quinta-feira, 24 de março de 2016

6. Pedro Páramo: Por la noche - Juan Rulfo

Juan Rulfo




6. Pedro Páramo: Por la noche





Por la noche volvió a llover. Se estuvo oyendo el borbotar del agua durante largo rato; luego se ha de haber dormido, porque cuando despertó sólo se oía una llovizna callada. Los vidrios de la ventana estaban opacos, y del otro lado las gotas resbalaban en hilos gruesos como de lágrimas. «Miraba caer las gotas iluminadas por los relámpagos, y cada vez que respiraba suspiraba, y cada vez que pensaba, pensaba en ti, Susana.» 

La lluvia se convertía en brisa. Oyó: «El perdón de los pecados y la resurrección de la carne. Amén». Eso era acá adentro, donde unas mujeres rezaban el final del rosario. Se levantaban; encerraban los pájaros; atrancaban la puerta; apagaban la luz. 

Sólo quedaba la luz de la noche, el siseo de la lluvia como un murmullo de grillos... 

-¿Por qué no has ido a rezar el rosario? Estamos en el novenario de tu abuelo. 

Allí estaba su madre en el umbral de la puerta, con una vela en la mano. Su sombra descorrida hacia el techo, larga, desdoblada. Y las vigas del techo la devolvían en pedazos, despedazada. 

-Me siento triste -dijo. 

Entonces ella se dio vuelta. Apagó la llama de la vela. Cerró la puerta y abrió sus sollozos, que se siguieron oyendo confundidos con la lluvia. 

El reloj de la iglesia dio las horas, una tras otra, una tras otra, como si se hubiera encogido el tiempo. 


-Pues sí, yo estuve a punto de ser tu madre. ¿Nunca te platicó ella nada de esto? 

-No. Sólo me contaba cosas buenas. De usted vine a saber por el arriero que me trajo hasta aquí, un tal Abundio. 

-El bueno de Abundio. ¿Así que todavía me recuerda? Yo le daba sus propinas por cada pasajero que encaminara a mi casa. Y a los dos nos iba bien. Ahora, desventuradamente, los tiempos han cambiado, pues desde que esto está empobrecido ya nadie se comunica con nosotros. ¿De modo que él te recomendó que vinieras a verme? 

-Me encargó que la buscara. 

-No puedo menos que agradecérselo. Fue buen hombre y muy cumplido. Era quien nos acarreaba el correo, y lo siguió haciendo todavía después que se quedó sordo. Me acuerdo del desventurado día que le sucedió su desgracia. Todos nos conmovimos, porque todos lo queríamos. Nos llevaba y traía cartas. Nos contaba cómo andaban las cosas allá del otro lado del mundo, y seguramente a ellos les contaba cómo andábamos nosotros. Era un gran platicador. Después ya no. Dejó de hablar. Decía que no tenía sentido ponerse a decir cosas que él no oía, que no le sonaban a nada, a las que no les encontraba ningún sabor. Todo sucedió a raíz de que le tronó muy cerca de la cabeza uno de esos cohetones que usamos aquí para espantar las culebras de agua. Desde entonces enmudeció, aunque no era mudo; pero, eso sí, no se le acabó lo buena gente. 

-Este de que le hablo oía bien. 

-No debe ser él. Además, Abundio ya murió. Debe haber muerto seguramente. ¿Te das cuenta? Así que no puede ser él. 

-Estoy de acuerdo con usted. 

-Bueno, volviendo a tu madre, te iba diciendo... 

Sin dejar de oírla, me puse a mirar a la mujer que tenía frente a mí. Pensé que debía haber pasado por años difíciles. Su cara se transparentaba como si no tuviera sangre, y sus manos estaban marchitas; marchitas y apretadas de arrugas. No se le veían los ojos. Llevaba un vestido blanco muy antiguo, recargado de holanes, y del cuello, enhilada en un cordón, le colgaba una María Santísima del Refugio con un letrero que decía: «Refugio de pecadores». -... 

