sábado, 5 de novembro de 2016

25. Pedro Páramo: ésa es la mujer más hermosa que se ha dado sobre la tierra - Juan Rulfo

Juan Rulfo




25. Pedro Páramo:  ésa es la mujer más hermosa que se ha dado sobre la tierra





-¿Sabías, Fulgor, que ésa es la mujer más hermosa que se ha dado sobre la tierra? Llegué a creer que la había perdido para siempre. Pero ahora no tengo ganas de volverla a perder. ¿Tú me entiendes, Fulgor? Dile a sú padre que vaya a seguir explotando sus minas. Y allá... me imagino que será fácil desaparecer al viejo en aquellas regiones adonde nadie va nunca. ¿No lo crees? 

-Puede ser. 

-Necesitamos que sea. Ella tiene que quedarse huérfana. Estamos obligados a amparar a alguien. ¿No crees tú? -No lo veo difícil. 

-Entonces andando, Fulgor, andando. 

-¿Y si ella lo llega a saber? 

-¿Quién se lo dirá? A ver, dime, aquí entre nosotros dos, ¿quién se lo dirá? 

-Estoy seguro que nadie. 

-Quítale el «estoy seguro que». Quítaselo desde ahorita y ya verás como todo sale bien. Acuérdate del trabajo que dio dar con La Andrómeda. Mándalo para allá a seguir trabajando. Que vaya y vuelva. Nada de que se le ocurra acarrear con la hija. Ésa aquí se la cuidamos. Allá estará su trabajo y aquí su casa adonde venga a reconocer. Díselo así, Fulgor. 

-Me vuelve a gustar cómo acciona usted, patrón, como que se le están rejuveneciendo los ánimos. 


Sobre los campos del valle de Comala está cayendo la lluvia. Una lluvia menuda, extraña para estas tierras que sólo saben de aguaceros. Es domingo. De Apango han bajado los indios con sus rosarios de manzanillas, su romero, sus manojos de tomillo. No han traído ocote porque el ocote está mojado, y ni tierra de encino porque también está mojada por el mucho llover. Tienden sus yerbas en el suelo, bajo los arcos del portal, y esperan. 


La lluvia sigue cayendo sobre los charcos. 

Entre los surcos, donde está naciendo el maíz, corre el agua en ríos. Los hombres no han venido hoy al mercado, ocupados en romper los surcos para que el agua busque nuevos cauces y no arrastre la milpa tierna. Andan en grupos, navegando, en la tierra anegada, bajo la lluvia, quebrando con sus palas los blandos terrones, ligando con sus manos la milpa y tratando de protegerla para que crezca sin trabajo. 

Los indios esperan. Sienten que es un mal día. Quizá por eso tiemblan debajo de sus mojados «gabanes» de paja; no de frío, sino de temor. Y miran la lluvia desmenuzada y al cielo que no suelta sus nubes. 

Nadie viene. El pueblo parece estar solo. La mujer les encargó un poco de hilo de remiendo y algo de azúcar, y de ser posible- y de haber, un cedazo para colar el atole. El «gabán» se les hace pesado de humedad conforme se acerca el mediodía. Platican, se cuentan chistes y sueltan la risa. Las manzanillas brillan salpicadas por el rocío. Piensan: 

«Si al menos hubiéramos traído tantito pulque, no importaría; pero el cogollo de los magueyes está hecho un mar de agua. En fin, qué se le va a hacer». 

Justina Díaz, cubierta con paraguas, venía por la calle derecha que viene de la Media Luna, rodeando los chorros que borbotaban sobre las banquetas. Hizo la señal de la cruz y se persignó al pasar por la puerta de la iglesia mayor. Entró en el portal. Los indios voltearon a verla. Vio la mirada de todos como si la escudriñaran. Se detuvo en el primer puesto, compró diez centavos de hojas de romero, y regresó, seguida por las miradas en hilera de aquel montón de indios. 

«Lo caro que está todo en este tiempo -dijo, al tomar de nuevo el camino hacia la Media Luna-. Este triste ramito de romero por diez centavos. No alcanzará ni siquiera para dar olor.» 

Los indios levantaron sus puestos al oscurecer. Entraron en la lluvia con sus pesados tercios a la espalda; pasaron por la iglesia para rezarle a la Virgen, dejándole un manojo de tomillo de limosna. Luego enderezaron hacia Apango, de donde habían venido. «Ahí será otro día», dijeron. Y por el camino iban contándose chistes y soltando la risa. 

