sábado, 17 de dezembro de 2016

28. Pedro Páramo: -¿Quién crees tú que sea el jefe de éstos? - Juan Rulfo

Juan Rulfo




28. Pedro Páramo: -¿Quién crees tú que sea el jefe de éstos?





-¿Quién crees tú que sea el jefe de éstos? -le preguntó más tarde al Tilcuate. 

-Pues a mí se me figura que es el barrigón ese que estaba en medio y que ni alzó los ojos. Me late que es él... Me equivoco pocas veces, don Pedro. 

-No, Damasio, el jefe eres tú. ¿O qué, no te quieres ir a la revuelta? 

-Pero si hasta se me hace tarde. Con lo que me gusta a mí la bulla. 

-Ya viste pues de qué se trata, así que ni necesitas mis consejos. Júntate trescientos muchachos de tu confianza y enrólate con esos alzados. Diles que les llevas la gente que les prometí. Lo demás ya sabrás tú cómo manejarlo. 

-¿Y del dinero qué les digo? ¿También se los entriego? 

-Te voy a dar diez pesos para cada uno. Ahí nomás para sus gastos más urgentes. Les dices que el resto está aquí guardado y a su disposición. No es conveniente cargar tanto dinero andando en esos trajines. Entre paréntesis: ¿te gustaría el ranchito de la Puerta de Piedra? Bueno, pues es tuyo desde ahorita. Le vas a llevar un recado al licenciado Gerardo Trujillo, de Comala, y allí mismo pondrá a tu nombre la propiedad. ¿Qué dices, Damasio? 

-Eso ni se pregunta, patrón. Aunque con eso o sin eso yo haría esto por puro gusto. Como si usted no me conociera. De cualquier modo, se lo agradezco. La vieja tendrá al menos con qué entretenerse mientras yo suelto el trapo. 

-Y mira, ahí de pasada arréate unas cuantas vacas. A ese rancho lo que le falta es movimiento. 

-¿No importa que sean cebuses? 

-Escoge de las que quieras, y las que tantees pueda cuidar tu mujer. Y volviendo a nuestro asunto, procura no alejarte mucho de mis terrenos, por eso de que si vienen otros que vean el campo ya ocupado. Y venme a ver cada que puedas o tengas alguna novedad. 

-Nos veremos, patrón. 

-¿Qué es lo que dice, Juan Preciado? 

-Dice que ella escondía sus pies entre las piernas de él. Sus pies helados como piedras frías y que allí se calentaban como en un horno donde se dora el pan. Dice que él le mordía los pies diciéndole que eran como pan dorado en el horno. Que dormía acurrucada, metiéndose dentro de él, perdida en la nada al sentir que se quebraba su carne, que se abría como un surco abierto por un clavo ardoroso, luego tibio, luego dulce, dando golpes duros contra su carne blanda; sumiéndose, sumiéndose más, hasta el gemido. Pero que le había dolido más su muerte. Eso dice. 

-¿A quién se refiere? 

-A alguien que murió antes que ella, seguramente. 

-¿Pero quién pudo ser? 

-No sé. Dice que la noche en la cual él tardó en venir sintió que había regresado ya muy noche, quizá de madrugada. Lo notó apenas, porque sus pies, que habían estado solos y fríos, parecieron envolverse en algo; que alguien los envolvía en algo y les daba calor. Cuando despertó los encontró liados en un periódico que ella había estado leyendo mientras lo esperaba y que había dejado caer al suelo cuando ya no pudo soportar el sueño. Y que allí estaban sus pies envueltos en el periódico cuando vinieron a decirle que él había muerto. 

-Se ha de haber roto el cajón donde la enterraron, porque se oye como un crujir de tablas. 

-Sí, yo también lo oigo. 



Esa noche volvieron a sucederse los sueños. ¿Por qué ese recordar intenso de tantas cosas? ¿Por qué no simplemente la muerte y no esa música tierna del pasado? 


-Florencio ha muerto, señora. 

¡Qué largo era aquel hombre! ¡Qué alto! Y su voz era dura. Seca como la tierra más seca. Y su figura era borrosa, ¿o se hizo borrosa después?, como si entre ella y él se interpusiera la lluvia. «¿Qué había dicho? ¿Florencio? ¿De cuál Florencio hablaba? ¿Del mío? ¡Oh!, por qué no lloré y me anegué entonces en lágrimas para enjuagar mi angustia. ¡Señor, tú no existes! Te pedí tu protección para él. Que me lo cuidaras. Eso te pedí. Pero tú te ocupas nada más de las almas. Y lo que yo quiero de él es su cuerpo. Desnudo y caliente de amor; hirviendo de deseos; estrujando el temblor de mis senos y de mis brazos. Mi cuerpo transparente suspendido del suyo. Mi cuerpo liviano sostenido y suelto a sus fuerzas. ¿Qué haré ahora con mis labios sin su boca para llenarlos? ¿Qué haré de mis adoloridos labios?» 

