terça-feira, 29 de agosto de 2023

Las Poetisas del Amor - Delmira Agustini (Uruguay)

Delmira Agustini- 32


poetisa vítima de feminicídio...

O intruso

Amor, a noite foi trágica e chorosa
Quando sua chave de ouro cantou na minha fechadura;
Então a porta aberta na sombra arrepiante
Sua forma era um ponto de luz e brancura.

Tudo aqui foi iluminado pelos seus olhos de diamante;
Seus lábios de frescor beberam em minha xícara,
E sua cabeça perfumada descansou no meu travesseiro;
Eu amei sua bochecha e amei sua loucura.

E hoje eu rio se você rir, e canto se você cantar;
E se você dormir, eu durmo como um cachorro com suas plantas!
Hoje carrego até na minha sombra o seu cheiro primaveril;

E tremo se sua mão toca a fechadura;
E eu abençoo a noite escura e soluçante
Que sua boca precoce floresceu em minha vida!


Delmira

Neste quarto alugado, ela foi citada pelo homem que fora seu marido; e querendo tê-la, querendo mantê-la, ele a amou e a matou, matando-se depois.

Os jornais uruguaios publicam a foto do corpo deitado ao lado da cama, Delmira morta a tiros por dois tiros de revólver, nua como seus poemas, as meias caídas, toda desvestida de vermelho:

-Vamos mais adentro da noite, vamos...

Delmira Agustini escreveu em transe. Ela cantou às febres do amor sem dissimulações modestas, e foi condenada por aqueles que punem nas mulheres o que aplaudem nos homens, porque a castidade é um dever feminino e o desejo, como a razão, um privilégio masculino. No Uruguai, as leis caminham à frente do povo, que ainda separa a alma do corpo como se fosse a Bela e a Fera. De modo que diante do cadáver de Delmira se derramam lágrimas e frases sobre tão sensível perda das letras nacionais, mas no fundo os enlutados suspiram de alívio: 

a morta, está morta, e é melhor assim.

Mas ela está morta? Não serão todos os amantes que ardem nas noites do mundo sombras da sua voz e ecos do seu corpo? Não lhe farão um cantinho nas noites do mundo para que sua boca solta cante e seus pés resplandecentes dancem?

(Eduardo Galeano)


VIENE...

Blandos preludios,
Nievan orquídeas opalinas, pálidas;
Lánguidos lirios soñolientos riman

Estrofas perfumadas.
Hay roces blancos, leves,
Hay notas leves, blancas...
.....................................................
Viene... es ella, es mi musa,
La suave niña de los ojos de ámbar;
Es mi musa enfermiza: la ojerosa,
La más honda y precoz, la musa extraña!

Es pálida, muy pálida, en sus ojos
Bate el Enigma sus pesadas alas;
En las cadencias de su blanda marcha
Los misterios desmayan...
Es la musa enfermiza, la ojerosa,
La más honda y precoz, la musa extraña!
......................................................
Viene... no trae lira
La suave niña de los ojos de ámbar...
Ella canta sin lira,
Mi dulce musa extraña!
Sus lánguidos arpegios,
Sus vibraciones de pasión, arranca,
Con angustias que crispan,
¡A las fibras sensibles de su alma!
.......................................................
¡Ven, canta, canta!
¡Oh, mi musa enfermiza!
¡Oh, mi musa precoz, mi musa extraña!


CAPRICHO
Al Excelso escritor uruguayo Manuel Medina Betancort

Entre el raso y los encajes de la alcoba parisina
La enfermiza japonesa, la nostálgica ambarina,
Se revuelve en las espumas de su lecho de marfil;
El incendio de la fiebre ha pintado en sus mejillas
-Sus mejillas japonesas como rosas amarillas-
Sangraciones de claveles, centelleos de rubí.

Vibra en llamas del delirio la muñeca principesca,
Se estremecen los marfiles de su faz miniaturesca,
Su pupila enloquecida lanza chorros de fulgor;
Burbujeantes las palabras efervescen locamente
Con hervores de champaña de su boca balbuciente,
De su boca de topacio, moribunda, sin frescor.

Sueña ahora de su infancia: blancas, leves las visiones
Van pasando juguetonas en alígeras legiones,
Con sus vestes de albas gasas, con sus nimbos de claror;
Nievan lirios, perlas, rosas, rosas blancas como espumas,
Avecillas eucarísticas, suaves copas de albas plumas,
Son las aves del recuerdo, van diciendo su canción.

Cruza ahora misteriosa, inefable, aristocrática
Una pálida figura de expresión honda, enigmática,
Perezosos movimientos, fatigoso, lento andar;
En sus ojos tristes, suaves, hay miradas que sollozan,
Hay reproches hondos, dulces, que acarician, que destrozan,
Con la blanda inconsistencia del enojo maternal.
......................................................................
......................................................................
Extinguióse ya la fiebre, la enfermita no delira,
Centellea en sus pupilas el sol rojo de la ira
Y sus brazos se retuercen como sierpes de marfil;
Brota un nombre de sus labios entre espuma y maldiciones,
Su nacáreo cuerpecito se revuelca en convulsiones,
Tremular de lirio enfermo, sacudidas de jazmín.

