Capítulo 50
De la parada del colectivo a la calle Trelles no había más que un paso, o sea tres cuadras y pico. Ferraguto y la Cuca ya estaban con el administrador cuando llegaron Talita y Traveler. La gran tratativa ocurría en una sala del primer piso, con dos ventanas que daban al patio jardín donde se paseaban los enfermos y se veía subir y bajar un chorrito de agua en una fuente de porlan. Para llegar hasta la sala, Talita y Traveler habían tenido que recorrer varios pasillos y habitaciones de la planta baja, donde señoras y caballeros los habían interpelado en correcto castellano para mangarles la entrega benévola de uno que otro atada de cigarrillos. El enfermo que los acompañaba parecía encontrar ese intermedio perfectamente natural, y las cirncunstancias no favorecieron un primer interrogatorio de ambientación. Casi sin tabaco llegaron a la sala de la gran tratativa donde Ferraguto les presentó al administrador con palabras vistosas. A la mitad de la lectura de un documento inteligible se apareció Oliveira la miró extrañado porque él se había metido directamente en un zaguán que daba a una puerta, ésa. En cuanto al Dire, estaba de negro riguroso.
El calor que hacía era de los que engolaban más a fondo la voz de los locutores que cada hora pasaban primero el parte meteorológico y segundo los desmentidos oficiales sobre el levantamiento del Campo de Mayo y las adustas intenciones del coronel Flappa. El administrador había interrumpido la lectura del documento a las seis menos cinco para encender su transsistor japonés y mantenerse, según afirmó previo pedido de disculpas, en contacto con los hechos. Frase que determinó en Oliveira la inmediata aplicación del gesto clásico de los que se han olvidado algo en el zaguán (y que al fin y al cabo, pensó el administrador tendría que admitir como otra forma de contacto con los hechos) y a pesar de las miradas fulminantes de Traveler y Talita se largó sala afuera por la primera puerta a tiro y que no era la misma por la que había entrado.
De un par de frases del documento había inferido que la clínica se componía de planta baja y cuatro pisos, más un pabellón en el fondo del jardín. Lo mejor sería darse una vuelta por el patio-jardí, si encontraba el camino, pero no hubo ocasión porque apenas había andado cinco metros un hombre joven en mangas de camisa se le acercó sonriendo, lo tomó de una mano y lo llevó , balanceando el brazo como los chicos, hasta un corredor donde había no pocas puertas y algo que debía ser la boca de un montacargas. La idea de conocer la clínica de la mano de un loco era sumamente agradable, y lo primero que hizo Oliveira fue sacar cigarrillos para su compañero, muchacho de aire inteligente que aceptó un pitillo y silbó satisfecho. Después resultó que era un enfermo y que Oliveira no era un loco, los malentendidos usuales en esos casos. El episodio era barato y poco promisorio, pero entre piso y piso Oliveira y Remorino se hicieron amigos y la topografía de la clínica se fue mostrando desde adentro, con anécdotas, feroces púas contra el resto del personal y puestas en guardia de amigo a amigo. Estaban en el cuarto donde el doctor Ovejero guardaba sus cobayos y una foto de Mónica Vitti, cuando un muchacho bizco apareció corrieno para decirle a Remorino que si ese señor que estaba con él era el señor Horacio Oliveira, etcétera. Con un suspiro, Oliveira bajó dos pisos y volvió a la sala de la gran tratativa donde el documento se arrastraba a su fin entre los rubores menopáusicos de la Cuca Ferraguto y los bostezos desconsiderados de Traveler. Oliveira se quedó pensando en la silueta vestida con un pijama rosa que había visto al doblar un codo del pasillo del tercer piso, un hombre ya viejo que andaba pegado a la pared acariciando una paloma como dormida en su mano. Exactamente en el momento en que la Cuca Ferraguto soltaba una especie de berrido.
-¿Cómo que tienen que firmar el okery?
-Cállate, queida -dijo el Dire-. El señor que quiere significar...
-Está bien claro -dijo Talita que siempre se había entendido bien con la Cuca y la quería ayudar-. El traspaso exige el consentimiento de los enfermos.
-Pero es una locura -dijo la Cuca muy ad hoc.
-Mire, señora -dijo el administrador tirándose del chaleco con la mano libre-. Aquí los enfermos son muy especiales, y la ley Méndez Delfino es de lo más clara al respecto. Salvo ocho o diez culias familias ya han dado el okey, los otros se han pasado la vida de loquero en loquero, si me permite el término, y nadie responde por ellos. En ese caso la ley faculta al administrador para que, en los periodos lúcidos de estos sujetos, los consulte sobre si están de acuerdo en que la clínica pase a un nuevo propietario. Aquí tiene los artículos marcados -agregó mostrándoleun libro encuadernado en rojo de donde salían unas tiras de la Razón Quinta-. Los lee y se acabó.
-Si he entendido bien –dijo Ferraguto-, ese trámite debería hacerse de inmediato.
-¿Y para qué se cree que los he convocado? Usted como propietario y estos señores como testigos: vamos llamando a los enfermos, y todo se resuelve esta misma tarde.
-La cuestión –dijo Traveler-, es que los puntos estén en eso que usted llamó periodo lúcido.
El administrador lo miró con lástima, y tocó un timbre. Entró Remorino de blusa, le guiñó el ojo a Oliveira y puso un enorme registro sobre una mesita. Instaló una silla delante de la mesita, y se cruzó de brazos como un verdugo persa. Ferraguto, que se había apresurado a examinar el registro con aire de entendido, preguntó si el okey quedaría registrado al pie del acta, y el administrador dijo que sí, para lo cual se llamaría a los enfermos por orden alfabético y se les pediría que estamparan la millonaria mediante una rotunda Birome azul. A pesar de tan eficientes preparativos, Traveler se emperró en insinuar que tal vez alguno de los enfermos se negara a firmar o cometiera algún acto extemporáneo. Aunque sin atreverse a apoyarlo abiertamente, la Cuca y Ferraguto estaban pendientes-de-sus-palabras.
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