Justina Díaz entró en el dormitorio de Susana San Juan y puso el romero sobre la repisa. Las cortinas cerradas impedían el paso de la luz, así que en aquella oscuridad sólo veía las sombras, sólo adivinaba. Supuso que Susana San Juan estaría dormida; ella deseaba que siempre estuviera dormida. La sintió así y se alegró. Pero entonces oyó un suspiro lejano, como salido de algún rincón de aquella pieza oscura. 

-¡Justina! -le dijeron. 

Ella volvió la cabeza. No vio a nadie; pero sintió una mano sobre su hombro y la respiración en sus oídos. La voz en secreto: «Vete de aquí, Justina. Arregla tus enseres y vete. Ya no te necesitamos». 

-Ella sí me necesita -dijo, enderezando el cuerpo-. Está enferma y me necesita. 

-Ya no, Justina. Yo me quedaré aquí a cuidarla. 

-¿Es usted, don Bartolomé? -y no esperó la respuesta. Lanzó aquel grito que bajó hasta los hombres y las mujeres que regresaban de los campos y que los hizo decir: «Parece ser un aullido humano; pero no parece ser de ningún ser humano». 

La lluvia amortigua los ruidos. Se sigue oyendo aún después de todo, granizando sus gotas, hilvanando el hilo de la vida. 

-¿Qué te pasa, Justina? ¿Por qué gritas? -preguntó Susana San Juan. 

-Yo no he gritado. Has de haber estado soñando. 

-Ya te he dicho que yo no sueño nunca. No tienes consideración de mí. Estoy muy desvelada. Anoche no echaste fuera al gato y no me dejó dormir. 

-Durmió conmigo, entre mis piernas. Estaba ensopado y por lástima lo dejé quedarse en mi cama; pero no hizo ruido. 

-No, ruido ni hizo. Sólo se la pasó haciendo circo, brincando de mis pies a mi cabeza, y maullando quedito como si tuviera hambre. 

-Le di bien de comer y no se despegó de mí en toda la noche. Estás otra vez soñando mentiras, Susana. 

-Te digo que pasó la noche asustándome con sus brincos. Y aunque sea muy cariñoso tu gato, no lo quiero cuando estoy dormida. 

-Ves visiones, Susana. Eso es lo que pasa. Cuando venga Pedro Páramo le diré que ya no te aguanto. Le diré que me voy. No faltará gente buena que me dé trabajo. No todos son maniáticos como tú, ni se viven mortificándola a una como tú. Mañana me iré y me llevaré el gato y te quedarás tranquila. 

-No te irás de aquí, maldita y condenada Justina. No te irás a ninguna parte porque nunca encontrarás quien re quiera como yo.

-No, no me iré, Susana. No me iré. Bien sabes que estoy aquí para cuidarte. No importa que me hagas renegar, te cuidaré siempre. 


La había cuidado desde que nació. La había tenido en sus brazos. La había enseñado a andar. A dar aquellos pasos que a ella le parecían eternos. Había visto crecer su boca y sus ojos «como de. dulce». «El dulce de menta es azul. Amarillo y azul. Verde y azul. Revuelto con menta y yerbabuena.» Le mordía las piernas. La entretenía dándole de mamar sus senos, que no tenían nada, que eran como de juguete. «Juega -le decía-, juega con este juguetito tuyo.» La hubiera apachurrado y hecho pedazos. 

Allá afuera se oía el caer de la lluvia sobre las hojas de los plátanos, se sentía como si el agua hirviera sobre el agua estancada en la tierra. 

Las sábanas estaban frías de humedad. Los caños borbotaban, hacían espuma, cansados de trabajar durante el día, durante la noche, durante el día. El agua seguía corriendo, diluviando en incesantes burbujas.




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— VOCÊ SABIA, Fulgor, que essa é a mulher mais bela que se deu sobre a terra? Cheguei a acreditar que tinha perdido essa mulher para sempre. Mas agora não tenho vontade de tornar a perdê-la. Você me entende, Fulgor? Diga ao pai dela que continue explorando suas minas. E lá... imagino que seja fácil sumir com o velho naquelas bandas onde ninguém vai jamais. Você não acha? 

— Pode ser. 

— Precisamos que seja. Ela tem de ficar órfã. Temos a obrigação de amparar alguém. Você não acha? 

— Não parece difícil. 