Es que vibra en su cerebro con malditas resonancias
El recuerdo del lord rubio de imperiales arrogancias,
El altivo millonario de los ojos de zafir,
El que en redes misteriosas de promesas quebradizas,
Apresó el pájaro blanco de su almita asustadiza
Arrancándola a sus padres, sus ensueños, su país.
...................................................................
Y en la cárcel principesca de la alcoba parisina
La olvidada japonesa, la nostálgica ambarina
Desfallece sofocada por agónico estertor,
¡Oh, mimosa susceptible, por un soplo deslucida!
Devolviérale la gracia, devolviérale la vida
Una gota de cariño, un efluvio de su sol!

En sus ojos, hondos cauces, hay un algo extraño, helado,
Reflectores de la muerte, ésta en ellos se ha mirado
Y es su imagen la que flota en su fondo de carey,
Pero... súbito se animan, arde en ellos la alegría,
Alegría de muriente con vislumbres de sombría,
La enfermita vibra toda su figura de poupée;

Sus deditos finos, pálidos, como niños macilentos,
Han tomado, y ahora oprimen con nerviosos movimientos
Un marchito crisantemo; blanco hermano del Japón!
Él también sufre nostalgias, hondas, diáfanas, impías
Abejillas de oro y ópalo que se clavan lentas, frías,
En el glóbulo de aromas de su raro corazón.

La enfermita las comprende, las nostalgias amarillas
Del pequeño moribundo, y le acerca a sus mejillas
Y a sus labios en arranques de cariño fraternal,
Es su hermano, sí, es su hermano ese copo de albo lino,
Como ella agonizante, como ella nacarino,
Como ella desmayando en lujosa soledad.
..................................................................
..................................................................
Duerme, duerme la enfermita entre cirios de oro escuálidos
Hay un muerto crisantemo en sus dedos finos, pálidos,
Su cajita funeraria es estuche de blancor.
...................................................................
En lo alto: al regio alcázar del Eterno, del Clemente,
Entre angélicos festejos, leve, diáfana, sonriente,
Llega el alma de una niña, trae el alma de una flor!



LA DUDA

Vino: dos alas sombrías
Vibraron sobre mi frente,
Sentí una mano inclemente
Oprimir las sienes mías.

Sentí dos abejas frías
Clavarse en mi boca ardiente;
Sentí el mirar persistente
De dos órbitas vacías.

Llegó esa mirada ansiosa
A mi corazón deshecho,
Huyó de mí presurosa
Para no volver, la calma,
Y allá en el fondo del pecho
Sentí morirse mi alma!



FANTASMAS

Célicas legiones de hadas vaporosas
En vaivén gracioso van y van pasando;
Son las ilusiones tenues, sonrosadas,
Son los sueños níveos, impalpables, diáfanos.
Llegan a mi oído y al pasar se inclinan.
Himnos de esperanza quedo susurrando;

Son las ilusiones,
Los ensueños blancos,
Que entre frescas rosas y espumosos lirios
En bajel dorado,
Suaves nos deslizan
A través del mundo, ¡piélago encrespado!
Arrojando flores
Sobre los escollos que encuentran al paso!
........................................................
Son las ilusiones
Los ensueños blancos,
Son los compañeros,
Los amigos dulces de los pocos años.
........................................................
Son las ilusiones
Los ensueños blancos.
.........................................................
Los celestes bandos de hadas vaporosas
En vaivén gracioso van y van pasando,
Himnos de esperanza
Quedo susurrando,
Son las ilusiones,
Los ensueños blancos.
.........................................................
Pero, ¡cosa extraña! Mis risueñas hadas
Las pupilas ígneas abren con espanto.
Aterrados huyen
Los alegres bandos...
Siento frío... tiemblo... Junto a mí se yergue
Un fantasma raro,
De pupilas negras, insondables, duras,
De ambarino cutis y terrosos labios.
Cúbrelo un espeso,
Renegrido manto.
Todo en él es frío, ¡hasta de sus ojos
El fulgor extraño!
Fuego incomprensible, que cegando hiela;
Fuego inexplicable, que deslumbra enfriando;
Viene a mí, se inclina; sus pupilas negras
Sobre mí ha fijado,
Mi aterido cuerpo
Tiembla y se contrae en terrible espasmo.
El fantasma oprime mi marmórea frente
Con su dedo helado;
Y fijando ahora su mirada dura
En mis níveos sueños que ya están lejanos,
Con desprecio y odio
Agitado mueve los terrosos labios.
Luego a mí se vuelve
Y hacia sí me trae en estrecho abrazo;
A mi oído acerca su nerviosa boca,
Con acento intenso, convincente, trágico,
-¡¡Mienten!! -dice- ¡¡Mienten!! -Luego me abandona
Y se va, dejando
En mi frente, impresa,
La invisible huella de su dedo helado!
.........................................................
¡Pobres ilusiones!
¡Pobres sueños blancos!
.........................................................
Ha pasado el tiempo
Sobre mí; los años
Con profundas huellas
Marcaron su paso,
Y jamás han vuelto
Ni las ilusiones, ni los sueños blancos.
¡Pobres ilusiones!
¡Pobres sueños blancos!
Es que aquel fantasma demacrado y frío
Era el Desengaño;
Y al tocar mi frente dejó en ella impresa
la indeleble huella de su dedo helado!
...........................................................
¡Pobres ilusiones!
¡Pobres sueños blancos!