Ese sujeto de que te estoy hablando trabajaba como «amansador» en la Media Luna; decía llamarse Inocencio Osorio. Aunque todos lo conocíamos por el mal nombre del Saltaperico por ser muy liviano y ágil para los brincos. Mi compadre Pedro decía que estaba que ni mandado a hacer para amansar potrillos; pero lo cierto es que él tenía otro oficio: el de «provocador». Era provocador de sueños. Eso es lo que era verdaderamente. Y a tu madre la enredó como lo hacía con muchas. Entre otras, conmigo. Una vez que me sentí enferma se presentó y me dijo: «Te vengo a pulsear para que te alivies». Y todo aquello consistía en que se soltaba sobándola a una, primero en las yemas de los dedos, luego restregando las manos; después los brazos, y acababa metiéndose con las piernas de una, en frío, así que aquello al cabo de un rato producía calentura. Y, mientras maniobraba, te hablaba de tu futuro. Se ponía en trance, remolineaba los ojos invocando y maldiciendo; llenándote de escupitajos como hacen los gitanos. A veces se quedaba en cueros porque decía que ése era nuestro deseo. Y a veces le atinaba; picaba por tantos lados que con alguno tenía que dar. 

»La cosa es que el tal Osorio le pronosticó a tu madre, cuando fue a verlo, que "esa noche no debía repegarse a ningún hombre porque estaba brava la luna'. 

»Dolores fue a decirme toda apurada que no podía. Que simplemente se le hacía imposible acostarse esa noche con Pedro Páramo. Era su noche de bodas. Y ahí me tienes a mí tratando de convencerla de que no se creyera del Osorio, que por otra parte era un embaucador embustero. 

»-No puedo -me dijo-. Anda tú por mí. No lo notará. 

»Claro que yo era mucho más joven que ella. Y un poco menos morena; pero esto ni se nota en lo oscuro. 

»-No puede ser, Dolores, tienes que ir tú. 

»-Hazme ese favor. Te lo pagaré con otros. 

»Tu madre en ese tiempo era una muchachita de ojos humildes. Si algo tenía bonito tu madre, eran los ojos. Y sabían convencer. »-Ve tú en mi lugar -me decía. 

»Y fui. 

»Me valí de la oscuridad y de otra cosa que ella no sabía: y es que a mí también me gustaba Pedro Páramo. 

»Me acosté con él, con gusto, con ganas. Me atrinchilé a su cuerpo; pero el jolgorio del día anterior lo había dejado rendido, así que se pasó la noche roncando. Todo lo que hizo fue entreverar sus piernas entre mis piernas. 

»Antes que amaneciera me levanté y fui a ver a Dolores. Le dije: 

» Ahora anda tú. Éste es ya otro día. 

»-¿Qué te hizo? -me preguntó. 

»-Todavía no lo sé -le contesté. »Al año siguiente naciste tú; pero no de mí, aunque estuvo en un pelo que así fuera. 

»Quizá tu madre no te contó esto por vergüenza. 

«... Llanuras verdes. Ver subir y bajar el horizonte con el viento que mueve las espigas, el rizar de la tarde con una lluvia de triples rizos. El color de la tierra, el olor de la alfalfa y del pan. Un pueblo que huele a miel derramada... » 

»Ella siempre odió a Pedro Páramo. "¡Doloritas! ¿Ya ordenó que me preparen el desayuno?" Y tu madre se levantaba antes del amanecer. Prendía el nixtenco. Los gatos se despertaban con el olor de la lumbre. Y ella iba de aquí para allá, seguida por el rondín de gatos. "¡Doña Doloritas!" 

»¿Cuántas veces oyó tu madre aquel llamado? "Doña Doloritas, esto está frío. Esto no sirve." ¿Cuántas veces? Y aunque estaba acostumbrada a pasar lo peor, sus ojos humildes se endurecieron. 

«... No sentir otro sabor sino el del azahar de los naranjos en la tibieza del tiempo. » 

»Entonces comenzó a suspirar. 

»-¿Por qué suspira usted, Doloritas? 

»Yo los había acompañado esa tarde. Estábamos en mitad del campo mirando pasar las parvadas de los tordos. Un zopilote solitario se mecía en el cielo. 

»-¿Por qué suspira usted, Doloritas? 

»-Quisiera ser zopilote para volar a donde vive mi hermana. 

»-No faltaba más, doña Doloritas. Ahora mismo irá usted a ver a su hermana. Regresemos. Que le preparen sus maletas. No faltaba más. 

»Y tu madre se fue: 

»-Hasta luego, don Pedro. 

»-¡Adiós, Doloritas. 

