidentemente socialista, y un poco teosófica por el lado de Traveler, los tres amaban cada uno a su manera la lectura comentada, las polémicas por el gusto hispanoargentino de querer convencer y no aceptar jamás la opinión contraria, y las posibilidades innegables de reírse como locos y sentirse por encima de la humanidad doliente so pretexto de ayudarla a salir de su mierdosa situación contemporánea.

    Pero era cierto que Traveler dormía mal, Talita se lo repetía retóricamente mientras lo miraba afeitarse iluminado por el sol de la mañana. Una pasad, otra, Traveler en camiseta y pantalón de pijama silbaba prolongadamente La gayola y después proclamaba a gritos: <<¡Música, melancólico alimento para los que vivimos de amor!>>, y dándose vuelta miraba agresivo a Talita que ese día desplumaba el pato y era muy feliz porque los canutos salían que era un encanto y el pato tenía un aire benigno poco frecuente en esos cadáveres rencorosos, con los ojitos entreabiertos y una raja imperceptible como de luz entre los párpados, animales desdichados.

- ¡Por qué dormís tan mal, Manú?

- ¡Música, me... ¡ ¿Yo, mal? Directamente no duermo, amor mío, me paso la noche meditando el Liber penitentialis, edición Macrovius Basca, que le saqué el otro día al doctor Feta aprovechando un descuido de su hermana. Por cierto que se lo voy a devolver, debe costar miles de mangos. Un Liber penitentialis, date cuenta.

- ¿Y qué es eso? –dijo Talita que ahora comprendía ciertos escamoteos y un cajón con doble llave-. Vos me escondés tus lecturas, es la primera vez que ocurre desde que nos casamos.

- Ahí está, podés mirarlo todo lo que se te dé la gana, pero siempre que primero te laves las manos. Lo escondo porque es valioso y vos andás siempre con raspas de zanahoria y cosas así en los dedos, sos tan doméstica que arruinarías cualquier incunable.

- No me importa tu libro –dijo Talita ofendida-. Vení a cortarle la cabeza, no me gusta aunque esté muerto.

- Con la navaja –propuso Traveler-. Le va a dar un aire truculento al asunto, y además siempre es bueno ejercitarse, uno nunca sabe.

- No, con este cuchillo que está afilado.

- Con la navaja.

- No, con este cuchillo.

Traveler se acercó navaja en mano al pato y le hizo volar la cabeza.

- Andá aprendiendo –dijo-. Si nos toca ocuparnos del manicomio conviene acumular experiencia tipo doble asesinato de la calle Morgue.

- ¿Se matan así los locos?

- No, vieja, pero de cuando en cuando se tiran al lance. Lo mismo que los cuerdos, si me permitís la mala comparación.

- Es vulgar –admitió Talita, organizando el pato en una especie de paralelepípedo sujeto con piolín blanco.

- En cuanto a que no duermo bien –dijo Traveler, limpiando la navaja en un papel higiénico- vos sabés perfectamente de qué se trata.

- Pongamos que sí. Pero vos también sabés que no hay problema.

- Los problemas -dijo Traveler- son como los calentadores Primus, todo está muy bien hasta que revientan. Yo te diría que en este mundo hay problemas teleológicos. Parece que no existen, como en este momento, y lo que ocurre es que el reloj de la bomba marca las doce del día de mañana. Tic-tac, tic-tac, todo va tan bien. Tic-tac.

- Lo malo –dijo Talita- es que el encargado de darle cuerda al reloj sos vos mismo.

- Mi mano, ratita, está también marcada para las doce de mañana. Entre tanto vivamos y dejemos vivir.

Talita untó el pato con manteca, lo que era un espectáculo denigrante.

- ¿Tenés algo que reprocharme? –dijo, como si le hablará al palmípedo.

- Absolutamente nada en este momento –dijo Traveler-. Mañana a las doce veremos, para prolongar la imagen hasta su desenlace cenital.

- Cómo te parecés a Horacio – dijo Talita-. Es increíble cómo te parecés.

- Tic-tac –dijo Traveler buscando los cigarrillos-. Tic-tac, tic-tac.

- Sí, te parecés –insistió Talita, soltando el pato, que se estrelló en el suelo con un ruido fofo que daba asco-. Él también hubiera dicho: Tic-tac, él también hubiera hablado con figuras todo el tiempo. ¿pero es que me van a dejar tranquila? Te digo a propósito que te parecés a él, para que de una vez por todas nos dejemos de absurdos. No puede ser que todo cambie así con la vuelta de Horacio. Anoche se lo dije, ya no puedo más, ustedes están jugando conmigo, es como un partido de tenis, me golpean de los dos lados, no hay derecho, Manú, no hay derecho.

    Traveler la tomó en sus brazos aunque Talita se resistía, y después de poner un pie encima del pato y dar un resbalón que casi los manda al suelo, consiguió dominarla y besarle la punta de la nariz.

- A lo mejor no hay bomba para vos, ratita –dijo, sonriéndole con una expresión que aflojó a Talita, la hizo buscar una postura más cómoda entre sus brazos-. Mirá, no es que yo ande buscando que me caiga un refusilo en la cabeza, pero siento que no debo defenderme con un pararrayos, que tengo que salir con la cabeza al aire hasta que sean las doce de algún día. Solamente después de esa hora, de ese día, me voy a sentir otra vez el mismo. No es por Horacio, amor, no es solamente por Horacio aunque él haya llegado como una especie de mensajero. A lo mejor si no hubiese llegado me habría ocurrido otra cosa parecida. Habría leído algún libro desencadenador, o me habría enamorado de otra mujer... Esos pliegues de la vida, comprendés, esas inesperadas mostraciones de algo que uno no se había sospechado y que de golpe ponen todo en crisis. Tendrías que comprender.

- ¿Pero es que vos creés realmente que él me busca, y que yo...?

- Él no te busca en absoluto –dijo Traveler, soltándola-. A Horacio vos le importás un pito. No te ofendas, sé muy bien lo que valés y siempre estaré celoso de todo el mundo cuando te miran o te hablan. Pero aunque Horacio se tirara un lance con vos, incluso en ese caso, aunque me creas loco yo te repetiría que no le importás, y por lo tanto no tengo que preocuparme. Es otra cosa –dijo Traveler subiendo la voz-. ¡Es malditamente otra cosa, carajo!

- Ah –dijo Talita, recogiendo el pato y limpiándole el pisotón con un trapo de cocina-. Le has hundido las costillas. De manera que es otra cosa. No entiendo nada, pero a lo mejor tenés razón.

- Y si él estuviera aquí –dijo Traveler en voz baja, mirando su cigarrillo- tampoco entendería nada. Pero sabría muy bien que es otra cosa. Increíble, parecería que cuando él se junta con nosotros hay paredes que se caen, montones de cosas que se van al quinto demonio, y de golpe el cielo se pone fabulosamente hermoso, las estrellas se meten en esa panera, uno podría pelarlas y comérselas, ese pato es propiamente el cisne de Lohengrin, y detrás, detrás...

- ¿No molesto? –dijo la señora de Gutusso, asomándose desde el zaguán-. A lo mejor estaban hablando de cosas personales, a mí no me gusta meterme donde no me llaman.

- Valiente –dijo Talita-. Entre nomás, señora, mire qué belleza de animal.

- Una gloria –dijo la señora de Gutusso-. Yo siempre digo que el pato será duro pero tiene su gusto especial.

- Manú le puso un pie encima –dijo Talita-. Va a estar hecho una manteca, se lo juro.

- Póngale la firma –dijo Traveler.

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