quarta-feira, 14 de setembro de 2016

21. Pedro Páramo: Allá afuera debe estar variando el tiempo - Juan Rulfo

Juan Rulfo




21. Pedro Páramo: Allá afuera debe estar variando el tiempo





Allá afuera debe estar variando el tiempo. Mi madre me decía que, en cuanto comenzaba a llover, todo se llenaba de luces y del olor verde de los retoños. Me contaba cómo llegaba la marea de las nubes, cómo se echaban sobre la tierra y la descomponían cambiándole los colores... Mi madre, que vivió su-infancia y sus mejores años en este pueblo y que ni siquiera pudo venir a morir aquí. Hasta para eso me mandó a mí en su lugar. Es curioso, Dorotea, cómo no alcancé a ver ni el cielo. Al menos, quizá, debe ser el mismo que ella conoció. 

-No lo sé, Juan Preciado. Hacía tantos años que no alzaba la cara, que me olvidé del cielo. Y aunque lo hubiera hecho, ¿qué habría ganado? El cielo está tan alto, y mis ojos tan sin mirada, que vivía contenta con saber dónde quedaba la tierra. Además, le perdí todo mi interés desde que el padre Rentería me aseguró que jamás conocería la gloria. Que ni siquiera de lejos la vería... Fue cosa de mis pecados; pero él no debía habérmelo dicho. Ya de por sí la vida se lleva con trabajos. Lo único que la hace a una mover los pies es la esperanza de que al morir la lleven a una de un lugar a otro; pero cuando a una le cierran una puerta y la que queda abierta es nomás la del infierno, más vale no haber nacido... El cielo para mí, Juan Preciado, está aquí donde estoy ahora. 

-Y tu alma? ¿Dónde crees que haya ido? 

-Debe andar vagando por la tierra como tantas otras; buscando vivos que recen por ella. Tal vez me odie por el mal trato que le di; pero eso ya no me preocupa. He descansado del vicio de sus remordimientos. Me amargaba hasta lo poco que comía, y me hacía insoportables las noches llenándomelas de pensamientos intranquilos con figuras de condenados y cosas de ésas. Cuando me senté a morir, ella rogó que me levantara y que siguiera arrastrando la vida, como si esperara todavía algún milagro que me limpiara de culpas. Ni siquiera hice el intento: «Aquí se acaba el camino -le dije-. Ya no me quedan fuerzas para más». Y abrí la boca para que se fuera. Y se fue. Sentí cuando cayó en mis manos el hilito de sangre con que estaba amarrada a mi corazón. 



Llamaron a su puerta; pero él no contestó. Oyó que siguieron tocando todas las puertas, despertando a la gente. La carrera que llevaba Fulgor -lo conoció por sus pasos- hacia la puerta grande se detuvo un momento, como si tuviera intenciones de volver a llamar. Después siguió corriendo. 


Rumor de voces. Arrastrar de pisadas despaciosas como si cargaran con algo pesado. 

Ruidos vagos. 

Vino hasta su memoria la muerte de su padre, también en un amanecer como éste; aunque en aquel entonces la puerta estaba abierta y traslucía el color gris de un cielo hecho de ceniza, triste, como fue entonces. Y a una mujer conteniendo el llanto, recostada contra la puerta. Una madre de la que él ya se había olvidado y olvidado muchas veces, diciéndole: «¡Han matado a tu padre!». Con aquella voz quebrada, deshecha, sólo unida por el hilo del sollozo. 

Nunca quiso revivir ese recuerdo porque le traía otros, como si rompiera un costal repleto y luego quisiera contener el grano. La muerte de su padre que arrastró otras muertes y en cada una de ellas estaba siempre la imagen de la cara despedazada; roto un ojo, mirando vengativo el otro. Y otro y otro más, hasta que la había borrado del recuerdo cuando ya no hubo nadie que se la recordara. 

-¡Descánselo aquí! No, así no. Hay que meterlo con la cabeza para atrás. ¡Tú! ¿Qué esperas? 

Todo en voz baja. 

-¿Y él? 

-Él duerme. No lo despierten. No hagan ruido. 

Allí estaba él, enorme, mirando la maniobra de meter un bulto envuelto en costales viejos, amarrado con sicuas de coyunda como si lo hubieran amortajado. 

-¿Quién es? -preguntó. 

Fulgor Sedano se acercó hasta él y le dijo: 

-Es Miguel, don Pedro. 

-¿Qué le hicieron? -gritó. 