Delmira Agustini - El intruso




El intruso

Amor, la noche estaba trágica y sollozante
Cuando tu llave de oro cantó en mi cerradura;
Luego, la puerta abierta sobre la sombra helante
Tu forma fue una mancha de luz y de blancura.

Todo aquí lo alumbraron tus ojos de diamante;
Bebieron en mi copa tus labios de frescura,
Y descansó en mi almohada tu cabeza fragante;
Me encantó tu descaro y adoré tu locura.

¡Y hoy río si tú ríes, y canto si tú cantas;
Y si tú duermes, duermo como un perro a tus plantas!
¡Hoy llevo hasta en mi sombra tu olor de primavera;

Y tiemblo si tu mano toca la cerradura;
Y bendigo la noche sollozante y oscura
Que floreció en mi vida tu boca tempranera!


__________________

Delmira Agustini nasceu em Montevidéu em 24 de outubro de 1887. Muito cedo escreveu seus primeiros poemas e desde 1902 colabora em periódicos nacionais e estrangeiros. Em 1907 publicou sua primeira coleção de poemas, El libro blanco, seguida por Cantos de la mañana (1910) e Los calices vacíos (1913). Ela morreu tragicamente em 6 de julho de 1914 em Montevidéu.

Los Poetas del Amor... José Eustasio Rivera (Colombia)

Los Poetas del Amor (98)



Esta noite a paisagem sonhadora desaparece
com a suave carícia da luz lunar;
nas montanhas há lenha, e minha jangada que brilha
Está apagando estrelas sobre a água estelar.



ESTA NOCHE

Esta noche el paisaje soñador se niquela
con la blanda caricia de la lumbre lunar;
en el monte hay cocuyos, y mi balsa que riela
va borrando luceros sobre el agua estelar.

El fogón de la prora, con su alegre candela,
me enciende en oro trémulo como a un dios tutelar;
y unos indios desnudos, con curiosa cautela,
van corriendo en la playa para verme pasar.

Apoyado en el remo avizoro el vacío,
y la luna prolonga mi silueta en el río;
me contemplan los cielos, y del agua al rumor

alzo tristes cantares en la noche perpleja,
y a la voz del bambuco que en la sombra se aleja,
la montaña responde con un vago clamor.



EN UN BLOQUE SALIENTE

En un bloque saliente de la audaz cordillera
el cóndor soberano los jaguares devora;
y olvidando la presa, las alturas explora
con sus ojos de un vivo resplandor de lumbrera.

Entre locos planetas ha girado en la esfera;
vencedor de los vientos, lo abrillanta la aurora,
y al llenar el espacio con su cauda sonora,
quema el sol los encajes de su heroica gorguera.

Recordando en la roca los silencios supremos,
se levanta al empuje colosal de sus remos;
zumban ráfagas sordas en las nubes distantes,

y violando el misterio que en el éter se encierra,
llega al sol, y al tenderle los plumones triunfantes
va corriendo una sombra sobre toda la tierra.



CON PAUSADOS VAIVENES

Con pausados vaivenes refrescando el estío,
la palmera engalana la silente llanura;
y en su lánguido ensueño, solitaria murmura
ante el sol moribundo sus congojas al río.

Encendida en el lampo que arrebola el vacío,
presintiendo las sombras, desfallece en la altura;
y sus flecos suspiran un rumor de ternura
cuando vienen las garzas por el cielo sombrío.

Naufragada en la niebla, sobre el turbio paisaje
la estremecen los besos de la brisa errabunda;
y al morir en sus frondas el lejano celaje,

se abandona al silencio de las noches más bellas,
y en el diáfano azogue de la linfa profunda
resplandece cargada de racimos de estrellas.



SOY UN GRÁVIDO RÍO...

Soy un grávido río, y a la luz meridiana
ruedo bajo los ámbitos reflejando el paisaje;
y en el hondo murmullo de mi audaz oleaje
se oye la voz solemne de la selva lejana.

Flota el sol entre el nimbo de mi espuma liviana;
y peinando en los vientos el sonoro plumaje,
en las tardes un águila triunfadora y salvaje
vuela sobre mis tumbos encendidos en grana.

Turbio de pesadumbre y anchuroso y profundo,
al pasar ante el monte que en las nubes descuella
con mi trueno espumante sus contornos inundo;

y después, remansado bajo plácidas frondas,
purifico mis aguas esperando una estrella
que vendrá de los cielos a bogar en mis ondas.



MIENTRAS LAS PALMAS TIEMBLAN...

