quarta-feira, 31 de agosto de 2016

19. Pedro Páramo: El calor me hizo despertar - Juan Rulfo

Juan Rulfo




19. Pedro Páramo: El calor me hizo despertar





El calor me hizo despertar al filo de la medianoche. Y el sudor. El cuerpo de aquella mujer hecho de tierra, envuelto en costras de tierra, se desbarataba como si estuviera derritiéndose en un charco de lodo. Yo me sentía nadar entre el sudor que chorreaba de ella y me faltó el aire que se necesita para respirar. Entonces me levanté. La mujer dormía. De su boca borbotaba un ruido de burbujas muy parecido al del estertor.

Salí a la calle para buscar el aire; pero el calor que me perseguía no se despegaba de mí.

Y es que no había aire; sólo la noche entorpecida y quieta, acalorada por la canícula de agosto.

No había aire. Tuve que sorber el mismo aire que salía de mi boca, deteniéndolo con las manos antes de que se fuera. Lo sentía ir y venir, cada vez menos; hasta que se hizo tan delgado que se filtró entre mis dedos para siempre.

Digo para siempre.

Tengo memoria de haber visto algo así como nubes espumosas haciendo remolino sobre mi cabeza y luego enjuagarme con aquella espuma y perderme en su nublazón. Fue lo último que vi.



-¿Quieres hacerme creer que te mató el ahogo, Juan Preciado? Yo te encontré en la plaza, muy lejos de la casa de Donis, y junto a mí también estaba él, diciendo que te estabas haciendo el muerto. Entre los dos te arrastramos a la sombra del portal, ya bien tirante, acalambrado como mueren los que mueren muertos de miedo. De no haber habido aire para respirar esa noche de que hablas, nos hubieran faltado las fuerzas para llevarte y contimás para enterrarte. Y ya ves, te enterramos.

-Tienes razón,.Doroteo. ¿Dices que te llamas Doroteo?

-Da lo mismo. Aunque mi nombre sea Dorotea. Pero da lo mismo.

-Es cierto, Dorotea. Me mataron los murmullos.

«Allá hallarás mi querencia. El lugar que yo quise. Donde los sueños me enflaquecieron. Mi pueblo, levantado sobre la llanura. Lleno de árboles y de hojas como una alcancía donde hemos guardado nuestros recuerdos. Sentirás que allí uno quisiera vivir para la eternidad. El amanecer; la mañana; el mediodía y la noche, siempre los mismos; pero con la diferencia del aire. Allí, donde el aire cambia el color de las cosas; donde se ventila la vida como si fiera un murmullo; como si fuera un puro murmullo de la vida...»

-Sí, Dorotea. Me mataron los murmullos. Aunque ya traía retrasado el miedo. Se me había venido juntando, hasta que ya no pude soportarlo. Y cuando me encontré con los murmullos se me reventaron las cuerdas.

»Llegué a la plaza, tienes tú razón. Me llevó hasta allí el bullicio de la gente y creí que de verdad la había. Yo ya no estaba muy en mis cabales; recuerdo que me vine apoyando en las paredes como si caminara con las manos. Y de las paredes parecían destilar los murmullos como si se filtraran de entre las grietas y las descarapeladuras. Yo los oía. Eran voces de gente; pero no voces claras, sino secretas, como si me murmuraran algo al pasar, o como si zumbaran contra mis oídos. Me aparté de las paredes y seguí por mitad de la calle; pero las oía igual, igual que si vinieran conmigo, delante o detrás de mí. No sentía calor, como te dije antes; antes por el contrario, sentía frío. Desde que salí de la casa de aquella mujer que me prestó su cama y que, como te decía, la vi deshacerse en el agua de su sudor, desde entonces me entró frío. Y conforme yo andaba, el frío aumentaba más y más, hasta que se me enchinó el pellejo. Quise retroceder porque pensé que regresando podría encontrar el calor que acababa de dejar; pero me di cuenta a poco de andar que el frío salía de mí, de mi propia sangre. Entonces reconocí que estaba asustado. Oí el alboroto mayor en la plaza y creí que allí entre la gente se me bajaría el miedo. Por eso es que ustedes me encontraron en la plaza. ¿De modo que siempre volvió Donis? La mujer estaba segura de que jamás lo volvería a ver.

-Fue ya de mañana cuando te encontramos. Él venía de no sé dónde. No se lo pregunté.

