sábado, 24 de setembro de 2016

22. Pedro Páramo: El padre Rentería se acordaría muchos años después - Juan Rulfo

Juan Rulfo




22. Pedro Páramo: El padre Rentería se acordaría muchos años después





El padre Rentería se acordaría muchos años después de la noche en que la dureza de su cama lo tuvo despierto y después lo obligó a salir. Fue la noche en que murió Miguel Páramo. 

Recorrió las calles solitarias de Comala, espantando con sus pasos a los perros que husmeaban en las basuras. Llegó hasta el río y allí se entretuvo mirando en los remansos el reflejo de las estrellas que se estaban cayendo del cielo. Duró varias horas luchando con sus pensamientos, tirándolos al agua negra del río. 

«El asunto comenzó -pensó- cuando Pedro Páramo, de cosa baja que era, se alzó a mayor. Fue creciendo como una mala yerba. Lo malo de esto es que todo lo obtuvo de mí: "Me acuso padre que ayer dormí con Pedro Páramo." "Me acuso padre que tuve un hijo de Pedro Páramo." "De que le presté mi hija a Pedro Páramo". Siempre esperé que él viniera a acusarse de algo; pero nunca lo hizo. Y después estiró los brazos de su maldad con ese hijo que tuvo. Al que él reconoció, sólo Dios sabe por qué. Lo que si sé es que yo puse en sus manos ese instrumento.» 

Tenía muy presente el día que se lo había llevado, apenas nacido. 

Le había dicho: 

-Don Pedro, la mamá murió al alumbrarlo. Dijo que era de usted. Aquí lo tiene. 

Y él ni lo dudó, solamente le dijo: 

-¿Por qué no se queda con él, padre? Hágalo cura. 

-Con la sangre que lleva dentro no quiero tener esa responsabilidad. 

-¿De verdad cree usted que tengo mala sangre? 

-Realmente sí, don Pedro. 

-Le probaré que no es cierto. Déjemelo aquí. Sobra quien se encargue de cuidarlo. 

-En eso pensé, precisamente. Al menos con usted no le faltará el sustento. 

El muchachito se retorcía, pequeño como era, como una víbora. -¡Damiana! Encárgate de esa cosa. Es mi hijo. 

Después había abierto la botella: 

-Por la difunta y por usted beberé este trago. 

-¿Y por él? 

-Por él también, ¿por qué no? 

Llenó otra copa más y los dos bebieron por el porvenir de aquella criatura. 

Así fue. 

Comenzaron a pasar las carretas rumbo a la Media Luna. Él se agachó, escondiéndose en el galápago que bordeaba el río. «¿De quién te escondes?», se preguntó a sí mismo. 

-¡Adiós, padre! -oyó que le decían. 

Se alzó de la tierra y contestó: 

-¡Adiós! Que el Señor te bendiga. 

Estaban apagándose las luces del pueblo. El río llenó su agua de colores luminosos. 

-Padre, ¿ya dieron el alba? -preguntó otro de los carreteros. 

-Debe ser mucho después del alba -respondió él. Y caminó en sentido contrario al de ellos, con intenciones de no detenerse. 

-¿Adónde tan temprano, padre? 

-¿Dónde está el moribundo, padre? 

-¿Ha muerto alguien en Contla, padre? 

Hubiera querido responderles: «Yo. Yo soy el muerto». Pero se conformó con sonreír. 

Al salir del pueblo precipitó sus pasos. 

Regresó entrada la mañana. 

-¿Dónde estuvo usted, tío? -le preguntó Ana su sobrina-. Vinieron muchas mujeres a buscarlo. Querían confesarse por ser mañana viernes primero. 

-Que regresen a la noche. 

Se quedó un rato quieto, sentado en una banca del pasillo, lleno de fatiga. 

-¡Qué fresco está el aire!, ¿no, Ana? 

-Hace calor, tío. 

-Yo no lo siento.