» Se fue de la Media Luna para siempre. Yo le pregunté muchos meses después a Pedro Páramo por ella. 

»-Quería más a su hermana que a mí. Allá debe estar a gusto. Además ya me tenía enfadado. No pienso inquirir por ella, si es eso lo que te preocupa. 

»-¿Pero de qué vivirán? 

»-Que Dios los asista.» 

«... El abandono en que nos tuvo, mi hijo, cóbraselo caro.» 

-Y así hasta ahora que ella me avisó que vendrías a verme, no volvimos a saber más de ella. 

-La de cosas que han pasado -le dije-. Vivíamos en Colima arrimados a la tía Gertrudis que nos echaba en cara nuestra carga. «¿Por qué no regresas con tu marido?», le decía a mi madre. 

»-¿Acaso él ha enviado por mí? No me voy si él no me llama. Vine porque te quería ver. Porque te quería, por eso vine. 

»-Lo comprendo. Pero ya va siendo hora de que te vayas. 

»-Si consistiera en mí.» 

Pensé que aquella mujer me estaba oyendo; pero noté que tenía borneada la cabeza como si escuchara algún rumor lejano. Luego dijo: 

-¿Cuándo descansarás? 



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El mexicano Juan Rulfo (1918-1986) figura, a pesar de la brevedad de su obra, entre los grandes renovadores de la narrativa hispanoamericana del siglo XX. De formación autodidacta, trabajó como guionista para el cine y la televisión. Con sólo dos obras de ficción publicadas -el libro de relatos El llano en llamas y la novela Pedro Páramo-, ha ejercido una decisiva influencia en la literatura en castellano del último medio siglo. En 1983 recibió el premio Príncipe de Asturias de las Letras.


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6. Pedro Páramo: De noite



DE NOITE, tornou a chover. Ficou ouvindo o borbotar da água durante muito tempo; deve ter dormido em seguida, porque quando despertou só se ouvia um chuviscar calado. Os vidros das janelas estavam opacos, e do outro lado as gotas deslizavam em fios grossos como lágrimas. “Olhava as gotas caindo, iluminadas pelos relâmpagos, e cada vez que respirava, suspirava, e cada vez que pensava, pensava em você, Susana.” 

A chuva se transformava em brisa. Ouviu: “O perdão dos pecados e a ressurreição da carne. Amém.” Isso era aqui dentro, onde umas mulheres rezavam o final do rosário. Levantavam-se; prendiam os pássaros; trancavam a porta; apagavam a luz. 

Só restava a luz da noite, o ciciar da chuva como um murmúrio de grilos... 

— Por que você não foi rezar o rosário? Estamos na novena do seu avô. 

Lá estava sua mãe no umbral da porta, com uma vela na mão. Sua sombra escorrida rumo ao teto, longa, estendida. E as vigas do teto a devolviam aos pedaços, despedaçada. 

— Estou triste — disse. 

Então ela se virou. Apagou a chama da vela. Fechou a porta e abriu seus soluços, que continuaram sendo ouvidos confundidos com a chuva. 

O relógio da igreja badalou as horas, uma atrás da outra, uma atrás da outra, como se o tempo tivesse encolhido. 



– POIS SIM, eu quase fui sua mãe. Ela nunca falou nada sobre isso com você? 

— Não. Só me contava coisas boas. Da senhora eu só vim saber pelo tropeiro que me trouxe até aqui, um tal de Abundio. 

— O bondoso Abundio. Quer dizer que ele ainda se lembra de mim? Eu costumava dar gorjetas a ele por cada hóspede que mandasse para a minha casa. E nós dois íamos bem nesse negócio. Agora, infelizmente, os tempos mudaram, pois desde que isto aqui empobreceu ninguém mais se comunica com a gente. Quer dizer então que ele recomendou a você que viesse me ver? 

— Disse que a procurasse. 

