terça-feira, 2 de agosto de 2016

16. Pedro Páramo: La madrugada fue apagando - Juan Rulfo

Juan Rulfo




16. Pedro Páramo: La madrugada fue apagando





La madrugada fue apagando mis recuerdos.

Oía de vez en cuando el sonido de las palabras, y notaba la diferencia. Porque las palabras que había oído hasta entonces, hasta entonces lo supe, no tenían ningún sonido, no sonaban; se sentían; pero sin sonido, como las que se oyen durante los sueños.


-¿Quién será? -preguntaba la mujer.

-Quién sabe -contestaba el hombre.

-¿Cómo vendría a dar aquí?

-Quién sabe.

-Como que le oí decir algo de su padre.

-Yo también le oí decir eso.

-¿No andará perdido? Acuérdate cuando cayeron por aquí aquellos que dijeron andar perdidos. Buscaban un lugar llamado Los Confines y tú les dijiste que no sabías dónde quedaba eso.

-Sí, me acuerdo; pero déjame dormir. Todavía no amanece.

-Falta poco. Si por algo te estoy hablando es para que despiertes. Me encomendaste que te recordara antes del amanecer. Por eso lo hago. ¡Levántate!

-¿Y para qué quieres que me levante?

-No sé para qué. Me dijiste anoche que te despertara. No me aclaraste para qué.

-En ese caso, déjame dormir. ¿No oíste lo que dijo ése cuando llegó? Que lo dejáramos dormir.-Fue lo único que dijo.

Como que se van las voces. Como que se pierde su ruido. Como que se ahogan. Ya nadie dice nada. Es el sueño.

Y al rato otra vez:

-Acaba de moverse. Si se ofrece, ya va a despertar. Y si nos mira aquí nos preguntará cosas.

-¿Qué preguntas puede hacernos?

-Bueno. Algo tendrá que decir, ¿no?

-Déjalo. Debe estar muy cansado.

-¿Crees tú?

-Ya cállate, mujer.

-Mira, se mueve. ¿Te fijas cómo se revuelca? Igual que si lo zangolotearan por dentro. Lo sé porque a mí me ha sucedido.

-¿Qué te ha sucedido a ti?

-Aquello.

-No sé de qué hablas.

-No hablaría si no me acordara al ver a ése, rebulléndose, de lo que me sucedió a mí la primera vez que lo hiciste. Y de cómo me dolió y de lo mucho que me arrepentí de eso.

-¿De cuál eso?

-De cómo me sentía apenas me hiciste aquello, que aunque tú no quieras yo supe que estaba mal hecho.

-¿Y hasta ahora vienes con ese cuento? ¿Por qué no te duermes y me dejas dormir?

-Me pediste que te recordara. Eso estoy haciendo. Por Dios que estoy haciendo lo que me pediste que hiciera. ¡Ándale! Ya va siendo hora de que te levantes.

-Déjame en paz, mujer.

El hombre pareció dormir. La mujer siguió rezongando; pero con voz muy queda:

-Ya debe haber amanecido, porque hay luz. Puedo ver a ese hombre desde aquí, y si lo veo es porque hay luz bastante para verlo. No tardará en salir el sol. Claro, eso ni se pregunta. Si se ofrece, el tal es algún malvado. Y le hemos dado cobijo. No le hace que nomás haya sido por esta noche; pero lo escondimos. Y eso nos traerá el mal a la larga... Míralo cómo se mueve, como que no encuentra acomodo. Si se ofrece ya no puede con su alma.

Aclaraba el día. El día desbarata las sombras. Las deshace. El cuarto donde estaba se sentía caliente con el calor de los cuerpos dormidos. A través de los párpados me llegaba el albor del amanecer. Sentía la luz. Oía:

-Se rebulle sobre sí mismo como un condenado. Y tiene todas las trazas de un mal hombre. ¡Levántate, Donis! Míralo. Se restriega contra el suelo, retorciéndose. Babea. Ha de ser alguien que debe muchas muertes. Y tú no lo reconociste.

-Debe ser un pobre hombre. ¡Duérmete y déjanos dormir!

-¿Y por qué me voy a dormir, si yo no tengo sueño?

-¡Levántate y lárgate a donde no des guerra!

-Eso haré. Iré a prender la lumbre. Y de paso le diré a ese fulano que venga a acostarse aquí contigo, en el lugar que voy a dejarle.

-Díselo.

-No podré. Me dará miedo.

-Entonces vete a hacer tu quehacer y déjanos en paz.

-Eso haré.

-¿Y qué esperas?

