quarta-feira, 20 de abril de 2016

8. Pedro Páramo: En el hidrante las gotas caen una tras otra - Juan Rulfo

Juan Rulfo




8. Pedro Páramo: En el hidrante las gotas caen una tras otra





«En el hidrante las gotas caen una tras otra. Uno oye, salida de la piedra, el agua clara caer sobre el cántaro. Uno oye. Oye rumores; pies que raspan el suelo, que caminan, que van y vienen. Las gotas siguen cayendo sin cesar. El cántaro se desborda haciendo rodar el agua sobre un suelo mojado. 

«¡Despierta!», le dicen. 

Reconoce el sonido de la voz. Trata de adivinar quién es; pero el cuerpo se afloja y cae adormecido, aplastado por el peso del sueño. Unas manos estiran las cobijas prendiéndose de ellas, y debajo de su calor el cuerpo se esconde buscando la paz. 

«Despiértate!», vuelven a decir. 

La voz sacude los hombros. Hace enderezar el cuerpo. Entreabre los ojos. Se oyen las gotas de agua que caen del hidrante sobre el cántaro raso. Se oyen pasos que se arrastran... Y el llanto. 

Entonces oyó el llanto. Eso lo despertó: un llanto suave, delgado, que quizá por delgado pudo traspasar la maraña del sueño, llegando hasta el lugar donde anidan los sobresaltos. 

Se levantó despacio y vio la cara de una mujer recostada contra el marco de la puerta, oscurecida todavía por la noche, sollozando. 

-¿Por qué lloras, mamá? -preguntó; pues en cuanto puso los pies en el suelo reconoció el rostro de su madre. 

-Tu padre ha muerto -le dijo. 

Y luego, como si se le hubieran soltado los resortes de su pena, se dio vuelta sobre sí misma una y otra vez, una y otra vez, hasta que unas manos llegaron hasta sus hombros y lograron detener el rebullir de su cuerpo. 

Por la puerta se veía el amanecer en el cielo. No había estrellas. Sólo un cielo plomizo, gris, aún no aclarado por la luminosidad del sol. Una luz parda, como si no fuera a comenzar el día, sino como si apenas estuviera llegando el principio de la noche. 

Afuera en el patio, los pasos, como de gente que ronda. Ruidos callados. Y aquí, aquella mujer, de pie en el umbral; su cuerpo impidiendo la llegada del día; dejando asomar, a través de sus brazos, retazos de cielo, y debajo de sus pies regueros de luz; una luz asperjada como si el suelo debajo de ella estuviera anegado en lágrimas. Y después el sollozo. Otra vez el llanto suave pero agudo, y la pena haciendo retorcer su cuerpo. 

-Han matado a tu padre. 

-¿Y a ti quién te mató, madre? 



«Hay aire y sol, hay nubes. Allá arriba un cielo azul y detrás de él tal vez haya canciones; tal vez mejores voces... Hay esperanza, en suma. Hay esperanza para nosotros, contra nuestro pesar. 

»Pero no para ti, Miguel Páramo, que has muerto sin perdón y no alcanzarás ninguna gracia.» 

El padre Rentería dio vuelta al cuerpo y entregó la misa al pasado. Se dio prisa por terminar pronto y salió sin dar la bendición final a aquella gente que llenaba la iglesia. 

-¡Padre, queremos que nos lo bendiga! 

-¡No! -dijo moviendo negativamente la cabeza-. No lo haré. Fue un mal hombre y no entrará al Reino de los Cielos. Dios me tomará a mal que interceda por él. 

Lo decía, mientras trataba de retener sus manos para que no enseñaran su temblor. Pero fue. 

Aquel cadáver pesaba mucho en el ánimo de todos. Estaba sobre una tarima, en medio de la iglesia, rodeado de cirios nuevos, de flores, de un padre que estaba detrás de él, solo, esperando que terminara la velación. 

El padre Rentería pasó junto a Pedro Páramo procurando no rozarle los hombros. Levantó el hisopo con ademanes suaves y roció el agua bendita de arriba abajo, mientras salía de su boca un murmullo, que podía ser de oraciones. Después se arrodilló y todo el mundo se arrodilló con él: 

-Ten piedad de tu siervo, Señor. 

-Que descanse en paz, amén -contestaron las voces. 

Y cuando empezaba a llenarse nuevamente de cólera, vio que todos abandonaban la iglesia llevándose el cadáver de Miguel Páramo. 