Mientras las palmas tiemblan, un arrebol ligero
en solitarias ciénagas disuelve su rubí;
todo se apesadumbra, y hacia lejano estero,
sonroja en el crepúsculo sus alas un neblí.

Algo desconocido del horizonte espero...
¡Vana ilusión! Nublóse la franja carmesí;
ya suspiró la tierra bajo el primer lucero,
y siento que otros seres lloran dentro de mí.

Me borrará la noche. Mañana otro celaje;
¿y quién cuando yo muera consolará el paisaje?
¿Por qué todas las tardes me duele esta emoción?

Mi alma, nube de ocaso, deja lo que perdura;
y como es mi destino sufrir con la Natura,
se apagan los crepúsculos entre mi corazón.



La 'Lolita' de José Eustasio Rivera





La Vorágine





_________________

José Eustasio Rivera nasceu em Neiva, Colômbia, em 1889, e morreu em Nova York, em dezembro de 1928. Foi professor normal em 1909 e doutor em direito pela Universidade Nacional de Bogotá em 1917. Após ser deputado ao Congresso, ocupou o cargo de inspetor governamental nas explorações petrolíferas da região de Magdalena e, posteriormente, integrou a comissão de delimitação de fronteiras entre seu país e a Venezuela. Estas encomendas levaram-no de volta à mesma selva que fazia fronteira com a sua cidade natal, e é esta selva que inspira a criação literária do autor, recuperando nele as raízes da sua infância e a fantasia da sua juventude.
A sua primeira obra é um livro de poemas Tierra de promisión (1921), com o qual alcançou alguma notoriedade. Mas é a sua segunda e última obra, La Vorágine, que faz de Rivera um clássico da narrativa realista pré-mágica, a ponto de ser considerado por muitos como o grande romance de selva latino-americano.
Foi um poeta e romancista que nas suas escritas denunciou de forma contundente os exploradores de borracha no norte da Amazónia.

"...Aqueles que um dia acreditaram que minha inteligência irradiaria extraordinariamente, como um halo de minha juventude; aqueles que se esqueceram de mim assim que minha planta caiu na desgraça; aqueles que, ao se lembrarem de mim, às vezes pensam em meu fracasso e se maravilham por que não fui o que poderia ter sido, saiba que o destino implacável me arrancou da prosperidade incipiente e me jogou nos pampas, para que eu vagasse, como os ventos, e me extinguisse, como eles, não deixando nada além de barulho e desolação. "

sábado, 26 de agosto de 2023

Memórias - 21 a solidão

No se puede hacer la revolucion sin las mujeres

Livro Um

baitasar

Memórias

21 – a solidão

a voz de Blanca pertencia ao seu nariz, ainda que ela saísse em parte pela boca, quando sussurrava alguma confidência ficava claro que o mandante era el nariz, me atinei com isso passado tantos outros tiempos que ficaram sem memórias

lembro de mi hermana invencionando histórias, acostumbrando mis miedos com aqueles espíritos na penumbra dos tocos de vela, suas historietas e cantorias siempre tenían mi madre viva, caminhando por nossa cabana, abraçando e cantando para as hijas del papá

certa vez, Blanca escondeu tanto sua voz que parecia saída de las ventanas, repetia que à noite, o brilho branco da lua aparecia nos ojos de mi madre, feixes lustrosos que envolviam papá hasta que disfrutó del goce de su hombre

foi em um desses encantamentos que mamá arredondou a barriga de nuevo, as noites passaram a ser iluminadas por uma lua cheia, redonda y brillante que viajaba en cielo de la boca del papá

naquela Montaña de mestiços invisíveis, o lábio leporino era visto como um sinal de bondade dos deuses com todos os outros, para nossa gente, Blanca foi escolhida para lembrar aos demais da própria perfeição

assim, a memória do cotidiano de abandonos e desistências seria derrotada pelas belezas e alegrias daquela mulher marcada entre las mujeres y los hombres de maíz, sorrir apesar das aparências, amar apesar da dor, cantar apesar dos silêncios, dançar apesar da fome, acreditar apesar das mentiras, lembrar as promessas nunca prometidas

Blanca, una mujer sagrada, e ali, entre los mestizos de la Montaña, o sagrado era o lindo e o homem que a tocou afeiçoado ficou, ele não viu feiura ou tristeza, apenas apego, apetite, cobiça, cuidado, zelo, respeito, a aventura do encantamento

as mãos passaram a guardar nas memórias do próprio corpo as umidades, o buço retinha o gosto bom de estar vivo ali enquanto ela vive, gemia de contentamento ao entrar pelo convite dos olhos até o gozo derramado entre tremores, súplicas, beijos e carícias, feito a neve que se desmancha ao sol

é isso, os beijos e as línguas que sabem dizer suas vontades acalmam até o desfalecimento os caprichos, descasos e desinteresses, a busca do contentamento sem constrangimentos, Blanca, mi bella mujer, teus beijos desadormecem minha língua perdida em lambidas, carícias, silêncios, entre tuas rachaduras úmidas e descomplicadas.