— Então, andando, Fulgor. Andando. 

— E se ela fica sabendo? 

— Quem é que vai dizer? Vamos ver, me diga, cá entre nós, quem é que vai dizer?

— Tenho certeza que ninguém. 

— Pois pode tirar essa coisa de “tenho certeza que”. Tira já, e você vai ver como tudo dá certo. Lembre-se do trabalho que deu encontrar La Andromeda. Mande o velho para lá, continuar trabalhando. Que vá e volte. Nem pensar em levar a filha junto. Nós cuidamos dela aqui. Lá estará o seu trabalho e aqui a sua casa, a qualquer momento que ele quiser. Diga isso a ele, Fulgor. 

— Torno a gostar do jeito que o senhor se movimenta, patrão, é como se os seus ânimos estivessem rejuvenescendo.



SOBRE OS CAMPOS do vale de Comala, está caindo a chuva. Uma chuva miúda, estranha para estas terras que só sabem de aguaceiros. É domingo. De Apango desceram os índios com seus rosários de camomila, seu alecrim do campo, seus punhados de tomilho. Não trouxeram nós de pinho porque o pinho está molhado, e nem terra de azinheira porque também está molhada pelo muito chover. Estendem suas ervas no chão, debaixo dos arcos da entrada do povoado, e esperam. 

A chuva continua caindo sobre as poças. 

Entre os sulcos, onde está nascendo o milho, corre a água em rios. Os homens não vieram hoje ao mercado, ocupados em romper os sulcos para que a água busque novos leitos e não arraste o milho verde. Andam em grupos, navegando na terra alagada, debaixo da chuva, quebrando com suas pás os torrões macios, atando com as mãos o milho verde e procurando protegê-lo para que cresça sem trabalho. 

Os índios esperam. Sentem que é um dia de maus agouros. Talvez por isso tremem debaixo de suas molhadas vestimentas de palha; não de frio, mas de temor. E olham a chuva esfarelada e o céu que não larga suas nuvens. 

Ninguém vem. O povoado parece estar só. Uma mulher encomendou um pouco de linha de costura e algo de açúcar, e se fosse possível, e se houvesse, uma peneira para coar o cauim de milho verde. A palha que vestem fica pesada de umidade conforme se aproxima o meio-dia. Conversam, contam piadas e soltam o riso. As camomilas brilham salpicadas pelo orvalho. Pensam: “Se pelo menos tivéssemos trazido um bocadinho de cauim de cacto não teria importância; mas os brotos dos cactos maguey viraram um mar de água. Enfim, fazer o quê?” 

Justina Díaz, coberta por um guarda-chuva, vinha pela rua direita que vem da Media Luna, rodeada pelos jorros que borbotavam na calçada. Fez o sinal da cruz e se persignou ao passar pela porta da igreja matriz. Cruzou a entrada principal do povoado. Os índios viraram-se para vê-la. Viu o olhar de todos, como se a esquadrinhassem. Deteve-se na primeira banca do mercado, comprou dez centavos de ramos de alecrim e regressou, seguida pelos olhares enfileirados daquele montão de índios. 

“Tudo está caro demais neste tempo” disse ao tomar de novo o caminho rumo à Media Luna. “Este raminho triste de alecrim do campo, 10 centavos. Não vai dar nem para perfumar nada.” 

Os índios levantaram suas bancas quando escureceu. Entraram na chuva com seus pesados cestos às costas; passaram pela igreja para rezar à Virgem, deixando um punhado de tomilho de esmola. Depois tomaram o rumo de Apango, de onde tinham vindo. “Então será outro dia”, disseram. E pelo caminho iam contando piadas e soltando gargalhadas.

Justina Díaz entrou no dormitório de Susana San Juan e pôs o raminho de alecrim do campo na prateleira. As cortinas fechadas impediam a passagem da luz, e naquela escuridão só via sombras, só adivinhava. Supôs que Susana San Juan estaria dormindo; ela desejava sempre que estivesse dormindo. Sentiu que ela dormia e se alegrou. Mas então ouviu um suspiro distante, como se saído de algum canto daquele cômodo escuro. 

— Justina! — disseram a ela. 

Ela virou a cabeça. Não viu ninguém; mas sentiu uma mão sobre seu ombro e a respiração em seus ouvidos. A voz em segredo: “Saia daqui, Justina. Arrume suas coisas e vá embora. Não precisamos mais de você.” 

