quarta-feira, 30 de novembro de 2016

27. Pedro Páramo: Un hombre al que decían el Tartamudo - Juan Rulfo

Juan Rulfo




27. Pedro Páramo: Un hombre al que decían el Tartamudo





Un hombre al que decían el Tartamudo llegó a la Media Luna y preguntó por Pedro Páramo. 

-¿Para qué lo solicitas? 

-Quiero hablar cocon él. 

-No está. -Dile, cucuando regrese, que vengo de parte de don Fulgor. 

-Lo iré a buscar; pero aguántate unas cuantas horas. 

-Dile, es cocosa de urgencia. 

-Se lo diré. 

El hombre al que decían el Tartamudo aguardó arriba del caballo. Pasado un rato, Pedro Páramo, al que nunca había visto, se le puso enfrente: 

-¿Qué se te ofrece? 

-Necesito hablar directamente cocon el patrón. 

-Yo soy. ¿Qué quieres? 

-Pues, nanada más esto. Mataron a don Fulgor Sesedano. Yo le hacía compañía. Habíamos ido por el rurrumbo de los «vertederos» para averiguar por qué se estaba escaseando el agua. Y en eso andábamos cucuando vimos una manada de hombres que nos salieron al encuentro. Y de entre la mumultitud aquella brotó una voz que dijo: «Yo a ése le coconozco. Es el administrador de la Memedia Luna». 



»A mí ni me totomaron en cuenta. Pero a don Fulgor le mandaron soltar la bestia. Le dijeron que eran revolucionarios. Que venían por las tierras de usté. "¡Cocórrale!" -le dijeron a don Fulgor-. "¡Vaya y dígale a su patrón que allá nos Veremos!" Y él soltó la cacalda, despavorido. No muy de prisa por lo pepesado que era; pero corrió. Lo mataron cocorriendo. Murió cocon una pata arriba y otra abajo.

»Entonces yo ni me momoví. Esperé que fuera de nonoche y aquí estoy para anunciarle lo que papasó. 


-¿Y qué esperas? ¿Por qué no te mueves? Anda y diles a ésos que aquí estoy para lo que se les ofrezca. Que vengan a tratar conmigo. Pero antes date un rodeo por La Consagración. ¿Conoces al Tilcuate? Allí estará. Dile que necesito verlo. Y a esos fulanos avísales que los espero en cuanto tengan un tiempo disponible. ¿Qué jaiz de revolucionarios son? 

-No lo sé. Ellos ansí se nonombran. 

-Dile al Tilcuate que lo necesito más que de prisa. 

-Así lo haré, papatrón. 

Pedro Páramo volvió a encerrarse en su despacho. Se sentía viejo y abrumado. No le preocupaba Fulgor, que al fin y al cabo ya estaba «más para la otra que para ésta». Había dado de sí todo lo que tenía que dar; aunque fue muy servicial, lo que sea de cada quien. «De todos modos, los "tilcuatazos" que se van a llevar esos locos», pensó. 

Pensaba más en Susana San Juan, metida siempre en su cuarto, durmiendo, y cuando no, como si durmiera. La noche anterior se la había pasado en pie, recostado en la pared, observando a través de la pálida luz de la veladora el cuerpo en movimiento de Susana; la cara sudorosa, las manos agitando las sábanas, estrujando la almohada hasta el desmorecimiento. 

Desde que la había traído a vivir aquí no sabía de otras noches pasadas a su lado, sino de estas noches doloridas, de interminable inquietud. Y se preguntaba hasta cuándo terminaría aquello. 

Esperaba que alguna vez. Nada puede durar tanto, no existe ningún recuerdo por intenso que sea que no se apague. 

Si al menos hubiera sabido qué era aquello que la maltrataba por dentro, que la hacía revolcarse en el desvelo, como si la despedazaran hasta inutilizarla. 

Él creía conocerla. "Y aun cuando no hubiera sido así, ¿acaso no era suficiente saber que era la criatura más querida por él sobre la tierra? Y que además, y esto era lo más importante, le serviría para irse de la vida alumbrándose con aquella imagen que borraría todos los demás recuerdos. 