No quería pensar para nada que había estado en Contla, donde hizo confesión general con el señor cura, y que éste, a pesar de sus ruegos, le había negado la absolución: 

-Ese hombre de quien no quieres mencionar su nombre ha despedazado tu Iglesia y tú se lo has consentido. ¿Qué se puede esperar ya de ti, padre? ¿Qué has hecho de la fuerza de Dios? Quiero convencerme de que eres bueno y de que allí recibes la estimación de todos; pero no basta ser bueno. El pecado no es bueno. Y para acabar con él, hay que ser duro y despiadado. Quiero creer que todos siguen siendo creyentes; pero no eres tú quien mantiene su fe; lo hacen por superstición y por miedo. Quiero aún más estar contigo en la pobreza en que vives y en el trabajo y cuidados que libras todos los días en tu cumplimiento. Sé lo difícil que es nuestra tarea en estos pobres pueblos donde nos tienen relegados; pero eso mismo me da derecho a decirte que no hay que entregar nuestro servicio a unos cuantos, que te darán un poco a cambio de tu alma, y con tu alma en manos de ellos ¿qué podrás hacer para ser mejor que aquellos que son mejores que tú? No, padre, mis manos no son lo suficientemente limpias para darte la absolución. Tendrás que buscarla en otro lugar. 

-¿Quiere usted decir, señor cura, que tengo que ir a buscar la confesión a otra parte? 

-Tienes que ir. No puedes seguir consagrando a los demás si tú mismo estás en pecado. 

-¿Y si suspenden mis ministerios? 

-No creo que lo hagan, aunque tal vez lo merezcas. Quedará a juicio de ellos. 

-¿No podría usted...? Provisionalmente, digamos... Necesito dar los santos óleos... la comunión. Mueren tantos en mi pueblo, señor cura. 

-Padre, deja que a los muertos los juzgue Dios. 

-¿Entonces, no? 

Y el señor cura de Contla había dicho que no. 

Después pasearon los dos por los corredores del curato, sombreados de azaleas. Se sentaron bajo una enramada donde maduraban las uvas. 

-Son ácidas, padre -se adelantó el señor cura a la pregunta que le iba a hacer-. Vivimos en una tierra en que todo se da, gracias a la providencia; pero todo se da con acidez. Estamos condenados a eso. 

-Tiene usted razón, señor cura. Allá en Cotnala he intentado sembrar uvas. No se dan. Sólo crecen arrayanes y naranjos; naranjos agrios y arrayanes agrios. A mí se me ha olvidado el sabor de las cosas dulces. ¿Recuerda usted las guayabas de China que teníamos en el seminario? Los duraznos, las mandarinas aquellas que con sólo apretarlas soltaban la cáscara. Yo traje aquí algunas semillas. Pocas; apenas una bolsita... después pensé que hubiera sido mejor dejarlas allá donde maduraran, ya que aquí las traje a morir. 

-Y sin embargo, padre, dicen que las tierras de Comala son buenas. Es lástima que estén en manos de un solo hombre. ¿Es Pedro Páramo aún el dueño, no? 

-Así es la voluntad de Dios. 

-No creo que en este caso intervenga la voluntad de Dios. ¿No lo crees tú así, padre? 

-A veces lo he dudado; pero allí lo reconocen. 

-¿Y entre ésos estás tú? 

-Yo soy un pobre hombre dispuesto a humillarse, mientras sienta el impulso de hacerlo. 

Luego se habían despedido. Él tomándole las manos y besándoselas. Con todo, ahora aquí, vuelto a la realidad, no quería volver a pensar más en esa mañana de Contla. 

Se levantó y fue hacia la puerta.

-¿Adónde va usted, tío? 

Su sobrina Ana, siempre presente, siempre junto a él, como si buscara su sombra para defenderse de la vida. 

-Voy a ir un rato a caminar, Ana. A ver si así reviento. 

-¿Se siente mal? 

-Mal no, Ana. Malo. Un hombre malo. Eso siento que soy. 

Fue hasta la Media Luna y dio el pésame a Pedro Páramo. Volvió a oír las disculpas por las inculpaciones que le habían hecho a su hijo. Lo dejó hablar. Al fin ya nada tenía importancia. En cambio, rechazó la invitación a comer con él: 

-No puedo, don Pedro, tengo que estar temprano en la iglesia porque me espera un montón de mujeres junto al confesionario. Otra vez será. 