Esperaba oír: «Lo han matado». Y ya estaba previniendo su furia, haciendo bolas duras de rencor; pero oyó las palabras suaves de Fulgor Sedano que le decían: 

-Nadie le hizo nada. Él solo encontró la muerte. 

Había mecheros de petróleo aluzando la noche. 

-... Lo mató el caballo -se acomidió a decir uno. 

Lo tendieron en su cama, echando abajo el colchón, dejando las puras tablas donde acomodaron el cuerpo ya desprendido de las tiras con que habían venido tirando de él. Le colocaron las manos sobre el pecho y taparon su cara con un trapo negro. «Parece más grande de lo que era», dijo en secreto Fulgor Sedano. 

Pedro Páramo se había quedado sin expresión ninguna, como ido. Por encima de él sus pensamientos se seguían unos a otros sin darse alcance ni juntarse. Al fin dijo: 

-Estoy comenzando a pagar. Más vale empezar temprano, para terminar pronto. 

No sintió dolor. 

Cuando le habló a la gente reunida en el patio para agradecerle su compañía, abriéndole paso a su voz por entre el lloriqueo de las mujeres, no cortó ni el resuello ni sus palabras. Después sólo se oyó en aquella noche el piafar del potrillo alazán de Miguel Páramo. 

-Mañana mandas matar ese animal para que no siga sufriendo -le ordenó a Fulgor Sedano. 

-Está bien, don Pedro. Lo entiendo. El pobre se ha de sentir desolado. 

-Yo también lo entiendo así, Fulgor. Y diles de paso a esas mujeres que no armen tanto escándalo, es mucho alboroto por mi muerto. Si fuera de ellas, no llorarían con tantas ganas.




_________________________




— LÁ FORA O TEMPO deve estar mudando. Minha mãe me dizia que, assim que começava a chover, tudo se enchia de luzes e do cheiro verde dos brotos e botões. Contava como chegava a maré de nuvens, como despencavam sobre a terra e a descompunham trocando suas cores... Minha mãe, que viveu sua infância e seus melhores anos neste povoado e que não pôde nem vir morrer aqui. Até para isso me mandou em seu lugar. É curioso, Dorotea, mas não consegui nem ver o céu. Pelo menos, talvez, deve ser o mesmo que ela conheceu. 

— Sei não, Juan Preciado. Fazia tantos anos que não erguia o rosto, que me esqueci do céu. E mesmo que eu tivesse erguido, o que haveria de ganhar? O céu está tão alto, e meus olhos tão sem olhar, que vivia contente só de saber onde ficava a terra. Além do mais, perdi todo o interesse depois que o padre Rentería me assegurou que eu jamais conheceria a glória. Que nem de longe a veria... Foi coisa dos meus pecados; mas ele não devia ter me dito. A vida já é dura o bastante. A única coisa que faz com que a gente mova os pés é a esperança de que ao morrer nos levem de um lugar a outro; mas quando fecham para a gente uma porta e a que continua aberta é só a do inferno, mais valeria não ter nascido... O céu para mim, Juan Preciado, está aqui onde estou agora. 

— E a sua alma? Onde acha que ela foi parar? 

— Deve andar vagando pela terra como tantas outras; buscando vivos que rezem por ela. Talvez me odeie pelos maus-tratos que dei a ela; mas isso já não me preocupa. Descansei do vício de seus remorsos. Eu me amargava até por causa do pouco que comia, e fazia minhas noites insuportáveis enchendo-as de pensamentos intranquilos com figuras de condenados e coisas assim. Quando me sentei para morrer, ela rogou que eu me levantasse e que continuasse arrastando a vida, como se esperasse ainda por algum milagre que me limpasse de culpas. Nem tentei: “Aqui o caminho se acaba” disse para ela. “Não me restam forças para mais.” E abri a boca para que minha alma fosse embora. E ela foi. Senti quando caiu em minhas mãos o fiozinho de sangue com que estava amarrada ao meu coração.


BATERAM NA PORTA; mas ele não respondeu. Ouviu que continuaram batendo em todas as portas, acordando as pessoas. A correria de Fulgor — reconheceu os seus passos — até a porta grande se deteve um momento, como se tivesse intenção de tornar a bater na sua porta. Depois, a correria continuou. 


Rumor de vozes. Arrastar de passos vagarosos como se carregassem algo pesado. 

Ruídos vagos. 