¿Pero cuál era el mundo de Susana San Juan? Ésa fue una de las cosas que Pedro Páramo nunca llegó a saber.



«Mi cuerpo se sentía a gusto sobre el calor de la arena. Tenía los ojos cerrados, los brazos abiertos, desdobladas las piernas a la brisa del mar. Y el mar allí enfrente, lejano, dejando apenas restos de espuma en mis pies al subir de su marea...» 


Ahora sí es ella la que habla, Juan Preciado. No se te olvide decirme lo que dice. 

«... Era temprano. El mar corría y bajaba en olas. Se desprendía de su espuma y se iba, limpio, con su agua verde, en ondas calladas. 

»-En el mar sólo me sé bañar desnuda -le dije. Y él me siguió el primer día, desnudo también, fosforescente al salir del mar. No había gaviotas; sólo esos pájaros que les dicen «picos feos», que gruñen como si roncaran y que después de que sale el sol desaparecen. Él me siguió el primer día y se sintió solo, a pesar de estar yo allí. 

»-Es como si fueras un «pico feo», uno más entre todos -me dijo-. Me gustas más en las noches, cuando estamos los dos en la misma almohada, bajo las sábanas, en la oscuridad. 

»Y se fue. 

»Volví yo. Volvería siempre. El mar moja mis tobillos y se va; moja mis rodillas, mis muslos: rodea mi cintura con su brazo suave, da vuelta sobre mis senos; se abraza de mi cuello; aprieta mis hombros. Entonces me hundo en él, entera. Me entrego a él en su fuerte batir, en su suave poseer, sin dejar pedazo. 

»-Me gusta bañarme en el mar -le dije. 

»Pero él no lo comprende. 

»Y al otro día estaba otra vez en el mar, purificándome. Entregándome a sus olas.»



Pardeando la tarde, aparecieron los hombres. Venían encarabinados y terciados de carrilleras. Eran cerca de veinte. Pedro Páramo los invitó a cenar. Y ellos, sin quitarse el sombrero, se acomodaron a la mesa y esperaron callados. Sólo se les oyó sorber el chocolate cuando les trajeron el chocolate, y masticar tortilla tras tortilla cuando les arrimaron los frijoles. 


Pedro Páramo los miraba. No se le hacían caras conocidas. Detrasito de él, en la sombra, aguardaba el Tilcuate. 

-Patrones -les dijo cuando vio que acababan de comer-, ¿en qué más puedo servirlos? 

-¿Usted es el dueño de esto? -preguntó uno abanicando la mano. 

Pero otro lo interrumpió diciendo: 

-¡Aquí yo soy el que hablo! 

-Bien. ¿Qué se les ofrece? -volvió a preguntar Pedro Páramo. 

-Como usté ve, nos hemos levantado en armas. 

-¿Y? 

-Y pos eso es todo. ¿Le parece poco? 

-¿Pero por qué lo han hecho? 

-Pos porque otros lo han hecho también. ¿No lo sabe usté? Aguárdenos tantito a que nos lleguen instrucciones y entonces le averiguaremos la causa. Por lo pronto ya estamos aquí. 

-Yo sé la causa -dijo otro-. Y si quiere se la entero. Nos hemos rebelado contra el gobierno y contra ustedes porque ya estamos aburridos de soportarlos. Al gobierno por rastrero y a ustedes porque no son más que unos móndrigos bandidos y mantecosos ladrones. Y del señor gobierno ya no digo nada porque le vamos a decir a balazos lo que le queremos decir. 

-¿Cuánto necesitan para hacer su revolución? -preguntó Pedro Páramo-. Tal vez yo pueda ayudarlos. 

-Dice bien aquí el señor, Perseverancio. No se te debía soltar la lengua. Necesitamos agenciarnos un rico pa que nos habilite, y qué mejor que el señor aquí presente. ¿A ver tú, Casildo, como cuánto nos hace falta? 