Se vino al paso, y cuando atardecía entró directamente en la iglesia, tal como iba, lleno de polvo y de miseria. Se sentó a confesar. 

La primera que se acercó fue la vieja Dorotea, quien siempre estaba allí esperando a que se abrieran las puertas de la iglesia. 

Sintió que olía a alcohol. 

-¿Qué, ya te emborrachas? ¿Desde cuándo? 

-Es que estuve en el velorio de Miguelito, padre. Y se me pasaron las canelas. Me dieron de beber tanto, que hasta me volví payasa. 

-Nunca has sido otra cosa, Dorotea. 

-Pero ahora traigo pecados, padre. Y de sobra. 

En varias ocasiones él le había dicho: «No te confieses, Dorotea, nada más vienes a quitarme el tiempo. Tú ya no puedes cometer ningún pecado, aunque te lo propongas. Déjale el campo a los demás». 

-Ahora sí, padre. Es verdad. 

-Di. 

-Ya que no puedo causarle ningún perjuicio, le diré que era yo la que le conseguía muchachas al difunto Miguelito Páramo. 

El padre Rentería, que pensaba darse campo para pensar, pareció salir de sus sueños y preguntó casi por costumbre: 

-¿Desde cuándo? 

-Desde que él fue hombrecito. Desde que le agarró el chincual. -Vuélveme a repetir lo que dijiste, Dorotea. 

-Pos que yo era la que conchavaba las muchachas a Miguelito. -¿Se las llevabas? 

Algunas veces, sí. En otras nomás se las apalabraba. Y con otras nomás le daba el norte. Usted sabe: la hora en que estaban solas y en que él podía agarrarlas descuidadas. 

-¿Fueron muchas? 

No quería decir eso: pero le salió la pregunta por costumbre. 

-Ya hasta perdí la cuenta. Fueron retemuchas. 

-¿Qué quieres que haga contigo, Dorotea? Júzgate tú misma. Ve si tú puedes perdonarte. 

-Yo no, padre. Pero usted sí puede. Por eso vengo a verlo. 

-¿Cuántas veces viniste aquí a pedirme que te mandara al cielo cuando murieras? ¿Querías ver si allá encontrabas a tu hijo, no, Dorotea? Pues bien, no podrás ir ya más al cielo. Pero que Dios te perdone. 

-Gracias, padre.

-Sí. Yo también te perdono en nombre de él. Puedes irte. 

-¿No me deja ninguna penitencia? 

-No la necesitas, Dorotea. 

-Gracias, padre. 

-Ve con Dios. 

Tocó con los nudillos la ventanilla del confesionario para llamar a otra de aquellas mujeres. Y mientras oía el Yo pecador su cabeza se dobló como si no pudiera sostenerse en alto. Luego vino aquel mareo, aquella confusión, el irse diluyendo como en agua espesa, y el girar de luces; la luz entera del día que se desbarataba haciéndose añicos; y ese sabor a sangre en la lengua. El Yo pecador se oía más fuerte, repetido, y después terminaban: «por los siglos de los siglos, amén», «por los siglos de los siglos, amén», «por los siglos...». 

-Ya calla -dijo-. ¿Cuánto hace que no te confiesas? 

-Dos días, padre. 

Allí estaba otra vez. Como si lo rodeara la desventura. «¿Qué haces aquí? -pensó-. Descansa. Vete a descansar. Estás muy cansado.» 

Se levantó del confesionario y se fue derecho a la sacristía. Sin volver la cabeza dijo a aquella gente que lo estaba esperando: 

-Todos los que se sientan sin pecado, pueden comulgar mañana. 

Detrás de él, sólo se oyó un murmullo.


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O PADRE RENTERÍA iria se lembrar muitos anos depois da noite em que a dureza de sua cama o manteve acordado e depois obrigou-o a sair. Foi a noite em que morreu Miguel Páramo. 

Percorreu as ruas solitárias de Comala, espantando com seus passos os cães que fuçavam o lixo. Chegou até o rio e ali se entreteve olhando nos remansos o reflexo das estrelas que estavam caindo do céu. Levou várias horas lutando com seus pensamentos, jogando-os na água negra do rio. 