-Ya voy.

Sentí que la mujer bajaba de la cama. Sus pies descalzos taconeaban el suelo y pasaban por encima de mi cabeza. Abrí y cerré los ojos.

Cuando desperté, había un sol de mediodía. junto a mí, un jarro de café. Intenté beber aquello. Le di unos sorbos.

-No tenemos más. Perdone lo poco. Estamos tan escasos de todo, tan escasos...

Era una voz de mujer.

-No se preocupe por mí -le dije-. Por mí no se preocupe. Estoy acostumbrado. ¿Cómo se va uno de aquí?

-¿Para dónde?

-Para donde sea.

-Hay multitud de caminos. Hay uno que va para Contla; otro que viene de allá. Otro más que enfila derecho a la sierra. Ese que se mira desde aquí, que no sé para dónde irá -y me señaló con sus dedos el hueco del tejado, allí donde el techo estaba roto-.Este otro de por acá, que pasa por la Media Luna. Y hay otro más, que atraviesa toda la tierra y es el que va más lejos.

-Quizá por ése fue por donde vine.

-¿Para dónde va?

-Va para Sayula.

-Imagínese usted. Yo que creía que Sayula quedaba de éste lado. Siempre me ilusionó conocerlo. Dicen que por allá hay mucha gente, ¿no?

-La que hay en todas partes.

-Figúrese usted. Y nosotros aquí tan solos. Desviviéndonos por conocer aunque sea tantito de la vida.

-¿Adónde fue su marido?

-No es mi marido. Es mi hermano; aunque él no quiere que se sepa. ¿Que adónde fue? De seguro a buscar un becerro cimarrón que anda por ahí desbalagado. Al menos eso me dijo.

-¿Cuánto hace que están ustedes aquí?

-Desde siempre. Aquí nacimos.

-Debieron conocer a Dolores Preciado.

-Tal vez él, Donis. Yo sé tan poco de la gente. Nunca salgo. Aquí donde me ve, aquí he estado sempiternarnente... Bueno, ni tan siempre. Sólo desde que él me hizo su mujer. Desde entonces me la paso encerrada, porque tengo miedo de que me vean. Él no quiere creerlo, pero ¿verdad que estoy para dar miedo? -y se acercó a donde le daba el sol-. ¡Míremela cara!

Era una cara común y corriente.

-¿Qué es lo que quiere que le mire?

-¿No me ve el pecado? ¿No ve esas manchas moradas como de pote que me llenan de arriba abajo? Y eso es sólo por fuera; por dentro estoy hecha un mar de lodo.

-¿Y quién la puede ver si aquí no hay nadie? He recorrido el pueblo y no he visto a nadie.

-Eso cree usted; pero todavía hay algunos. ¿Dígame si Filomeno no vive, si Dorotea, si Melquiades, si Prudencio el viejo, si Sóstenes y todos ésos no viven? Lo que acontece es que se la pasan encerrados. De día no se qué harán; pero las noches se las pasan en su encierro. Aquí esas horas están llenas de espantos. Si usted viera el gentío de ánimas que andan sueltas por la calle. En cuanto oscurece comienzan a salir. Y a nadie le gusta verlas. Son tantas, y nosotros tan poquitos, que ya ni la lucha le hacemos para rezar porque salgan de sus penas. No ajustarían nuestras oraciones para todos. Si acaso les tocaría un pedazo de padrenuestro. Y eso no les puede servir de nada. Luego están nuestros pecados de por medio. Ninguno de los que todavía vivimos está en gracia de Dios. Nadie podrá alzar sus ojos al cielo sin sentirlos sucios de vergüenza. Y la vergüenza no cura. Al menos eso me-dijo el obispo que pasó por aquí hace algún tiempo dando confirmaciones. Yo me le puse enfrente y le confesé todo:

»-Eso no se perdona -me dijo.

»-Estoy avergonzada.

»-No es el remedio.

»-¡Cásenos usted!

»-¡Apártense!

»-Yo le quise decir que la vida nos había juntado, acorralándonos y puesto uno junto al otro. Estábamos tan solos aquí, que los únicos éramos nosotros. Y de algún modo había que poblar el pueblo. Tal vez tenga ya a quién confirmar cuando regrese.

»--Sepárense. Eso es todo lo que se puede hacer.

»-Pero ¿cómo viviremos?

»-Como viven los hombres.