-Bueno, pues llegué a la plaza. Me recargué en un pilar de los portales. Vi que no había nadie, aunque seguía oyendo el murmullo como de mucha gente en día de mercado. Un rumor parejo, sin ton ni son, parecido al que hace el viento contra las ramas de un árbol en la noche, cuando no se ven ni el árbol ni las ramas, pero se oye el murmurar. Así. Ya no di un paso más. Comencé a sentir que se me acercaba y daba vueltas a mi alrededor aquel bisbiseo apretado como un enjambre, hasta que alcancé a distinguir unas palabras vacías de ruido: «Ruega a Dios por nosotros». Eso oí que me decían. Entonces se me heló el alma. Por eso es que ustedes me encontraron muerto.


-Mejor no hubieras salido de tu tierra. ¿Qué viniste a hacer aquí?

-Ya te lo dije en un principio. Vine a buscar a Pedro Páramo, que según parece fue mi padre. Me trajo la ilusión.

-¿La ilusión? Eso cuesta caro. A mí me costó vivir más de lo debido. Pagué con eso la deuda de encontrar a mi hijo, que no fue, por decirlo así, una ilusión más; porque nunca tuve ningún hijo. Ahora que estoy muerta me he dado tiempo para pensar y enterarme de todo. Ni siquiera el nido para guardarlo me dio Dios. Sólo esa larga vida arrastrada que tuve, llevando de aquí para allá mis ojos tristes que siempre miraron de reojo, como buscando detrás de la gente, sospechando que alguien me hubiera escondido a mi niño. Y todo fue culpa de un maldito sueño. He tenido dos: a uno de ellos lo llamo el «bendito» y a otro el «maldito». El primero fue el que me hizo soñar que había tenido un hijo. Y mientras viví, nunca dejé de creer que fuera cierto; porque lo sentí entre mis brazos, tiernito, lleno de boca y de ojos y de manos; durante mucho tiempo conservé en mis dedos la impresión de sus ojos dormidos y el palpitar de su corazón. ¿Cómo no iba a pensar que aquello fuera verdad? Lo llevaba conmigo a dondequiera que iba, envuelto en mi rebozo, y de pronto lo perdí. En el cielo me dijeron que se habían equivocado conmigo. Que me habían dado un corazón de madre, pero un seno de una cualquiera. Ése fue el otro sueño que tuve. Llegué al cielo y me asomé a ver si entre los ángeles reconocía la cara de mi hijo. Y nada. Todas las caras eran iguales, hechas con el mismo molde. Entonces pregunté. Uno de aquellos santos se me acercó y, sin decirme nada, hundió una de sus manos en mi estómago como si la hubiera hundido en un montón de cera. Al sacarla me enseñó algo así como una cáscara de nuez: «Esto prueba lo que te demuestra».

»Tú sabes cómo hablan raro allá arriba; pero se les entiende. Les quise decir que aquello era sólo mi estómago engarruñado por las hambres y por el poco comer; pero otro de aquellos santos me empujó por los hombros y me enseñó la puerta de salida: «Ve a descansar un poco más a la tierra, hija, y procura ser buena para que tu purgatorio sea menos largo.»

»Ése fue el sueño «maldito» que tuve y del cual saqué la aclaración de que nunca había tenido ningún hijo. Lo supe ya muy tarde, cuando el cuerpo se me había achaparrado, cuando el espinazo se me saltó por encima de la cabeza, cuando ya no podía caminar. Y de remate, el pueblo se fue quedando solo; todos largaron camino para otros rumbos y con ellos se fue también la caridad de la que yo vivía. Me senté a esperar la muerte. Después que te encontramos a ti, se resolvieron mis huesos a quedarse tiesos. «Nadie me hará caso», pensé. Soy algo que no le estorba a nadie. Ya ves, ni siquiera le robé el espacio a la tierra. Me enterraron en tu misma sepultura y cupe muy bien en el hueco de tus brazos. Aquí en este rincón donde me tienes ahora. Sólo se me ocurre que debería ser yo la que te tuviera abrazado a ti. ¿Oyes? Allá fuera está lloviendo. ¿No sientes el golpear de la lluvia?

-Siento como si alguien caminara sobre nosotros.

-Ya déjate de miedos. Nadie te puede dar ya miedo. Haz por pensar en cosas agradables porque vamos a estar mucho tiempo enterrados.




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O CALOR ME FEZ acordar por volta da meia-noite. E o suor. O corpo daquela mulher, feito de terra, envolvido em crostas de terra, se desfazia como se estivesse derretendo num charco de lodo. Eu me sentia nadar no meio do suor que jorrava dela e me faltou o ar que se necessita para respirar. Então me levantei. A mulher dormia. De sua boca borbotava um ruído de borbulhas muito parecido ao estertor.

Saí à rua; mas o calor que me perseguia não desgrudava de mim.

E é que não havia ar; só a noite entorpecida e quieta, acalorada pelas altas temperaturas de agosto.