os sussurros del hombre acendiam aquela meia-luz de tocos de velas

meu rosto queimava de curiosidade, medo e vergonha, naquela penumbra e sua chama amarelada, cheiros de suor e cera, zumbidos e gemidos, creio que Blanca também olhava papá y su madre o papá y mi madre

para mim restava a solidão esperando o sono chegar, olhando para o teto, pensando, pensando, queria sonhar bons sonhos, gosto de ficar imaginando coisas que poderia ter feito, talvez a possibilidade de tentar salvar o mundo, construir felicidade para os mestiços de la Montaña de maíz, excluídos de qualquer possibilidade, excluídos até da possibilidade do sonho, mostrar que o sonho é possível e que um mundo diferente é possível

juro que são as bobagens mais sérias, mais verdadeiras, mais profundas que passam e ficam em mim


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Memórias - 21 a solidão

sexta-feira, 25 de agosto de 2023

O violão e a voz do Tiago Marques

Corra e Olha o Céu




Linda!
Te sinto mais bela
Te fico na espera
Me sinto tão só
Mas
O tempo que passa
Em dor maior
Bem maior

Linda!
No que se apresenta
O triste se ausenta
Fez-se a alegria
Corra e olha o céu
Que o Sol vem trazer
Bom dia

Ai, corra e olha o céu
Que o Sol vem trazer
Bom dia

Linda!
Te sinto mais bela
Te fico na espera
Me sinto tão só
Mas
O tempo que passa
Em dor maior
Bem maior

Linda!
No que se apresenta
O triste se ausenta
Fez-se a alegria
Corra e olhe o céu
Que o Sol vem trazer
Bom dia

Ai, corra e olhe o céu
Que o Sol vem trazer
Bom dia

Composição: Cartola






Violão: Tiago Marques
Cavaquinho: Michel Padão


Dostoiévski - O Idiota: Primeira Parte (16a) - É autêntica

O Idiota


Fiódor Dostoiévski

Tradução portuguesa por José Geraldo Vieira

Primeira Parte

16.

- É autêntica - anunciou finalmente Ptítsin. dobrando a carta e a devolvendo ao príncipe. 

- Sua tia deixou um testamento em ordem, mercê do qual o senhor se empossará de uma enorme fortuna, sem a menor dificuldade.

- Não pode ser...! - E o brado do general soou como um tiro de pistola. Todos ficaram outra vez boquiabertos de assombro.

Ptítsin explicou então, dirigindo-se mais ao general do que aos circunstantes. que, segundo os termos da carta, o príncipe perdera, havia cerca de cinco meses, uma tia que o não chegara a conhecer pessoalmente, irmã mais velha de sua mãe e filha de um comerciante de Moscou, membro da terceira ghilda ou categoria, um tal Papúchin que morrera na pobreza após uma falência. Mas que esse Papúchin tinha um irmão que lhe sobrevivera ainda bastante tempo. Tratava-se de um rico comerciante, conhecidíssimo que, tendo perdido no mesmo mês os dois filhos, vira piorado com esse desgosto o seu já péssimo estado de saúde, morrendo logo a seguir. Viúvo, não tinha no mundo outro herdeiro a não ser a sobrinha, a tia do príncipe, mulher então totalmente pobre, sem nada de seu. Mas que a coitada herdara quando a bem dizer já estava também para morrer, vítima de uma hidropisia; tivera, porém, tempo e modo de, pensando no sobrinho distante, fazer testamento, servindo-se em tal conjuntura do advogado Salázkin. Todavia, nem o príncipe nem o médico a cujo cargo ele estava na Suíça, se tinham decidido a esperar pela notificação oficial. O príncipe, uma vez com a comunicação de Salázkin em mãos, resolvera pôr-se a caminho a fim de entabular averiguações. - Desde já lhe posso assegurar, e acho que isso chega - concluiu Ptítsin, voltando-se de novo para o príncipe -, que o caso é verdadeiro e mais do que exato no que respeita à fortuna, e que tudo quanto Salázkin lhe participa é autentico e incontestável, o que equivale a já estar o senhor com o dinheiro no bolso. Congratulo-me com o senhor, meu caro príncipe! Trata-se de um milhão e meio, ou possivelmente mais. Papúchin era um comerciante riquíssimo.

- Viva o último dos príncipes Míchkin - berrou Ferdichtchénko.

- Hurra! - rosnou Liébediev com sua voz de bêbado.

“Pobrezinho! E não é que lhe emprestei esta manhã vinte e cinco rublos? Ah! Ah! Ah! Um conto de fadas, é o que isto é!” -raciocinou o general quase estupidificado de assombro. 

- Bem, congratulo-me com o senhor, congratulo-me com o senhor! - acrescentou em voz alta. 