— Só posso agradecer. Foi um bom homem, e cumpridor. Era quem nos trazia o correio, e continuou trazendo mesmo depois de ter ficado surdo. Lembro-me do desventurado dia em que aconteceu essa desgraça com ele. Todos nós ficamos comovidos, porque gostávamos dele. Levava e trazia cartas para nós. Contava como andavam as coisas do lado de lá do mundo, e na certa contava a eles como é que nós estávamos. Era um grande conversador. Depois, não. Parou de falar. Dizia que não tinha sentido desandar a dizer coisas que ele não ouvia, que não tinham para ele som algum, palavras sem nenhum sabor. Tudo aconteceu por causa de um desses foguetões que a gente usa aqui para espantar as trombas d’água, e que estourou muito perto da cabeça dele. A partir de então emudeceu, embora não fosse mudo; mas, isso sim, continuou sendo uma pessoa boa. 

— Mas esse de quem estou falando ouvia muito bem. 

— Não deve ser ele. Além do mais, Abundio já morreu. Deve ter morrido, com certeza. Você entende? Quer dizer, não pode ser ele. 

— Pois estou de acordo com a senhora. 

— Então, muito bem: voltando à sua mãe, eu ia dizendo... 

Sem deixar de ouvi-la, fiquei olhando a mulher que estava à minha frente. Pensei que devia ter passado por anos difíceis. Sua cara se transparentava como se não tivesse sangue, e suas mãos estavam murchas; murchas e cheias de rugas. Não se viam seus olhos. Usava um vestido branco muito antigo, cheio de babados, e da gola, atada num cordão, pendia uma Maria Santíssima do Refúgio com um letreiro que dizia: “Refúgio de pecadores”. 

— ... Esse fulano de quem estou falando trabalhava como “amansador” na Media Luna; dizia que seu nome era Inocencio Osorio. Mas todos o conheciam pelo mau nome de Busca-pé porque ele era muito leve e ágil para os saltos. Meu compadre Pedro dizia que ele era como se tivesse sido mandado fazer para amansar cavalos; mas a verdade é que tinha outro ofício: o de “provocador”. Era provocador de sonhos. Isso é o que ele era de verdade. E acabou enganando sua mãe do mesmo jeito que fazia com muitas. Entre outras, comigo. Uma vez que me senti doente, ele apareceu e me disse: “Venho tomar seu pulso para que você se alivie.” E tudo aquilo consistia em que ele se soltava apalpando a gente, primeiro nas pontas dos dedos, depois esfregando as mãos; e então os braços, e acabava se metendo pelas pernas da gente, a frio, e depois de um tempinho aquilo tudo acabava provocando um calorzinho. E, enquanto manobrava, ele falava do futuro. Entrava em transe, virava e revirava os olhos, invocando e amaldiçoando; enchia a gente de cuspidelas, do jeito que os ciganos fazem. Às vezes ficava pelado porque dizia que era esse o nosso desejo. E às vezes chegava lá; picava por tantos lados que acabava acertando. 

“O fato é que o tal de Osorio prognosticou para a sua mãe, quando ela foi vê-lo, que ‘hoje à noite você não deve grudar em homem porque a lua está brava’. 

“Dolores foi me dizer toda aflita que não podia. Que naquela noite era simplesmente impossível para ela se deitar com Pedro Páramo. Era sua noite de núpcias. E olhe só para mim, tentando convencê-la a não acreditar no Osorio, que além do mais era um trapaceiro enganador. 

“— Não posso — ela me disse. — Vai você no meu lugar. Ele não vai perceber. 

Claro que eu era muito mais jovem do que ela. E um pouco menos morena; mas isso ninguém nota no escuro. 

“— Não dá, Dolores, você é que tem de ir. 

“— Faz esse favor para mim. Eu pago com outros favores. 

“Naquele tempo, sua mãe era uma mocinha de olhos humildes. Se ela tinha alguma coisa de bonito, eram os olhos. E sabiam convencer. 

“— Vai no meu lugar — ela me dizia. 

“E fui. 

“Eu me vali da escuridão e de outra coisa que ela não sabia: eu também gostava de Pedro Páramo. 

“E me deitei com ele com gosto, com vontade. Eu me atraquei no seu corpo; mas a festança do dia anterior tinha deixado ele rendido, e passou a noite roncando. Tudo que fez foi enroscar suas pernas entre as minhas pernas. 

“Antes do amanhecer me levantei e fui ver Dolores. Disse a ela: 

“— Agora, vai você. Agora já é outro dia. 

“— O que ele fez com você? — me perguntou. 

“— Ainda não sei — respondi. 

“No ano seguinte você nasceu; mas não de mim, embora tenha sido por pouco. 