Não havia ar. Tive de sorver o mesmo ar que saía da minha boca, parando-o com as mãos antes que ele fosse embora. Sentia o ar indo e vindo, cada vez menos; até que se fez tão fino que se filtrou entre meus dedos para sempre.

Digo para sempre.

Tenho memória de haver visto algo assim como nuvens espumosas fazendo redemoinhos sobre a minha cabeça e depois enxaguar-me com aquela espuma e me perder em sua nuvarada. Foi a última coisa que vi.


ESTÁ QUERENDO que eu acredite que o que matou você foi a sufocação, Juan Preciado? Eu encontrei você na praça, muito longe da casa de Donis, e comigo também estava ele, dizendo que você estava se fazendo de morto. Nós dois arrastamos você até a sombra do portal, já bem teso, retorcido daquele jeito em que morrem os que morrem mortos de medo. Se não tivesse havido ar para respirar naquela noite que você está falando, teriam faltado forças para que nós carregássemos você, quanto mais para enterrá-lo. Você está vendo, nós enterramos você.

— Tem razão, Doroteo. Você disse que se chama Doroteo?

— Dá na mesma. Só que meu nome é Dorotea. Mas dá na mesma.

— Pois é verdade, Dorotea. Os murmúrios me mataram.

Lá você vai encontrar a minha querência. O lugar que eu amei. Onde os meus sonhos emagreceram. Meu povoado, levantado sobre a planície. Cheio de árvores e de folhas, como um cofre onde guardamos nossas memórias. Você vai sentir que ali a gente gostaria de viver para a eternidade. O amanhecer; a manhã; o meio-dia e a noite, sempre os mesmos; mas com a diferença do ar. Lá, onde o ar muda a cor das coisas; onde a vida se ventila como se fosse um murmúrio; como se fosse um puro murmúrio da vida...

— Sim, Dorotea. Os murmúrios sussurrados me mataram. Embora eu trouxesse um medo atrasado. Tinha vindo se juntando, até que não aguentei mais. E quando me encontrei com os murmúrios minhas cordas arrebentaram.

“Cheguei na praça, você tem razão. Fui levado até lá pelo alvoroço das gentes e achei que de verdade havia gente. Eu já não estava muito em meus eixos; recordo que vim me apoiando nas paredes como se caminhasse com as mãos. E os sussurros pareciam destilar das paredes, como se se filtrassem entre as gretas e os descascados abertos no reboco. Eu os ouvia. Eram vozes de gente; mas não vozes claras, e sim secretas, como se me murmurassem alguma coisa ao passar, ou como se zumbissem contra os meus ouvidos. Afastei-me das paredes e continuei pelo meio da rua; mas ouvia do mesmo jeito, do mesmo jeito que se estivessem vindo comigo, adiante ou atrás de mim. Não sentia calor, como disse antes; antes pelo contrário, sentia frio. Desde que saí da casa daquela mulher que me emprestou sua cama e que, como dizia, vi se desfazendo na água de seu suor, desde então fiquei com frio. E conforme eu andava, o frio aumentava mais e mais, até me deixar a pele toda arrepiada. Quis retroceder porque achei que voltando poderia encontrar o calor que eu tinha acabado de deixar; mas reparei, assim que comecei a andar, que o frio saía de mim, do meu próprio sangue. Então reconheci que estava assustado. Ouvi o alvoroço maior na praça e achei que ali, no meio das pessoas, o medo iria diminuir. Por isso é que vocês me encontraram na praça. Quer dizer então que Donis acabou voltando? A mulher tinha certeza de que jamais tornaria a vê-lo.

— Já era de manhã quando encontramos você. Ele estava vindo sei lá de onde. Não perguntei.

— Bem, então cheguei na praça. Encostei-me num pilar tios portais. Vi que não havia ninguém, embora continuasse ouvindo o burburinho como de muita gente em dia de feira. Um rumor parelho, sem tom nem som, parecido ao que o vento faz contra os galhos de uma árvore na noite, quando a gente não vê nem a árvore nem os galhos, mas ouve o seu farfalhar. Assim. Não dei mais nem um passo. Comecei a sentir que chegava perto de mim e dava voltas ao meu redor aquele zunzum apertado como de um enxame, até que consegui distinguir umas palavras quase vazias de ruído: “Rogai a Deus por nós.” Ouvi que era isso que me diziam. Então minha alma gelou. Foi por isso que vocês me acharam morto.

— Teria sido melhor se você não tivesse saído da sua terra. O que veio fazer aqui?

— Eu já disse no começo. Vim procurar Pedro Páramo, que ao que parece foi meu pai.