“O assunto começou” pensou “quando Pedro Páramo, de coisa baixa que era, alçou-se a maior. Foi crescendo feito praga. O ruim disso é que obteve tudo de mim: ‘Confesso, padre, que ontem dormi com Pedro Páramo.’ ‘Confesso, padre, que tive um filho de Pedro Páramo.’ ‘Que emprestei minha filha a Pedro Páramo.’ Sempre esperei que ele viesse para confessar de alguma coisa; mas não fez isso nunca. E depois estendeu os braços de sua maldade com esse filho que teve. O filho que ele reconheceu, sabe Deus por quê. O que eu sei é que pus em suas mãos esse instrumento.” 

Lembrava-se perfeitamente do dia em que ele tinha levado o filho, recém-nascido. 

Tinha dito a ele: 

— Dom Pedro, a mãe morreu ao dar à luz. Disse que era seu. Aqui está ele. 

E ele nem titubeou, disse apenas: 

— E por que o senhor não fica com ele, padre? Faça-o cura. 

— Com o sangue que está dentro dele, não quero assumir essa responsabilidade. 

— Mas o senhor acha mesmo meu sangue ruim?

— Realmente, sim, dom Pedro. 

— Pois vou provar que não é verdade. Deixe o menino comigo. Sobra gente que se encarregue de cuidar dele. 

— Pois foi precisamente o que pensei. Pelo menos com o senhor não lhe faltará sustento. 

O menininho se retorcia, pequeno como era, feito uma víbora. 

— Damiana! Tome conta dessa coisa. É meu filho. 

Depois havia aberto uma garrafa: 

— Pela finada e pelo senhor, tomarei este gole. 

— E por ele? 

— Por ele também, por que não? 

Encheu outra taça e os dois beberam pelo porvir daquela criatura. 

Assim foi. 

Começaram a passar as carretas rumo à Media Luna. Ele se agachou, escondendo-se no remanso do rio. “De quem você se esconde?”, perguntou a si mesmo. 

— Salve, padre! — ouviu que diziam a ele. 

Ergueu-se da terra e respondeu: 

— Salve! Que o Senhor te abençoe. 

As luzes do povoado estavam apagando-se. O rio encheu sua água de cores luminosas. 

— Padre, já deram a alvorada? — perguntou outro dos carreteiros. 

— Já deve ser muito depois da alvorada — respondeu ele. E caminhou em sentido contrário ao deles, com intenção de não se deter. 

— Indo para onde tão cedo, padre? 

— Onde está o moribundo, padre? 

— Morreu alguém em Contla, padre?

Bem que gostaria de ter respondido: “Eu. O morto sou eu.” Mas se conformou com sorrir. 

Ao sair do povoado precipitou seus passos. 

Regressou já avançada a manhã. 

— Onde é que o senhor esteve, tio? — perguntou-lhe Ana, sua sobrinha. — Muitas mulheres vieram atrás do senhor. Queriam confessar porque amanhã é a primeira sexta-feira. 

— Pois que voltem logo mais à noite. 

Ficou quieto um tempinho, sentado num banco do corredor, cheio de fadiga. 

— Como o ar está fresco, não é mesmo, Ana? 

— Está um calorão, tio. 

— Eu não sinto. 

Não queria pensar de jeito nenhum que havia estado em Contla, onde fez confissão geral com o senhor pároco, e que ele, apesar de seus rogos, tinha-lhe negado a absolvição: 

— Este homem de quem você não quer mencionar o nome despedaçou a sua Igreja e você deixou. O que se pode esperar de você, padre? O que é que você fez da força de Deus? Quero me convencer de que você é bom e que recebe, lá, a estima de todos; mas não basta ser bom. O pecado não é bom. E para acabar com ele, há de ser duro e impiedoso. Quero acreditar que todos continuam sendo crentes; mas não é você quem mantém a sua fé; eles mantêm a fé por superstição e por medo. Quero além do mais estar com você na pobreza em que você vive e no trabalho e nos cuidados que você labuta todos os dias em seu compromisso. Sei como é difícil essa nossa tarefa nesses pobres povoados onde nos abandonaram; mas isso mesmo me dá o direito de dizer a você que não se deve entregar nossos serviços a uns poucos, que nos darão um pouco a troco da nossa alma, e que com a nossa alma nas mãos deles o que é que você poderá fazer para ser melhor que aqueles que são melhores do que você? Não, padre, minhas mãos não são suficientemente limpas para dar a sua absolvição. Você vai ter de procurar em outro lugar. 