Pedro Páramo se acercó, arrodillándose a su lado: 

-Yo sé que usted lo odiaba, padre. Y con razón. El asesinato de su hermano, que según rumores fue cometido por mi hijo; el caso de su sobrina Ana, violada por él según el juicio de usted; las ofensas y falta de respeto que le tuvo en ocasiones, son motivos que cualquiera puede admitir. Pero olvídese ahora, padre. Considérelo y perdónelo como quizá Dios lo haya perdonado. 

Puso sobre el reclinatorio un puño de monedas de oro y se levantó: 

-Reciba eso como una limosna para su iglesia.

La iglesia estaba ya vacía. Dos hombres esperaban en la puerta de Pedro Páramo, quien se juntó con ellos, y juntos siguieron el féretro que aguardaba descansando sobre los hombros de cuatro caporales de la Media Luna. 

El padre Rentería recogió las monedas una por una y se acercó al altar. 

-Son tuyas -dijo-. Él puede comprar la salvación. Tú sabes si éste es el precio. En cuanto a mí, Señor, me pongo ante tus plantas para pedirte lo justo o lo injusto, que todo nos es dado pedir... Por mí, condénalo, Señor. 

Y cerró el sagrario. 

Entró en la sacristía, se echó en un rincón, y allí lloró de pena y de tristeza hasta agotar sus lágrimas. 

-Está bien, Señor, tú ganas -dijo después.



____________________________



El mexicano Juan Rulfo (1918-1986) figura, a pesar de la brevedad de su obra, entre los grandes renovadores de la narrativa hispanoamericana del siglo XX. De formación autodidacta, trabajó como guionista para el cine y la televisión. Con sólo dos obras de ficción publicadas -el libro de relatos El llano en llamas y la novela Pedro Páramo-, ha ejercido una decisiva influencia en la literatura en castellano del último medio siglo. En 1983 recibió el premio Príncipe de Asturias de las Letras.


___________



8. Pedro Páramo: Na mina d'água as gotas caem uma atrás da outra.




Na mina d'água as gotas caem uma atrás da outra. A gente ouve, saída da pedra, a água clara cair no cântaro. A gente ouve. Ouve rumores; pés que raspam o chão, que caminham, que vão e que vêm. As gotas continuam caindo sem parar. O cântaro transborda fazendo a água rodar sobre um solo molhado. 

“Acorda!”, dizem a ele. 

Reconhece o som da voz. Trata de adivinhar quem é; mas o corpo afrouxa e cai adormecido, esmagado pelo peso do sono. Umas mãos esticam a coberta agarrando-se nela, e debaixo de seu calor o corpo se esconde procurando paz. 

“Acorda!”, tornam a dizer. 

A voz sacode seus ombros. Faz o corpo se erguer. Entreabre os olhos. Ouvem-se as gotas de água que caem da mina d’água no cântaro raso. Ouvem-se passos que se arrastam... E o pranto. 

Então ouviu o pranto. Aquilo o despertou: um pranto suave, delgado, que talvez por ser delgado tenha passado pela teia do sono, chegando ao lugar onde os sobressaltos se aninham. 

Levantou-se devagar e viu a cara de uma mulher recostada contra o batente da porta, ainda escurecida pela noite, soluçando. 

— Por que você chora, mamãe? — perguntou, pois assim que pôs os pés no chão reconheceu o rosto de sua mãe. 

— Seu pai morreu — disse ela. 

E depois, como se tivessem disparado os gatilhos de sua pena, deu volta sobre si mesma uma e outra vez, uma e outra vez, até que algumas mãos chegaram aos seus ombros e conseguiram deter o remexer de seu corpo. 

Pela porta via-se o amanhecer no céu. Não havia estrelas. Só um céu de chumbo, cinzento, ainda não clareado pela luminosidade do sol. Uma luz parda, como se o dia não fosse começar, mas como se apenas estivesse chegando o princípio da noite. 

Lá fora, no pátio, os passos, como de gente que ronda. Ruídos calados. E aqui, aquela mulher, de pé no umbral; seu corpo impedindo a chegada do dia; deixando aparecer, através dos seus braços, fiapos de céu, e debaixo de seus pés réstias de luz; uma luz borrifada como se o chão debaixo dela estivesse inundado de lágrimas. E depois o soluço. E outra vez o pranto suave mas agudo, e a dor fazendo seu corpo se contorcer. 

— Mataram seu pai. 

— E quem matou você, minha mãe? 