Vim trazido pela ilusão.

— Ilusão? Isso custa caro. A mim custou viver mais do que o devido. Paguei com isso a dívida de encontrar meu filho, que não foi, por assim dizer, nada além de uma ilusão a mais; porque nunca tive filho algum. Agora que estou morta me deu tempo para pensar e ficar sabendo de tudo. Nem mesmo o ninho para guardá-lo Deus me deu. Só esta longa vida arrastada que tive, levando daqui para lá meus olhos tristes que sempre olharam de viés, como buscando atrás das pessoas, suspeitando que alguém tivesse me escondido meu menino. E tudo por culpa do maldito sonho. Tive dois: um deles eu chamo de “bendito” e o outro de “maldito”. O primeiro foi o que me fez sonhar que tinha tido um filho. E, enquanto vivi, nunca deixei de acreditar que fosse de verdade; porque o senti entre meus braços, novinho, terno, cheio de boca e de olhos e de mãos; durante muito tempo conservei em meus dedos a impressão de seus olhos adormecidos e o palpitar de seu coração. Como não ia pensar que aquilo fosse verdade? Eu o levava comigo aonde quer que fosse, envolto no meu xale, e de repente o perdi. No céu me disseram que tinham se enganado comigo. Que tinham me dado um coração de mãe, mas um seio de uma qualquer. Esse foi o outro sonho que tive. Cheguei ao céu e fui ver se entre os anjos reconhecia a cara de meu filho. E nada. Todas as caras eram iguais, feitas com a mesma forma. Então perguntei. Um daqueles santos se aproximou de mim e, sem me dizer nada, afundou uma das mãos no meu estômago, como se a tivesse afundado num montão de cera. Ao tirá-la, mostrou algo assim como uma casca de noz: “Isto prova o que se demonstra.”

“Você sabe como eles falam esquisito lá em cima; mas dá para entender. Quis dizer a eles que aquilo era só o meu estômago enrugado pela fome e pelo pouco que comi; mas outro daqueles santos me empurrou pelos ombros e me mostrou a porta de saída: ‘Vai descansar um pouco mais na terra, filha, e procure ser boa para que seu purgatório não seja tão longo.’

“Esse foi o sonho ‘maldito’ que tive e do qual tirei a explicação de que nunca havia tido nenhum filho. Soube quando já era demasiado tarde, quando meu corpo tinha se desmedrado, quando a espinha saltou por cima da minha cabeça, quando já não podia caminhar. E de arremate, o povoado foi ficando solitário; todos tomaram caminho para outros rumos e com eles foi-se embora também a caridade da qual eu vivia. Então me sentei para esperar a morte. Depois que encontramos você, meus ossos se revolveram e ficaram quietos. ‘Ninguém me dará importância’, pensei. Sou uma coisa que não estorva ninguém. Você vê, nem mesmo roubei espaço aqui na terra. Fui enterrada na mesma sepultura que você e coube muito bem no oco dos seus braços. Aqui neste canto, onde você me vê agora. Só me ocorre que deveria ser eu que estivesse abraçando você. Está me ouvindo? Lá fora está chovendo. Você não sente o bater da chuva?

— Sinto como se alguém caminhasse em cima de nós.

— Deixe de ter medo. Ninguém mais pode botar medo em você. Trate de pensar em coisas agradáveis porque vamos estar muito tempo enterrados.




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Rulfo, Juan Pedro Páramo / tradução e prefácio de Eric Nepomuceno. — Rio de Janeiro: BestBolso, 2008. Tradução de: Pedro Páramo ISBN 978-85-7799-116-7 1. Romance mexicano. I. Nepomuceno, Eric. II. Título

Pedro Páramo – Romance mais aclamado da literatura mexicana, Pedro Páramo é o primeiro de dois livros lançados em toda a vida de Juan Rulfo. O enredo, simples, trata da promessa feita por um filho à mãe moribunda, que lhe pede que saia em busca do pai, Pedro Páramo, um malvado lendário e assassino. Juan Preciado, o filho, não encontra pessoas, mas defuntos repletos de memórias, que lhe falam da crueldade implacável do pai. Vergonha é o que Juan sente. Alegoricamente, é o México ferido que grita suas chagas e suas revoluções, por meio de uma aldeia seca e vazia onde apenas os mortos sobrevivem para narrar os horrores da história. O realismo fantástico como hoje se conhece não teria existido sem Pedro Páramo; é dessa fonte que beberam o colombiano Gabriel Garcia Márquez e o peruano Mario Vargas Llosa, que também narram odisseias latino-americanas.


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20. Pedro Páramo: Al amanecer, gruesas gotas de lluvia - Juan Rulfo

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