»Y se fue, montado en su macho, la cara dura, sin mirar hacia atrás, como si hubiera dejado aquí la imagen de la perdición. Nunca ha vuelto. Y ésa es la cosa por la que esto está lleno de ánimas; un puro vagabundear de gente que murió sin perdón y que no lo conseguirá de ningún modo, mucho menos valiéndose de nosotros. Ya viene. ¿Lo oye usted?

-Sí, lo oigo.

-Es él.

Se abrió la puerta.

-¿Qué pasó con el becerro? -preguntó ella.

-Se le ocurrió no venir ahora; pero fui siguiendo su rastro y casi estoy por saber dónde asiste. Hoy en la noche lo agarraré.

-¿Me vas a dejar sola a la noche?

-Puede que sí.

-No podré soportarlo. Necesito tenerte conmigo. Es la única hora que me siento tranquila. La hora de la noche.

-Esta noche iré por el becerro.

-Acabo de saber -intervine yo- que son ustedes hermanos.

-¿Lo acaba de saber? Yo lo sé mucho antes que usted. Así que mejor no intervenga. No nos gusta que se hable de nosotros.

-Yo lo decía en un plan de entendimiento. No por otra cosa.

-¿Qué entiende usted?

-Nada -dije-. Cada vez entiendo menos -y añadí-: Quisiera volver al lugar de donde vine. Aprovecharé la poca luz que queda del día.

-Es mejor que espere -me dijo él-. Aguarde hasta mañana.

No tarda en oscurecer y todos los caminos están enmarañados de breñas. Puede usted perderse. Mañana yo lo encaminaré.

-Está bien.






____________________________




16. Pedro Páramo: A madrugada foi apagando




A madrugada foi apagando minhas recordações. 

Ouvia de vez em quando o som das palavras, e notava a diferença. Porque as palavras que havia ouvido até então, e só então fiquei sabendo, não tinham nenhum som, não soavam; sentiam-se; mas sem som, como as que se ouve durante os sonhos. 

— Quem será? — perguntava a mulher. 

— Quem sabe? — respondia o homem. 

— Como é que veio parar aqui? 

— Quem sabe? 

— É como se eu ouvisse ele dizendo alguma coisa de seu pai. — Eu também ouvi dizer isso. 

— Será que não estará perdido? Lembre-se de quando caíram por aqui aqueles que disseram que andavam perdidos. Procuravam um lugar chamado Os Confins e você disse a eles que não sabia onde aquilo ficava. 

— Sim, eu me lembro; mas me deixa dormir. Não amanheceu ainda. 

— Falta pouco. Se estou falando, é para que você acorde. Você me pediu para acordar antes do amanhecer. Por isso estou falando. Levanta! 

— E você quer que eu levante para quê? 

— Não sei para quê. Você que me disse ontem à noite para acordar você. Não explicou para quê. 

— Nesse caso, me deixe dormir. Você não ouviu o que esse aí disse, quando chegou? Que a gente o deixasse dormir. Foi a única coisa que disse. 

É como se as vozes fossem embora. Como se o seu ruído se perdesse. Como se estivessem se afogando. Ninguém mais diz nada. É o sono. 

E depois, de novo: 

— Acaba de se mexer. Se a gente facilitar, já vai acordar. E se vir a gente aqui, vai perguntar coisas. 

— Que tipo de pergunta ele pode fazer? 

— Bem. Alguma coisa ele vai ter de dizer, não é? 

— Deixa ele. Deve estar muito cansado. 

— Você acha? 

— Cala a boca de uma vez, mulher. 

— Olha só, ele se mexe. Vê como se revira? É igualzinho como se estivessem sacudindo-o por dentro. Eu sei disso porque isso já aconteceu comigo. 

— O que aconteceu com você? 

— Isso. 

— Não sei do que você está falando. 

— Eu não falaria se não me lembrasse, ao ver esse aí se remexendo, do que me aconteceu na primeira vez que você fez. E de como doeu e do quanto que me arrependi disso. 

— De qual isso? 

— De como eu me sentia, assim que você fez aquilo, que mesmo que você não queira eu sei que foi malfeito. 

— E só agora você me vem com essa lengalenga? Por que não dorme e me deixa dormir? 

— Você me pediu para acordar. É o que estou fazendo. Por Deus, só estou fazendo o que você me pediu para fazer. Saco! Já está mais do que na hora de acordar. 

— Vê se me deixa em paz, mulher. 