E, levantando-se foi abraçar o príncipe. Os demais também se levantaram, rodeando o príncipe. Mesmo aqueles que se tinham retirado para detrás da cortina reentraram na sala de visitas. O falatório e as exclamações produziam algazarras, sendo que até se ouviu quem bradasse por champanha. O rebuliço excitava a todos, a ponto de por um instante esquecerem Nastássia Filíppovna e o fato de que eram seus convidados. Mas, pouco a pouco e a todos ao mesmo tempo, ocorreu ter ele acabado de lhe fazer uma oferta de casamento. A situação agora se lhe apresentava por seu absurdo patético, três vezes mais extraordinAria do que antes. Assombrado, Tótskii encolheu os ombros e foi a única pessoa que não se pôs de pé, tendo ficado como estava, enquanto todo o mundo começou a se aglomerar em desordem ao redor da mesa. Houve, mais tarde, quem asseverasse que fora naquele momento que Nastássia Filíppovna ficara louca.

Ainda estava sentada e começou a olhar à sua volta com um estranho e espantado olhar, como se não atinasse e estivesse tentando apreender o que acontecera. Depois, subitamente, se virou para o Príncipe e, com o cenho fechado e ameaçador, o fixou com atenção. Mas isso durou pouco: talvez cuidasse que tudo era brincadeira e mofa. Mas a expressão do príncipe acabou por certificá-la. Refletiu um pouco; depois, sorriu de um modo ainda vago, como sem saber por quê. 

- Então, sou uma princesa de verdade! - ciciou para consigo mesma, como se estivesse zombando E, acontecendo olhar para Dária Aleksiéievna, deu uma gargalhada - Que fim surpreendente... nunca esperaría Mas por que estão todos de pé, amigos? Por favor, sentem-se! Congratulem-se comigo e com o príncipe! Quem foi que pediu champanha? Ferdichtchénko trate disso. Kátia, Pácha, venham cá! (Descobrira repentínamente as criadas lá na entrada.) Sabem vocês duas que eu vou me casar? Pois ouçam. Aqui com o príncipe. Ele tem um milhão e meio. É o Príncipe Míchkin e vai casar comigo.

- E olhe que é um bom partido, mátuchka. Calhou bem. Não perca a ocasião. - o conselho era de Dária Aleksiéievna, tremendamente comovida pelo que se tinha passado.

- Sente-se aqui ao meu lado, príncipe - chamou, Nastássia Filíppovna - Isto, assim. Ah! Já estão trazendo champanha. Congratulemo-nos, amigos!

Hurra! - gritaram numerosas vozes.

Muitos se agruparam logo em volta das garrafas e entre eles estavam quase todos os companheiros de Rogójin. Mas embora soltassem exclamações e não estivessem dispostos a parar tão cedo, ainda assim alguns houve que, apesar da estranheza das circunstâncias e do ambiente, perceberam que a situação tinha mudado. 

Outros estavam desnorteados e esperavam com desconfiança. Mas houve quem sussurrou que não havia nada de mais naquilo, pois os príncipes estavam dando, ultimamente, para se casarem com não importava que classe de mulheres, até mesmo com raparigas de campos de ciganos. Rogójin, porém, separado de todos, estarrecido, tinha a cara contraída em um sorriso fixo enigmático.  

- Príncipe, meu caro amigo, pense no que vai fazer - murmurou o general com apreensão, aproximando-se furtivamente do príncipe e puxando-o pela manga.

Nastássia Filíppovna notou isso e deu nova gargalhada. 

- Não, general! Agora sou uma princesa, está ouvindo? E o príncipe não permitirá que eu seja insultada. Afanássii Ivánovitch, congratule-se comigo, você também. Agora posso sentar-me ao lado de sua esposa, esteja ela onde estiver. Que acha, não é uma pechincha, um marido como este? Um milhão e meio e um príncipe e ainda por cima um idiota, dizem eles. Que pode haver de melhor? A verdadeira vida está começando agora, para mim. Você veio muito atrasado, Rogójin. Leve outra vez o seu dinheiro. Vou me casar com o príncipe e sou mais rica do que você!

Rogójin, porém, resolveu tomar conta da situação. Com uma expressão de indizível sofrimento na cara juntou as mãos, e um grunhido partiu do seu peito. - Largue-a! - gritou para o príncipe.

Houve gargalhadas.

- Largá-la para quem? Para você? - perguntou Dária Aleksiéievna, de modo triunfante. - Estúpido, atreve-se a arrojar o dinheiro dessa forma sobre a mesa! Quem vai se casar com ela é o príncipe! Você entrou aqui só para fazer estardalhaço! 

- Eu também quero casar com ela! Quero casar com ela neste minuto. Dou o que pedir! 

- Saia daí, seu bêbado de rua! Você devia mais era ser jogado pela janela! - exprobrava-o Dária Aleksiéievna, indignadíssima. 

As gargalhadas agora eram mais altas do que antes.

- Está ouvindo, príncipe? - perguntou Nastássia Filíppovna, voltando-se. - É assim que um mujique arrebata a noiva! - É porque bebeu muito! E é sinal de um grande amor! - E não se sentirá envergonhado depois, príncipe, ao se lembrar de que sua noiva quase saiu com Rogójin? 

- Vós estáveis com febre e estais ainda agora em delírio.