Mientras Susana San Juan se revolvía inquieta, de pie, junto a la puerta, Pedro Páramo la miraba y contaba los segundos de aquel nuevo sueño que ya duraba mucho. El aceite de la lámpara chisporroteaba y la llama hacía cada vez más débil su parpadeo. Pronto se apagaría. 

Si al menos fuera dolor lo que sintiera ella, y no esos sueños sin sosiego, esos interminables y agotadores sueños, él podría buscarle algún consuelo. Así pensaba Pedro Páramo, fija la vista en Susana San Juan, siguiendo cada uno de sus movimientos. ¿Qué sucedería si ella también se apagara cuando se apagara la llama de aquella débil luz con que él la veía? 

Después salió cerrando la puerta sin hacer ruido. Afuera, el limpio aire de la noche despegó de Pedro Páramo la imagen de Susana San Juan. 

Ella despertó un poco antes del amanecer. Sudorosa. Tiró al suelo las pesadas cobijas y se deshizo hasta del calor de las sábanas. Entonces su cuerpo se quedó desnudo, refrescado por el viento de la madrugada. Suspiró y luego volvió a quedarse dormida. 

Así fue como la encontró horas después el padre Rentería; desnuda y dormida.



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— QUEM VOCÊ ACHA que é o chefe desses aí? — perguntou mais tarde ao Sucuri. 


— Pois eu acho mesmo é que era aquele barrigudão que estava no meio e que nem ergueu os olhos. Alguma coisa aqui dentro me bate que é ele... Eu me engano poucas vezes, dom Pedro. 

— Não, Damasio, não, o chefe é você. Ou então você não está querendo ir para a revolta? 

— Mas se eu acho até que está demorando muito. Gostando de um rebuliço do jeito que eu gosto... 

— Pois então você já viu de que se trata, portanto nem precisa de meus conselhos. Junte aí uns trezentos rapazes da sua confiança e se aliste com esses rebeldes. Diz lá a eles que está levando o pessoal que eu prometi. O resto você vai saber como fazer. 

— E o que é que eu digo do dinheiro? Também entrego? 

— Vou dar a você 10 pesos para cada um. Isso, para os seus gastos mais urgentes. Diga que o resto está guardado aqui, e à disposição. Não é conveniente carregar tanto dinheiro, quando se anda nessas tarefas. Entre parênteses: você gostaria do ranchinho da Puerta de Piedra? Pois é seu desde agora. Você vai levar um recado ao doutor Gerardo Trujillo, de Comala, e lá mesmo você põe a propriedade em seu nome. O que você acha, Damasio? 

— Pois eu acho que isso nem se pergunta, patrão. Mesmo sendo bem verdade que com isso ou sem isso eu faria do mesmo jeito, só pelo gosto. É como se o senhor não me conhecesse. Seja como for, agradeço. A velha terá ao menos com que se distrair enquanto eu solto fogo por aí. 

— E veja, aproveita e arrebanha umas quantas vacas. O que falta nesse rancho é movimento. 

— O senhor não se importa se forem zebus? 

— Escolha as que quiser, e as que você imagine que sua mulher possa cuidar. E voltando ao nosso assunto, procure não se afastar muito de meus terrenos, porque assim se vierem outros vão ver o campo já ocupado. E venha me ver assim que você puder ou quando tiver alguma novidade. 

— Nos veremos, patrão.



— O QUE ELA ESTÁ dizendo, Juan Preciado? 


— Diz que ela escondia os pés entre as pernas dele. Seus pés gelados como pedras frias e que ali se esquentavam como num forno onde se doura o pão. Diz que ele mordia seus pés dizendo a ela que eram como pão dourado no forno. Que dormia encolhida, metendo-se dentro dele, perdida no nada ao sentir que sua carne se quebrava, que se abria como um sulco aberto por um prego ardoroso, depois morno, depois doce, dando golpes duros contra sua carne macia; mergulhando e mergulhando, até o gemido. Mas que a morte dele tinha doído ainda mais. Isso é o que ela diz. 