O homem parecia dormir. A mulher continuou resmungando; mas com voz muito baixa: 

— Já deve ter amanhecido, porque tem luz. Daqui posso ver esse homem, e se vejo é porque tem luz bastante para ver. Não demora e sai o sol. Claro, isso nem se pergunta. Na certa, esse fulano é algum malvado. E a gente deu abrigo a ele. Não importa que tenha sido só por esta noite; mas a coisa é que nós escondemos ele. E isso vai acabar trazendo o mal para nós... Olha só como ele se mexe, como não encontra acomodação. Vai ver não dá mais conta da própria alma. 

O dia clareava. O dia desbarata as sombras. Desfaz. O quarto onde estava parecia quente com o calor dos corpos adormecidos. Através das pálpebras me chegava a alva do amanhecer. Sentia a luz. Cheirava: 

— Ele se revira em cima do próprio corpo feito um condenado. E tem todo jeito de homem mau. Levanta, Donis! Olha só para ele. Que se esfrega contra o chão, se retorcendo. Baba. Há de ser alguém que deve muitas mortes. E você nem para reconhecê-lo. 

— Deve ser um pobre coitado. Durma e deixe a gente dormir! 

— E por que eu vou dormir, se não tenho mais sono? 

— Pois então levanta e vai para algum lugar onde não me azucrine! 

— Vou mesmo. Vou acender o fogo. E aproveito para dizer a esse fulano que venha cá se deitar com você, no lugar que vou deixar para ele. 

— Pois diga. 

— Não vou conseguir. Vou ficar com medo. 

— Então vai fazer o que tiver de fazer e deixa a gente em paz. — Vou. 

— E está esperando o quê? 

— Estou indo. 

Senti que a mulher descia da cama. Seus pés descalços golpearam o chão e passaram por cima da minha cabeça. Abri e fechei os olhos. 

Quando acordei, havia um sol de meio-dia. Ao meu lado, uma jarra de café. Tentei beber aquilo. Dei uns goles. 

— Não temos mais. Desculpe o pouco. Estamos tão escassos de tudo, tão escassos... Era uma voz de mulher. 

— Não se preocupe comigo — disse a ela. — Por mim, não se preocupe. Estou acostumado. Como é que se faz para ir embora daqui? 

— Para onde? 

— Para onde for. 

— Há uma multidão de caminhos. Tem um que vai para Contla; outro que vem de lá. Outro mais que vai direto para a serra. Esse que a gente vê daqui, que não sei para onde irá — e me apontou com seus dedos o buraco no telhado, ali onde o teto estava arrebentado. — Este outro por aqui passa pela Media Luna. E tem outro mais, que atravessa a terra inteira e é o que vai mais longe. 

— Vai ver eu vim por ele. 

— E vai dar onde? 

— Em Sayula. 

— Veja só! E eu que achava que Sayula ficava do outro lado. Sempre quis conhecer Sayula. Dizem que tem muita gente por lá, não é mesmo? 

— Que nem tem em todo lado. 

— Imagine só. E nós aqui tão sozinhos. A gente se desvivendo por conhecer nem que seja só um tantinho da vida. 

— Aonde foi o seu marido? 

— Não é meu marido. É meu irmão; mas ele não quer que se saiba. Aonde foi? Pois na certa procurar algum bezerro fujão que anda por aí zanzando sem rumo. Pelo menos foi o que ele me disse. 

— Quanto tempo faz que vocês estão aqui? 

— Desde sempre. A gente nasceu aqui. 

— Devem ter conhecido Dolores Preciado. 

— Talvez ele, Donis. Eu sei tão pouco das pessoas. Nunca saio. Aqui onde o senhor me vê, pois aqui estive sempiternamente... Bem, nem tão sempre. Só depois que ele me fez sua mulher. Desde então passo aqui trancada, porque tenho medo que me vejam. Ele não quer acreditar, mas não é verdade que estou de dar medo? — e chegou perto de onde dava o sol. — Olhe só a minha cara! 

Era uma cara comum e corrente. 

— O que é que a senhora quer que eu olhe? 

— Não vê o pecado? Não vê essas manchas arroxeadas que nem de varíola e que me cobrem de cima abaixo? E isso é só por fora; por dentro estou um mar de lodo. 

— E quem pode ver a senhora, se aqui não tem ninguém? Andei o povoado inteiro e não vi ninguém. 