-Que nos dé lo que su buena intención quiera darnos. 

-Éste «no le daría agua ni al gallo de la pasión». Aprovechemos que estamos aquí, para sacarle de una vez hasta el maíz que trai atorado en su cochino buche. 

-Cálmate, Perseverancio. Por las buenas se consiguen mejor las cosas. Vamos a ponernos de acuerdo. Habla tú, Casildo. 

-Pos yo ahí al cálculo diría que unos veinte mil pesos no estarían mal para el comienzo. ¿Qué les parece a ustedes? Ora que quién sabe si al señor éste se le haga poco, con eso de que tiene sobrada voluntad de ayudarnos. Pongamos entonces cincuenta mil. ¿De acuerdo? 

-Les voy a dar cien mil pesos -les dijo Pedro Páramo-. ¿Cuántos son ustedes? 

-Semos trescientos.

-Bueno. Les voy a prestar otros trescientos hombres para que aumenten su contingente. Dentro de una semana tendrán a su disposición tanto los hombres como el dinero. El dinero se los regalo, a los hombres nomás se los presto. En cuanto los desocupen mándenmelos para acá. ¿Está bien así? 

-Pero cómo no. 

-Entonces hasta dentro de ocho días, señores. Y he tenido mucho gusto en conocerlos. 

-Sí -dijo el último en salir-. Acuérdese que, si no nos cumple, oirá hablar de Perseverancio, que así es mi nombre. 

Pedro Páramo se despidió de él dándole la mano.




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UM HOMEM CHAMADO de O Gago chegou à Media Luna e perguntou por Pedro Páramo. 

— Para que o senhor o solicita? 

— Quero faalar comcom ele. 

— Não está. 

— Diga aa ele, quanquando voltar, que venho da paparte de dom Fulgor. 

— Vou buscá-lo; mas espera umas tantas horas. 

— Diga a ele, é coooisa de urgência. 

— Vou dizer. 

O homem que era chamado de O Gago esperou em cima do cavalo. Passado um tempo, Pedro Páramo, que ele nunca tinha visto, postou-se à sua frente: 

— Em que posso servi-lo? 

— Preciso fafalar diretamente com o patrão. 

— Sou eu. O que você quer? 

— Popois é só issso. Mataram dom Fulgor Sesedano. Eu lhe fazia companhia. Tínhamos vindo pelos lalados dos “desaguadouros” para averiguar por que a água andava escasseando. E estatávamos nisso quanquando vimos uma manada de homens que saíram ao nosso encontro. E no meio daquela mulmultidão brobrotou uma voz que disse: “Esse aí eu coconheço. É o administrador da Memedia Luna.” 

“Nenem ligaram para mimim. Mas mandaram dom Fulgor largar o animal. Disseram que eram revolucionários. Que vinham atrás das terras do sinhô. ‘Cooorra!’ disseram a dom Fulgor. ‘Vai lá dizer ao seu patrão que nos encontraremos.’ E ele largou o animal e saiu chispando, apavorado. Não muito depressa poporque era muito pesado; mas correu. Mamataram ele correendo. Momorreu com uma pata papara cima e outra para baixo. 

“Então eu nenem meme mexi. Esperei até de noite e aqui estou para anunciar o que aconteceu.

— E está esperando o quê? Por que não se mexe logo? Vai lá e diz a esses fulanos que estou aqui para o que eles quiserem. Que venham tratar comigo. Mas antes dê uma volta por La Consagración. Você conhece o Sucuri? Ele vai estar por lá. Diga a ele que preciso vê-lo. E avisa a esses fulanos que espero por eles assim que tiverem um tempo disponível. Que joça de revolucionários são? 

— Nãnão sei. Eles é que se chamaram ansim. 

— Diga ao Sucuri que preciso dele aqui mais do que depressa. 

— Popode deixar, papatrão. 