- E não se sentirá enrubescer quando lhe disserem depois que sua mulher viveu com Tótskii no papel de amante?

- Por que me hei de envergonhar?... Não foi vontade vossa ter estado com Tótskii.

- E nunca me exprobrará por isso?

- Nunca. 

- Olhe lá... Não responda pela vida inteira.

- Nastássia Filíppovna - disse o príncipe, vagarosamente e como se estivesse compadecido dela - acabei de dizer-vos ainda agora que tomaria vosso consentimento como uma honra conferida a mim e não a vós. Sorristes àquelas palavras e houve quem risse de nós. Pode ser que eu me tenha expressado de forma ridícula e que me tenha tornado ridículo, eu próprio! Mas penso que sempre entendi o sentido de honra e, portanto, estou certo de que o que eu disse é verdade. Vós vos quisestes arruinar ainda agora irrevogavelmente. E nunca vos perdoaríeis por isso, depois. Mas vós não mereceis censura alguma. Vossa vida não pode ser arruinada assim. Que importa que Rogójin tenha aparecido e que Gavríl Ardaliónovitch vos tenha ludibriado? Por que haveis de persistir nessa obstinação? Repito-vos que quase ninguém faria o que fizestes. Quanto à vossa decisão de vos irdes com Rogójin, estáveis doente quando vos acudiu esse plano. E doente ainda estais; devíeis ir para a cama. Se tivésseis saído com Rogójin, no dia seguinte iríeis ser até lavadeira; não suportaríeis viver com ele. Sois altiva, Nastássia Filíppovna; talvez sejais tão infeliz que realmente vos cuidais digna de censura. Precisais bem quem olhe por vós, Nastássia Filíppovna. Eu olharei por vós. Ainda esta manhã, ao ver o vosso retrato, senti uma coisa assim como se vos estivesse reconhecendo, como se já vos tivesse socorrido... Respeitar-vos-ei toda a minha vida, Nastássia Filíppovna. 

O príncipe acabou. E tinha o ar de se estar lembrando de uma coisa súbita. Enrubesceu e então teve consciência da classe e gente em cuja presença dissera aquilo. 

Ptítsin abaixou a cabeça, humilhado. Tótskii pensou consigo mesmo: “É um idiota, mas sabe que a adulação é o melhor meio de prender uma pessoa, e faz isso por instinto”. O príncipe notou em um canto também, os olhos de Gánia, fulgurando para ele como se o quisessem consumir

- Que grande coração! - pronunciou Dária Aleksiéievna emocionadíssima. 

- Um homem fino, mas votado à ruína - ciciou o general Tótskii, tomou o chapéu e estava para levantar-se e esgueirar-se, olhando porém de esguelha para o general, fazendo-o compreender que deviam sair juntos.

- Obrigada, príncipe. Nunca ninguém me falou deste modo - disse Nastássia Filíppovna. - Tentaram sempre comprar-me, mas nenhum homem decente pensou em se casar comigo. Ouviu Afanássii Ivánovitch? Que acha de tudo isso que o príncipe disse? Foi um pouco impróprio, não acha?... Rogójin, não se vá ainda. Perdão, pensei que ia indo. Quem sabe se, no fim de tudo, não é com você que me irei? Para onde pensava você levar-me?

- Para Ekaterinhóf! - informou Liébediev, lá do seu canto.

Rogójin contentou-se em pasmar, contemplando-a com os olhos muito esgazeados, como se não acreditasse em seus sentidos de ver e ouvir. Jazia completamente zonzo, como se tivesse levado uma pancada na cabeça.

- Que é que estás pensando, querida? Qual! Estás mesmo doente! Perdeste a cabeça?

- Pensaste que fosse verdade? - riu Nastássia Filíppovna. levantando-se do sofá. - Arruinar uma criança como esta aqui! Isso seria papel para Afanássii Ivánovitch: ele gosta de crianças. Venha, Rogójin. O dinheiro está pronto? Lá isso de querer casar comigo, não! Mesmo assim, passe o dinheiro. Talvez mesmo não me case com você. Pensou que casando comigo ficaria com o dinheiro? Teve tal ideia, hein? Eu sou uma desavergonhada rameira! Fui a concubina de Tótskii... Agora, príncipe, case mas é com Agláia Epantchiná! Se casasse comigo, teria Ferdichtchénko, pelo resto da vida, a apontá-lo com o dedo, escarnecendo de sua coragem. Que não tenha medo, príncipe, compreendo, mas eu terei... Sim, teria medo de arruiná-lo e de vir a ser exprobrada, depois, por isso. Quanto a dizer-me que lhe concedo uma honra, ali está Tótskii que. a tal respeito, lhe pode dizer alguma coisa. E você, Gánia, saiba que perdeu também Agláia Ivánovna. Não tivesse regateado com ela e ela casaria com você. Homens há que são assim, ficam sem optar. quando urge escolher de uma vez para sempre: ou mulheres à-toa. ou mulheres direitas. Do contrário sai barafunda. Olhem só: o general está de boca aberta, muito admirado! 