— Ela sim, precisa — disse, endireitando o corpo. 

— Está doente e precisa de mim. 

— Já não mais, Justina. Eu ficarei aqui para cuidar dela. 

— É o senhor, dom Bartolomé? — e não esperou pela resposta. Lançou aquele grito que caiu em cima dos homens e mulheres que voltavam dos campos e fez com que dissessem: “Parece ser um uivo humano; mas não parece ser de nenhum ser humano.” 

A chuva amortece os ruídos. Continua-se ouvindo mesmo depois de tudo, granizando suas gotas, fiando o fio da vida. 

— O que é que você tem, Justina? Por que está gritando? — perguntou Susana San Juan. 

— Eu não gritei, Susana. Você deve ter sonhado. 

— Já disse a você que eu não sonho nunca. Você não tem consideração por mim. Não dormi quase nada. Ontem à noite você não pôs o gato para fora, e ele não me deixou dormir. 

— Ele dormiu comigo, entre as minhas pernas. Estava ensopado e eu de pena deixei que ficasse na minha cama; mas não fez barulho. 

— Não, não fez barulho. Ele só passou a noite brincando de circo, pulando em mim dos pés à cabeça, e miando quietinho como se tivesse fome. 

— Pois eu fiz ele comer bem e não desgrudou de mim a noite inteira. Você está de novo sonhando mentiras, Susana. 

— Estou dizendo que passou a noite me assustando com seus pulos. E mesmo que o seu gato seja muito carinhoso, não quero saber dele quando estou dormindo. 

— Você vê coisas, Susana. Isso é o que acontece. Quando Pedro Páramo vier vou dizer a ele que não aguento mais você. Vou dizer que vou embora. Não vai faltar gente que seja boa e que me dê trabalho. Nem todos são maníacos que nem você, nem vivem atormentando a gente que nem você. Amanhã eu vou-me embora e levo o gato e você fica tranquila. 

— Você não vai embora daqui, maldita e condenada Justina. Não vai a lugar nenhum porque nunca vai encontrar quem goste de você como eu. 

— Não, Susana, não vou. Não vou. Você sabe muito bem que estou aqui para cuidar de você. Mesmo que você me faça blasfemar, vou cuidar de você para sempre. 

Tinha cuidado dela desde que Susana nasceu. Tinha segurado em seus braços. Tinha ensinado a andar. A dar aqueles passos que para ela pareciam eternos. Tinha visto crescer sua boca e seus olhos “feitos de doces”. “O doce de menta é azul. Amarelo e azul. Verde e azul. Mexido com menta e hortelã.” Mordia as suas pernas. Divertia Susana dando-lhe de mamar seus seios, que não tinham nada, que eram como de brinquedo. “Brinca” dizia a ela “brinca com este seu brinquedinho”. Esses abraços, e tão apertados, poderiam ter despedaçado Susana.

Lá fora ouvia-se o cair da chuva sobre as folhas das bananeiras, sentia-se como se a água estancada fervesse sobre a terra. 

Os lençóis estavam frios de umidade. Os canos borbotavam, faziam espuma, cansados de trabalhar durante o dia, durante a noite, durante o dia. A água continuava correndo, diluviando em incessantes borbulhas.




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Rulfo, Juan Pedro Páramo / tradução e prefácio de Eric Nepomuceno. — Rio de Janeiro: BestBolso, 2008. Tradução de: Pedro Páramo ISBN 978-85-7799-116-7 1. Romance mexicano. I. Nepomuceno, Eric. II. Título

Pedro Páramo – Romance mais aclamado da literatura mexicana, Pedro Páramo é o primeiro de dois livros lançados em toda a vida de Juan Rulfo. O enredo, simples, trata da promessa feita por um filho à mãe moribunda, que lhe pede que saia em busca do pai, Pedro Páramo, um malvado lendário e assassino. Juan Preciado, o filho, não encontra pessoas, mas defuntos repletos de memórias, que lhe falam da crueldade implacável do pai. Vergonha é o que Juan sente. Alegoricamente, é o México ferido que grita suas chagas e suas revoluções, por meio de uma aldeia seca e vazia onde apenas os mortos sobrevivem para narrar os horrores da história. O realismo fantástico como hoje se conhece não teria existido sem Pedro Páramo; é dessa fonte que beberam o colombiano Gabriel Garcia Márquez e o peruano Mario Vargas Llosa, que também narram odisseias latino-americanas.


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