— Ela está se referindo a quem? 

— A alguém que morreu antes dela, na certa. 

— Mas quem será? 

— Não sei. Diz que na noite em que ele demorou a chegar sentiu que havia regressado já noite alta, ou talvez de madrugada. Mal reparou, porque seus pés, que tinham ficado solitários e frios, pareceram envolver-se em alguma coisa; que alguém os envolvia com alguma coisa e lhes dava calor. Quando acordou encontrou-os enrolados num jornal que ela tinha lido, enquanto esperava por ele e que tinha deixado cair no chão quando não aguentou mais de sono. E que lá estavam seus pés enrolados no jornal, quando vieram dizer a ela que ele tinha morrido. 

— Devem ter quebrado o caixão onde a enterraram, porque dá para ouvir uma espécie de ranger de tábuas. 

— É mesmo, eu também ouço.



NAQUELA NOITE tornaram a suceder-se os sonhos. Por que esse recordar intenso de tantas coisas? Por que não simplesmente a morte e não essa música doce do passado? 


— Florêncio morreu, senhora. 

Como aquele homem era comprido! Que alto! E sua voz era dura. Seca como a terra mais seca. E sua figura era borrosa, ou se tornou borrosa depois?, como se entre ela e ele se interpusesse a chuva. “O que tinha dito? Florêncio? De que Florêncio ela falava? Do meu? Ah!, por que não chorei e me alaguei então em lágrimas para enxugar minha angústia? Senhor, tu não existes! Pedi tua proteção para ele. Que cuidasses dele. Isso eu te pedi. Mas tu só te ocupas das almas. E o que eu quero dele é seu corpo. Nu e quente de amor; fervendo de desejo; amassando o tremor de meus seios e de meus braços. Meu corpo transparente suspenso pelo dele. Meu corpo leve preso e solto às suas forças. O que farei agora com meus lábios sem sua boca para preenchê-los? O que farei de meus lábios doloridos?” 

Enquanto Susana San Juan se revolvia inquieta, de pé, ao lado da porta, Pedro Páramo a olhava e contava os segundos daquele novo sonho que já durava muito. O óleo da lamparina faiscava e a chama tornava seu pestanejar cada vez mais débil. Logo se apagaria. 

Se pelo menos fosse dor o que ela sentisse, e não esses sonhos sem sossego, esses intermináveis e esgotadores sonhos, ele poderia buscar-lhe algum consolo. Assim pensava Pedro Páramo, os olhos fixos em Susana San Juan, seguindo cada um de seus movimentos. O que aconteceria se ela também se apagasse como se apagou a chama daquela luz débil com a qual ele a via? 

Depois saiu fechando a porta sem fazer ruído. Lá fora, o ar limpo da noite descolou de Pedro Páramo a imagem de Susana San Juan.

Ela acordou um pouco antes do amanhecer. Suada. Jogou no chão as cobertas pesadas e se desfez até do calor dos lençóis. Então seu corpo ficou nu, refrescado pelo vento da madrugada. Suspirou e em seguida tornou a adormecer. 


Foi assim que horas depois o padre Rentería a encontrou: nua e adormecida.




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Rulfo, Juan Pedro Páramo / tradução e prefácio de Eric Nepomuceno. — Rio de Janeiro: BestBolso, 2008. Tradução de: Pedro Páramo ISBN 978-85-7799-116-7 1. Romance mexicano. I. Nepomuceno, Eric. II. Título

Pedro Páramo – Romance mais aclamado da literatura mexicana, Pedro Páramo é o primeiro de dois livros lançados em toda a vida de Juan Rulfo. O enredo, simples, trata da promessa feita por um filho à mãe moribunda, que lhe pede que saia em busca do pai, Pedro Páramo, um malvado lendário e assassino. Juan Preciado, o filho, não encontra pessoas, mas defuntos repletos de memórias, que lhe falam da crueldade implacável do pai. Vergonha é o que Juan sente. Alegoricamente, é o México ferido que grita suas chagas e suas revoluções, por meio de uma aldeia seca e vazia onde apenas os mortos sobrevivem para narrar os horrores da história. O realismo fantástico como hoje se conhece não teria existido sem Pedro Páramo; é dessa fonte que beberam o colombiano Gabriel Garcia Márquez e o peruano Mario Vargas Llosa, que também narram odisseias latino-americanas.


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29. Pedro Páramo: - ¿Sabe, don Pedro, que derrotaron al Tilcuate? - Juan Rulfo



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