Tem ar e sol, e tem nuvens. Lá em cima um céu azul e talvez atrás dele existam canções; talvez melhores vozes... Há esperança, enfim. Há esperança para nós, contra o nosso penar. 

“Mas não para você, Miguel Páramo, que morreu sem perdão e não alcançará graça alguma.” 

O padre Rentería deu as costas e entregou a missa ao passado. Apressou-se para terminar logo e saiu sem dar a bênção final para aquela gente que lotava a igreja. 

— Padre, queremos que o abençoe para nós!

 — Não! — disse ele mexendo a cabeça e negando. — Não vou fazer isso. Foi um homem ruim, e não entrará no Reino dos Céus. Deus irá me levar a mal se eu interceder por ele. 

Dizia isso, enquanto tentava conter as mãos para que não mostrassem seu tremor. Mas foi. 

Aquele cadáver pesava muito na alma de todos. Estava sobre um tablado, no meio da igreja, rodeado de círios novos, de flores, de um pai que estava atrás dele, sozinho, esperando que terminasse o velório. 

O padre Rentería passou ao lado de Pedro Páramo procurando não roçar seus ombros. Levantou o aspersório com gestos suaves e orvalhou a água benta de alto a baixo, enquanto de sua boca saía um murmúrio que podiam ser orações. Depois se ajoelhou e todo mundo se ajoelhou com ele: 

— Tem piedade do teu servo, Senhor. 

— Que descanse em paz, amém — responderam as vozes. 

E quando ele começava a se encher de raiva de novo, viu que todos saíam da igreja levando o cadáver de Miguel Páramo. 

Pedro Páramo aproximou-se, ajoelhando-se ao seu lado: 

— Eu sei que o senhor o odiava, padre. E com razão. O assassinato do seu irmão, que pelo que se rumoreja por aí foi cometido pelo meu filho; o caso da sua sobrinha Ana, que o senhor acha que foi violada por ele; as ofensas e faltas de respeito que ele às vezes teve com o senhor são motivos que qualquer um pode reconhecer. Mas esqueça isso agora, padre. Pense e perdoe como talvez Deus já tenha perdoado. 

Pôs sobre o genuflexório um punhado de moedas de ouro e levantou-se: 

— Receba isso como uma ajuda para a sua igreja. 

A igreja já estava vazia. Na porta dois homens esperavam Pedro Páramo, que se juntou a eles, e juntos seguiram o féretro que aguardava descansando sobre os ombros de quatro caporais da Media Luna. 

O padre Rentería apanhou as moedas uma por uma e se aproximou do altar. 

— São tuas — disse. — Ele pode comprar a salvação. Tu saberás se o preço é este. Quanto a mim, Senhor, me ponho aos teus pés para pedir o justo ou o injusto, que tudo nos é dado pedir... Por mim, condena-o, Senhor. 

E fechou o sacrário. Entrou na sacristia, jogou-se num canto, onde chorou de pena e de tristeza até esgotar as lágrimas. 

— Está bem, Senhor, tu ganhas — disse depois.




______________________________


Rulfo, Juan Pedro Páramo / tradução e prefácio de Eric Nepomuceno. — Rio de Janeiro: BestBolso, 2008. Tradução de: Pedro Páramo ISBN 978-85-7799-116-7 1. Romance mexicano. I. Nepomuceno, Eric. II. Título

Pedro Páramo – Romance mais aclamado da literatura mexicana, Pedro Páramo é o primeiro de dois livros lançados em toda a vida de Juan Rulfo. O enredo, simples, trata da promessa feita por um filho à mãe moribunda, que lhe pede que saia em busca do pai, Pedro Páramo, um malvado lendário e assassino. Juan Preciado, o filho, não encontra pessoas, mas defuntos repletos de memórias, que lhe falam da crueldade implacável do pai. Vergonha é o que Juan sente. Alegoricamente, é o México ferido que grita suas chagas e suas revoluções, por meio de uma aldeia seca e vazia onde apenas os mortos sobrevivem para narrar os horrores da história. O realismo fantástico como hoje se conhece não teria existido sem Pedro Páramo; é dessa fonte que beberam o colombiano Gabriel Garcia Márquez e o peruano Mario Vargas Llosa, que também narram odisseias latino-americanas.

_______________________________


Leia também:

7. Pedro Páramo: El día que te fuiste

9. Pedro Páramo: Durante la cena tomó su chocolate - Juan Rulfo


Nenhum comentário:

Postar um comentário