Pedro Páramo tornou a se encerrar em seu escritório. Sentia-se velho e acabrunhado. Não se preocupava com Fulgor, que afinal de contas já estava “mais pra lá do que pra cá”. Havia dado de si tudo que tinha para dar; embora tenha sido muito serviçal, cada qual era cada um. “Seja como for, os ‘sucurizaços’ que esses loucos vão levar”, pensou. 

Pensava mais em Susana San Juan, metida sempre em seu quarto, dormindo, e quando não, era como se dormisse. Tinha passado a noite anterior em pé, recostado na parede, observando através da pálida luz do candeeiro o corpo de Susana em movimento; a cara suarenta, as mãos agitando os lençóis, amassando o travesseiro até fazê-lo em pedaços. 

Desde que tinha trazido Susana para morar aqui não sabia de outras noites passadas ao seu lado, a não ser aquelas noites doloridas, de interminável quietude. E se perguntava quando é que aquilo iria terminar. 

Esperava que alguma vez. Nada pode durar tanto, não existe nenhuma recordação que, por intensa que seja, não se apague. 

Se pelo menos tivesse sabido o que era aquilo que a maltratava por dentro, que fazia com que se debatesse insone, como se a despedaçassem. 

Ele achava que a conhecia. E mesmo se não fosse assim, será que não bastava saber que ela era a criatura mais amada por ele sobre a terra? E que além do mais — e isso era o mais importante — serviria para que ele se fosse da vida alumbrando-se com aquela imagem que apagaria todas as outras recordações. 

Mas qual era o mundo de Susana San Juan? Essa foi uma das coisas que Pedro Páramo jamais chegou a saber.


“MEU CORPO SENTIA-SE à vontade sobre o calor da areia. Tinha os olhos fechados, os braços abertos, as pernas desdobradas para a brisa do mar. E o mar ali em frente, distante, deixando apenas restos de espuma em meus pés, quando a maré subia...” 


— Agora sim é ela falando, Juan Preciado. Não se esqueça de me dizer o que ela diz. 

“... Era cedo. O mar corria e baixava em ondas. Soltava-se da sua espuma e ia embora, limpo, com sua água verde, em ondas caladas. 

“— No mar só sei me banhar nua — disse a ele. E ele me seguiu no primeiro dia, nu também, fosforescente ao sair do mar. Não havia gaivotas; só esses pássaros que chamam de ‘bicos feios’, esses tucanos grunhem como se roncassem e que depois que o sol sai desaparecem. Ele me seguiu no primeiro dia e sentiu-se só, apesar de eu estar ali. 

“— É como se você fosse um ‘bico feio’, um a mais entre todos — me disse. — Gosto mais de você nas noites, quando estamos os dois no mesmo travesseiro, debaixo dos lençóis, na escuridão. 

“E se foi.

“Eu voltei. Voltaria sempre. O mar molha meus tornozelos e vai embora; molha meus joelhos, minhas coxas; rodeia minha cintura com seu braço suave, dá voltas sobre meus seios; se abraça ao meu pescoço; aperta meus ombros. Então me afundo nele, inteira. E me entrego a ele em seu bater forte, em seu suave possuir, sem deixar pedaço. 

“— Gosto de tomar banho no mar — disse a ele. 

“Mas ele não entende. 

“E no outro dia estava outra vez no mar, me purificando. Entregando-me às suas ondas.”


EMPARDECENDO A TARDE, apareceram os homens. Vinham encarabinados e cruzados por cartucheiras. Eram cerca de vinte. Pedro Páramo convidou-os para jantar. E eles, sem tirar o chapéu, se acomodaram à mesa e esperaram calados. Só ouvimos eles sorverem o chocolate quando lhes trouxeram o chocolate, e mastigar tortilha atrás de tortilha quando lhes passaram as tortilhas e os feijões. 


Pedro Páramo os olhava. Não lhe parecia que fossem caras conhecidas. Bem atrás dele, na sombra, o Sucuri aguardava. 

— Patrões — disse a eles quando viu que acabavam de comer —, em que mais posso servi-los? 

— O senhor é o dono disso? — perguntou um deles abanando a mão. 