— O senhor é que pensa; é que por aqui ainda tem alguns. Senão, me diga que Filomeno não está vivo, e que Dorotea, e Melquiades, e o velho Prudencio, e Sóstenes e todos não estão vivos. Acontece que eles passam o tempo todo trancados. De dia, sei lá o que fazem; mas passam as noites trancados. É que aqui, essas horas são cheias de assombrações. Se o senhor visse a multidão de almas que andam soltas pelas ruas... Assim que escurece, começam a sair. E ninguém gosta de vê-las. São tantas, e nós tão pouquinhos, que nem tratamos de rezar para que saiam de suas penas. Nossas orações não dariam para todos. No máximo um pedaço de um pai-nosso para cada uma. E isso não adiantaria nada. E além do mais, no meio tem os nossos pecados. Nenhum de nós, dos que ainda vivemos, está nas graças de Deus. Ninguém poderá erguer seus olhos ao céu sem sentir-se sujo de vergonha. E a vergonha não tem cura. Pelo menos foi o que me disse o senhor bispo, quando passou por aqui faz algum tempo dando confirmações. Eu me pus na frente dele e confessei tudo: 

“— Isso não tem perdão — ele me disse. 

“— Mas estou envergonhada. 

“— O que não é remédio. 

“— Case a gente! 

“— Aparte-se de mim! 

“Eu quis dizer a ele que a vida tinha nos juntado, encurralando-nos e colocado um ao lado do outro. Estávamos tão sozinhos aqui, que éramos os únicos. E de alguma forma era preciso povoar o povoado. Talvez ele já tenha alguém para batizar quando regressar. 

“— Separem-se. Isso é tudo que pode ser feito. 

“— Mas como iremos viver? 

“— Como todos vivem. 

“E foi-se embora, montado na sua mula, a cara fechada, sem olhar para trás, como se tivesse deixado aqui uma imagem de perdição. Não voltou jamais. E esta é a razão disto aqui estar cheio de almas; um vagabundear de gente que morreu sem perdão e que não conseguirá ser perdoada de jeito nenhum, e menos ainda se valendo de nós. Lá vem. O senhor ouve? 

— Sim, ouço. 

— É ele. A porta foi aberta. 

— O que aconteceu com o bezerro? — ela perguntou. 

— Resolveu não aparecer agora; mas fui seguindo seu rastro e estou quase sabendo onde ele está. Hoje de noite agarro ele. 

— Você vai me deixar sozinha de noite? 

— Pode ser que sim. 

— Não dou conta de aguentar. Preciso ter você comigo. É a única hora em que me sinto tranquila. A hora da noite. 

— Esta noite vou atrás do bezerro. 

— Acabo de saber — e me intrometi — que vocês são irmãos. 

— Acaba de saber? Pois eu sabia muito antes do senhor. Por isso mesmo é melhor não se intrometer. Nós não gostamos que falem de nós. 

— Eu estava só falando, com intenção de entendimento. Por nenhuma outra razão. 

— E o que é que o senhor entende? 

Ela se pôs ao lado dele, apoiando-se em seus ombros e dizendo também: 

— E o que é que o senhor entende? 

— Nada — disse eu. — Cada vez entendo menos — e acrescentei: — Gostaria de voltar ao lugar de onde vim. Vou aproveitar este pouco resto de luz que sobrou do dia. 

— É melhor esperar — ele disse. — Aguarde até amanhã. Não demora em escurecer e todos os caminhos são um emaranhado de matagal espinhento. O senhor bem que pode se perder. Amanhã, eu o encaminho. 

— Está bem.



____________________________


Rulfo, Juan Pedro Páramo / tradução e prefácio de Eric Nepomuceno. — Rio de Janeiro: BestBolso, 2008. Tradução de: Pedro Páramo ISBN 978-85-7799-116-7 1. Romance mexicano. I. Nepomuceno, Eric. II. Título

Pedro Páramo – Romance mais aclamado da literatura mexicana, Pedro Páramo é o primeiro de dois livros lançados em toda a vida de Juan Rulfo. O enredo, simples, trata da promessa feita por um filho à mãe moribunda, que lhe pede que saia em busca do pai, Pedro Páramo, um malvado lendário e assassino. Juan Preciado, o filho, não encontra pessoas, mas defuntos repletos de memórias, que lhe falam da crueldade implacável do pai. Vergonha é o que Juan sente. Alegoricamente, é o México ferido que grita suas chagas e suas revoluções, por meio de uma aldeia seca e vazia onde apenas os mortos sobrevivem para narrar os horrores da história. O realismo fantástico como hoje se conhece não teria existido sem Pedro Páramo; é dessa fonte que beberam o colombiano Gabriel Garcia Márquez e o peruano Mario Vargas Llosa, que também narram odisseias latino-americanas.


___________________________



Leia também:

15. Pedro Páramo: … Mañana - Juan Rulfo

17. Pedro Páramo: Por el techo abierto al cielo


Nenhum comentário:

Postar um comentário