— Então o senhor está querendo dizer, senhor pároco, que tenho de ir buscar confissão em outras bandas? 

— Tem. Não pode continuar consagrando os outros, se você próprio estiver em pecado. 

— E se suspenderem meus ministérios? 

— Não acredito que façam isso, embora talvez você mereça. Fica a critério deles. 

— Será que o senhor não poderia...? Provisoriamente, digamos... Necessito dar os santos óleos... a comunhão. No meu povoado morrem tantos, senhor pároco. 

— Padre, deixe os mortos ao julgamento de Deus. 

— Então é não? 

E o senhor cura de Contla havia dito que não. 

Depois os dois passearam pelos corredores da paróquia, sombreados pelas azaleias. Sentaram-se debaixo de um caramanchão, onde as uvas amadureciam. 

— São ácidas, padre — antecipou-se o senhor cura à pergunta que ele ia lhe fazer. — Vivemos em uma terra que tudo dá, graças à Providência; mas tudo dá com acidez. Estamos condenados a isso. 

— Tem razão, senhor cura. Lá em Comala tentei plantar uvas. Não dão. Por lá só cresce goiaba e laranja; laranjas amargas e goiabas amargas. Eu já me esqueci do sabor das coisas doces. O senhor se lembra das goiabas da China, tão vermelhas, que nós tínhamos no seminário? Os pêssegos, e aquelas tangerinas que só de apertar já soltavam a casca. Eu trouxe para cá algumas sementes. Poucas; só um saquinho... depois pensei que talvez tivesse sido melhor deixá-las por lá, onde amadureceriam, pois trouxe para cá só para que morressem. 

— E no entanto, padre, dizem que as terras de Comala são boas. Pena que estejam nas mãos de um homem só. Pedro Páramo ainda é o dono, não é? 

— Esta é a vontade de Deus. 

— Não acho que a vontade de Deus intervenha nesse caso. O senhor também não acha, padre? 

— Às vezes, duvidei; mas lá acham e reconhecem. 

— E você está entre os que acham e reconhecem? 

— Eu sou um pobre homem disposto a se humilhar, cada vez que sinto o impulso para fazer isso. 

Depois tinham se despedido. Ele, tomando as mãos do pároco e beijando-as. E apesar disso, agora, aqui, de volta à realidade, não queria tornar a pensar naquela manhã de Contla. 

Levantou-se e foi até a porta. 

— Indo aonde, tio? 

Sua sobrinha Ana, sempre presente, sempre ao lado dele, como se buscasse a sua sombra para defender-se da vida. 

— Vou caminhar um pouco, Ana. Para ver se desse jeito desafogo. 

— Está se sentindo mal? 

— Mal, não, Ana. Mau. Um homem mau. Estou sentindo que sou isso.

Foi até a Media Luna e deu os pêsames a Pedro Páramo. Tomou a ouvir as desculpas pelas culpas que tinham posto em seu filho. Deixou-o falar. Afinal, nada mais tinha importância. Em compensação, recusou o convite para comer com ele: 

— Não posso, dom Pedro, preciso estar cedo na igreja, porque estou com um montão de mulheres me esperando ao lado do confessionário. Fica para a próxima. 

Saiu a caminho, e quando entardecia entrou direto na igreja, tal como estava, coberto de poeira e de miséria. Sentou-se para confessar. 

A primeira que se aproximou foi a velha Dorotea, que sempre andava por ali esperando que as portas da igreja se abrissem. 

Sentiu que cheirava a álcool. 

— Como é, já está bêbada? Desde quando? 

— É que eu estive no velório de Miguelzinho, padre. E fui além da conta, padre. É que me deram tanto de beber, que até virei palhaça. 

— Você nunca foi outra coisa, Dorotea. 

— Mas é que agora trago pecados, padre. E de sobra. 

Em várias ocasiões ele tinha dito a ela: “Não se confesse, Dorotea, que você só vem me fazer perder tempo. Você já não consegue cometer nenhum pecado, nem querendo. Deixe espaço para os outros.” 