Mas outro o interrompeu dizendo: 

— Aqui, quem fala sou eu! 

— Pois bem. Em que posso servi-los? — tornou a perguntar Pedro Páramo. 

— Como o senhor está vendo, nós nos alçamos em armas. 

— E então? 

— E isso é tudo. Acha pouco? 

— Mas fizeram isso por quê? 

— Pois porque os outros também fizeram. O senhor não está sabendo? Espere um pouquinho até que cheguem nossas instruções e então vamos esclarecer a causa para o senhor. Mas para começar, já estamos aqui. 

— Eu sei a causa — disse outro. — E se o senhor quiser, eu conto. Nós nos rebelamos contra o governo e contra os senhores porque já estamos fartos de suportá-los. O governo porque é ordinário, e os senhores porque não passam de uns desavergonhados bandidos e uns ladrões sebentos. E do senhor governo não digo mais nada porque vamos dizer à bala o que queremos dizer. 

— De quanto vocês precisam para fazer a sua revolução? — perguntou Pedro Páramo. — Pode ser que eu possa ajudá-los. 

— O que o senhor aqui está dizendo está bem dito, Perseverando. Você não devia ter soltado a língua. Precisamos agenciar um rico que nos habilite, e quem mais melhor do que o senhor aqui presente? Vamos ver, Casildo, diga você: quanto acha que nos faz falta?

 — Pois que ele nos dê o que sua boa intenção quiser nos dar. 

— Esse aí ‘não daria água nem para o Cristo na cruz’. Vamos aproveitar que estamos aqui para tirar dele de uma vez até o milho que está entalado em seu bucho de porco. 

— Acalme-se, Perseverancio. Por bem se consegue melhor. Vamos entrar num acordo. Fale você, Casildo.

— Pois eu digo assim no cálculo que uns 20 mil pesos para começar não estariam mal. O que é que vocês acham? Ou pode até ser que a esse senhor aí isso pareça pouco, já que tem vontade de sobra de nos ajudar. Vamos dizer então 50 mil. De acordo? 


— Vou lhes dar 100 mil pesos — disse Pedro Páramo. — Quantos vocês são? 

— Nóis semu trezentos. 

— Bem. Pois vou lhes emprestar outros trezentos homens para que aumentem seu contingente. Dentro de uma semana terão à sua disposição tanto os homens como o dinheiro. O dinheiro é de presente, os homens eu empresto. Assim que os desocupem, que mandem todos de volta para cá. Está bem assim? 

— Mas como não? 

— Então, até daqui a oito dias, senhores. E tive muito prazer em conhecê-los. 

— Sim — disse o último a sair. — Lembre-se que, se não cumprir, vai ouvir falar de Perseverando, que é esse o meu nome. 

Pedro Páramo despediu-se, estendendo a mão.




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Rulfo, Juan Pedro Páramo / tradução e prefácio de Eric Nepomuceno. — Rio de Janeiro: BestBolso, 2008. Tradução de: Pedro Páramo ISBN 978-85-7799-116-7 1. Romance mexicano. I. Nepomuceno, Eric. II. Título

Pedro Páramo – Romance mais aclamado da literatura mexicana, Pedro Páramo é o primeiro de dois livros lançados em toda a vida de Juan Rulfo. O enredo, simples, trata da promessa feita por um filho à mãe moribunda, que lhe pede que saia em busca do pai, Pedro Páramo, um malvado lendário e assassino. Juan Preciado, o filho, não encontra pessoas, mas defuntos repletos de memórias, que lhe falam da crueldade implacável do pai. Vergonha é o que Juan sente. Alegoricamente, é o México ferido que grita suas chagas e suas revoluções, por meio de uma aldeia seca e vazia onde apenas os mortos sobrevivem para narrar os horrores da história. O realismo fantástico como hoje se conhece não teria existido sem Pedro Páramo; é dessa fonte que beberam o colombiano Gabriel Garcia Márquez e o peruano Mario Vargas Llosa, que também narram odisseias latino-americanas.


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