“Vai ver sua mãe não contou isso de vergonha. 

... Planícies verdes. Ver subir e descer o horizonte com o vento que move as espigas, o ondear da tarde com uma chuva de ondas triplas. A cor da terra, o cheiro da alfafa e do pão. Uma cidade que cheira a mel derramado...” 

“Ela sempre odiou Pedro Páramo. ‘Doloresinha! Você já mandou preparar o meu café da manhã?’ E sua mãe se levantava antes do amanhecer. Acendia o fogo. Os gatos acordavam com o cheiro do lume. E ela ia daqui para lá, seguida pela vigilância do batalhão de gatos. ‘Dona Doloresinha!’ 

“Quantas vezes sua mãe terá ouvido esse chamado? ‘Dona Doloresinha, isto aqui está frio. Não presta.’ Quantas vezes? E embora ela estivesse acostumada a passar pelo pior, seus olhos humildes se endureceram. 

... Não sentir outro sabor que não o dos botões das laranjeiras na mornidão do tempo.” 

“Então começou a suspirar. 

“— Por que a senhora está suspirando, dona Doloresinha? 

“Eu os havia acompanhado naquela tarde. Estávamos no meio do campo, olhando passar as revoadas de tordos. Um urubu solitário se meteu no céu. 

“— Por que a senhora está suspirando, dona Doloresinha? 

“— Eu queria ser um urubu para voar até onde minha irmã mora. 

“— Nem precisa, dona Doloresinha. Agorinha mesmo a senhora vai ver sua irmã. Vamos regressar. Que alguém prepare suas malas. Não por isso. 

“E lá se foi sua mãe: 

“— Até logo, dom Pedro. 

“— Adeus, Doloresinha. 

“E ela foi-se embora da Media Luna para sempre. Muitos meses depois perguntei por ela a Pedro Páramo. 

“— Ela gostava mais da irmã do que de mim. Lá, deve estar contente. Além disso, eu já estava enjoado dela. Não penso em sair atrás de Dolores, se é que isso preocupa você. 

“— Mas do que elas vão viver? 

“— Deus cuidará. 

... O abandono em que nos deixou, filho, você deve cobrar caro.” 

“E desde então e até agora, quando me avisou que você iria chegar, não tornamos a saber mais nada dela.” 

— E depois disso já aconteceu tanta coisa — eu disse. — Vivíamos em Colima arrimados na tia Gertrudis que jogava na nossa cara o peso que éramos. 

“Por que você não volta para o seu marido?”, dizia ela à minha mãe. 

“— Ele por acaso mandou me buscar? Não vou enquanto ele não me chamar. Vim porque queria ver você. Porque gostava de você, por isso eu vim. 

“— Compreendo. Mas já está na hora de ir embora. 

“— Se dependesse de mim.” 

Achei que aquela mulher estava me ouvindo, mas notei que tinha a cabeça inclinada, como se escutasse algum rumor longínquo. Depois, ela disse: 

— Quando é que você vai descansar?




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Rulfo, Juan Pedro Páramo / tradução e prefácio de Eric Nepomuceno. — Rio de Janeiro: BestBolso, 2008. Tradução de: Pedro Páramo ISBN 978-85-7799-116-7 1. Romance mexicano. I. Nepomuceno, Eric. II. Título

Pedro Páramo – Romance mais aclamado da literatura mexicana, Pedro Páramo é o primeiro de dois livros lançados em toda a vida de Juan Rulfo. O enredo, simples, trata da promessa feita por um filho à mãe moribunda, que lhe pede que saia em busca do pai, Pedro Páramo, um malvado lendário e assassino. Juan Preciado, o filho, não encontra pessoas, mas defuntos repletos de memórias, que lhe falam da crueldade implacável do pai. Vergonha é o que Juan sente. Alegoricamente, é o México ferido que grita suas chagas e suas revoluções, por meio de uma aldeia seca e vazia onde apenas os mortos sobrevivem para narrar os horrores da história. O realismo fantástico como hoje se conhece não teria existido sem Pedro Páramo; é dessa fonte que beberam o colombiano Gabriel Garcia Márquez e o peruano Mario Vargas Llosa, que também narram odisseias latino-americanas.

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Leia também:

5. Pedro Páramo: El agua que goteaba

7. Pedro Páramo: El día que te fuiste



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