— Agora sim, padre. É de verdade. 

— Pois diga. 

— Já que não posso causar nenhum mal ao finado, vou dizer ao senhor que era eu, a Dorotea, quem conseguia as moças ao falecido Miguelzinho Páramo. 

O padre Rentería, que estava pensando em dar-se um momento para pensar, pareceu sair de seus sonhos e perguntou quase por hábito: 

— Desde quando? 

— Desde que ele virou rapazinho. Desde que pegou a febre dessa coisa. 

— Torne a repetir o que acabou de dizer, Dorotea. 

— Pois que era eu a que conseguia as moças para o Miguelzinho. 

— Você as levava? 

— Algumas vezes, sim. Outras, só apalavrava. E de outras, eu dava o norte. O senhor sabe: a hora em que ficavam sozinhas e ele podia agarrá-las descuidadas. 

— Foram muitas? 

Não queria ter dito isso; mas a pergunta saiu por costume. 

— Até perdi a conta. Foram muitas e muitas mais. 

— O que quer que eu faça com você, Dorotea? Seja seu próprio juiz. Veja se consegue se perdoar. 

— Eu, não, padre. Mas o senhor, sim, pode. Por isso vim. 

— Quantas vezes você veio até aqui me pedir que a mandasse para o céu quando você morresse? Queria ver se lá nos céus encontrava seu filho, não é isso, Dorotea? Pois bem: você não pode mais ir para o céu. Que Deus a perdoe. 

— Obrigada, padre. 

— Está bem. Eu também perdoo você, em nome dEle. Pode ir. 

— Não vai me deixar nenhuma penitência? 

— Você não precisa, Dorotea.

— Obrigada, padre. 

— Vá com Deus. 

Bateu na janelinha do confessionário com os nós dos dedos para chamar outra daquelas mulheres. E enquanto ouvia o Eu pecador, sua cabeça dobrou-se como se não conseguisse manter-se no alto. Depois veio aquela tontura, aquela confusão, o ir-se diluindo como em água espessa, e o corrupiar das luzes; a luz inteira do dia que se desmanchava fazendo-se cacos; e aquele sabor de sangue na língua. O Eu pecador ouvia-se mais forte, repetido, e depois terminava: “pelos séculos dos séculos, amém”; “pelos séculos dos séculos, amém”; “pelos séculos...” 

— Agora, calada — disse. — Há quanto tempo você não se confessa? 

— Dois dias, padre. 

Lá estava ela de novo. Como se a desventura o rodeasse. “O que você está fazendo aqui?” disse a si mesmo. “Descanse. Vá descansar. Você está muito cansado.” 

Levantou-se do confessionário e foi direto para a sacristia. Sem virar a cabeça disse para aquelas pessoas que estavam esperando por ele: 

— Quem se sentir sem pecado pode comungar amanhã.

Atrás dele, ouviu-se apenas um murmúrio.



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Rulfo, Juan Pedro Páramo / tradução e prefácio de Eric Nepomuceno. — Rio de Janeiro: BestBolso, 2008. Tradução de: Pedro Páramo ISBN 978-85-7799-116-7 1. Romance mexicano. I. Nepomuceno, Eric. II. Título

Pedro Páramo – Romance mais aclamado da literatura mexicana, Pedro Páramo é o primeiro de dois livros lançados em toda a vida de Juan Rulfo. O enredo, simples, trata da promessa feita por um filho à mãe moribunda, que lhe pede que saia em busca do pai, Pedro Páramo, um malvado lendário e assassino. Juan Preciado, o filho, não encontra pessoas, mas defuntos repletos de memórias, que lhe falam da crueldade implacável do pai. Vergonha é o que Juan sente. Alegoricamente, é o México ferido que grita suas chagas e suas revoluções, por meio de uma aldeia seca e vazia onde apenas os mortos sobrevivem para narrar os horrores da história. O realismo fantástico como hoje se conhece não teria existido sem Pedro Páramo; é dessa fonte que beberam o colombiano Gabriel Garcia Márquez e o peruano Mario Vargas Llosa, que também narram odisseias latino-americanas.


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