Veio à sua memória a morte de seu pai, também num amanhecer como aquele; embora naquela época a porta estivesse aberta e transluzia a cor acinzentada de um céu feito de cinzas, triste, do jeito que era. E uma mulher contendo o pranto, recostada contra a porta. Uma mãe de que ele já tinha se esquecido e esquecido muitas vezes, dizendo a ele: “Mataram o seu pai!” Com aquela voz quebrada, desfeita, unida apenas pelo fiapo do soluço. 

Não quis nunca reviver essa lembrança porque trazia outras, como se rompesse um silo repleto e depois quisesse conter os grãos. A morte de seu pai que arrastou outras mortes e em cada uma delas estava sempre a imagem da cara despedaçada: um olho roto, olhando vingativo para o outro. E outro e outro mais, até que havia apagado essa imagem da memória quando já não houve mais ninguém que a recordasse. 

— Descansa ele aqui! Não, assim não. É preciso entrar com a cabeça para trás. Você! Está esperando o quê? 

Tudo em voz baixa. 

— E ele? 

— Ele está dormindo. Não o acordem. Não façam barulho. 

Lá estava ele, enorme, olhando a manobra de enfiar um vulto embrulhado em sacos velhos, amarrado com cordas de cânhamo como se estivesse sendo amortalhado. 

— Quem é? — perguntou. 

Fulgor Sedano se aproximou e disse a ele: 

— É Miguel, dom Pedro. 

— O que foi que fizeram com ele? — gritou.

Esperava ouvir: “Mataram.” E já estava reunindo sua fúria, armando duras montanhas de rancor; mas ouviu as palavras suaves de Fulgor Sedano, que lhe diziam: 


— Ninguém fez nada com ele. Ele encontrou a morte sozinho. 

Havia lamparinas de querosene azulando a noite. 

— ... O cavalo matou-o — um deles se atreveu a dizer. 

Foi estendido na cama, depois de terem jogado o colchão no chão, deixando as tábuas nuas onde acomodaram o corpo já desprendido das cordas com que vinha sendo puxado e arrastado. Colocaram suas mãos sobre o peito e taparam sua cara com um pano negro. “Parece maior do que era”, disse em segredo Fulgor Sedano. 

Pedro Páramo tinha ficado sem expressão alguma, como se estivesse alheio ao redor. Seus pensamentos seguiam-se uns a outros sem se alcançar nem se juntar. No fim disse: 

— Estou começando a pagar. Mais vale começar cedo, para terminar logo. 

Não sentiu dor. 

Quando falou às pessoas reunidas no pátio para agradecer a companhia, abrindo passo para a voz através do pranto das mulheres, não cortou nem o suspirar de suas palavras. Depois se ouviu naquela noite apenas o campear dos cascos do potrinho alazão de Miguel Páramo na terra. 

— Amanhã você manda matar esse animal para que não continue sofrendo — ordenou a Fulgor Sedano. 

— Está bem, dom Pedro. Entendo. O coitado deve sentir-se desolado. 

— É o que eu também acho, Fulgor. E aproveita para dizer a essas mulheres que não armem tanto escândalo, é alvoroço demais para o meu morto. Se fosse delas, não chorariam com tanta vontade.



____________________________


Rulfo, Juan Pedro Páramo / tradução e prefácio de Eric Nepomuceno. — Rio de Janeiro: BestBolso, 2008. Tradução de: Pedro Páramo ISBN 978-85-7799-116-7 1. Romance mexicano. I. Nepomuceno, Eric. II. Título

Pedro Páramo – Romance mais aclamado da literatura mexicana, Pedro Páramo é o primeiro de dois livros lançados em toda a vida de Juan Rulfo. O enredo, simples, trata da promessa feita por um filho à mãe moribunda, que lhe pede que saia em busca do pai, Pedro Páramo, um malvado lendário e assassino. Juan Preciado, o filho, não encontra pessoas, mas defuntos repletos de memórias, que lhe falam da crueldade implacável do pai. Vergonha é o que Juan sente. Alegoricamente, é o México ferido que grita suas chagas e suas revoluções, por meio de uma aldeia seca e vazia onde apenas os mortos sobrevivem para narrar os horrores da história. O realismo fantástico como hoje se conhece não teria existido sem Pedro Páramo; é dessa fonte que beberam o colombiano Gabriel Garcia Márquez e o peruano Mario Vargas Llosa, que também narram odisseias latino-americanas.


_________________________

Leia também:

20. Pedro Páramo: Al amanecer, gruesas gotas de lluvia - Juan Rulfo

22. Pedro Páramo: El padre Rentería se acordaría muchos años después - Juan Rulfo


Nenhum comentário:

Postar um comentário