 - Mas isto é Sodoma... Sodoma! - apostrofou o general encolhendo os ombros.

Não tardou que se levantasse do sofá. Todos os outros se ergueram também. 
Nastássia Filíppovna chegara ao paroxismo da exaltação.



continua página 153..
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quinta-feira, 24 de agosto de 2023

D. Quixote - Cervantes Vol 1 - 1ª Parte L3 Capitulo XXV: Que trata das estranhas coisas que em Serra Morena sucederam

D. Quixote de la Mancha

Miguel de Cervantes

Vol 1

O Engenhoso Fidalgo 
D. Quixote de la Mancha 
Miguel de Cervantes


PRIMEIRA PARTE

LIVRO TERCEIRO

CAPÍTULO XXV

Que trata das estranhas coisas que em Serra Morena sucederam ao valente cavaleiro da Mancha, e da imitação que fez da penitência de Beltenebrós.


Despediu-se D. Quixote do cabreiro, e, tornando a montar em Rocinante, mandou a Sancho o acompanhasse, o que ele fez a pé, de muito má vontade.
A pouco e pouco iam já entrando mais pelo áspero da montanha; e Sancho ia morto por palrar com o amo, mas desejava que principiasse ele a conversação, para não contravir ao preceito recebido; porém, cansado já de tão aturado silêncio, disse:

 — Senhor D. Quixote, deite-me Vossa Mercê a sua bênção, e dê-me licença de me tornar já para minha casa, para minha mulher e meus filhos, com quem ao menos poderei falar à vontade, e departir tudo o que eu quiser, porque isso de querer Vossa Mercê que eu ande em sua companhia por estas solidões de dia e de noite sem lhe falar, em me apetecendo, é o mesmo que enterrar-me em vida. Se ao menos a sorte permitisse que os animais falassem hoje em dia, como no tempo de Guisote, fora meio mal, porque então me entreteria com o meu jumento, se ainda o tivera, quanto me desse na vontade, e com isso disfarçaria a minha desgraça. Em verdade que é desabrida coisa, e mal se pode levar à paciência andar buscando aventuras toda a vida, e não achar senão coices, manteações, pedradas e murros; e ainda por cima um ponto na boca, sem se ousar dizer o que um homem tem no coração, como se fora mudo!...

— Bem te percebo, Sancho — respondeu D. Quixote — estás morrendo por que eu te levante o interdito que te pus na língua; dá-o por levantado, e dize o que quiseres, com a condição de que não há-de durar a licença senão enquanto andarmos por estas serras.

— Seja assim — disse Sancho — fale eu agora, que depois Deus sabe o que será.

E começando imediatamente a gozar do salvo-conduto, disse:

— Que lhe aproveita a Vossa Mercê pôr-se tanto em campo pela tal Rainha Magimasa, ou como se chama? ou que lhe importava que o abade dormisse com ela ou não? Se Vossa Mercê deixara passar isso, que não era da sua alçada, estou certo de que o louco iria seguindo a sua história, e ter-se-iam dispensado a pedrada e os pontapés, e ainda por cima mais de meia dúzia de amolgadelas nas minhas costas. 

— À fé, Sancho — respondeu D. Quixote — que se tu souberas, como eu sei, quão honrada e principal senhora é a Rainha Madasima, havias de dizer que muito sofrido fui eu, que não esborrachei a boca donde tamanhas blasfêmias saíram. Onde se viu jamais impropério tamanho como é dizer, e até pensar, que uma Rainha viva mal encaminhada com um cirurgião? A verdade do caso é que o tal mestre Elisabat, de quem o doido falou, foi varão prudentíssimo, e de ótimo conselho, e serviu de aio e médico à Rainha; mas pensar que fosse ela amiga sua, é disparate merecedor do maior castigo; e, para veres como o Cardênio não sabia o que disse, hás-de te recordar de que no momento em que o disse já estava desvairado.

— Isso também eu digo — atalhou Sancho — e portanto das palavras de um louco ninguém devia fazer caso, porque, se a boa fortuna o não ajudara a Vossa Mercê e lhe deixasse ir o calhau à cabeça como lhe foi ao peito, ficávamos frescos, por termos tomado no ar a palha pela tal minha senhora que Deus confunda; nem o próprio Cardênio por louco se livrara.

— Contra ajuizados e contra loucos — disse D. Quixote — está obrigado qualquer cavaleiro andante a acudir pela honra das mulheres, quem quer que elas sejam, quanto mais pelas Rainhas de tão alta jerarquia e veneração, como foi a Rainha Madasima, a quem eu tributo especial afeição, por suas boas prendas, porque, além de ter sido formosa, foi também mui prudente e mui sofrida em suas adversidades, que as teve em grande número; e os conselhos e companhia do mestre Elisabat de muito proveito lhe foram, para poder levar os seus trabalhos com prudência e sofrimento, e foi disso que o vulgo ignorante mal intencionado tomou ocasião para dizer e imaginar ser ela sua manceba; e mentem, repito, e outras duzentas vezes mentirão todos os que tal pensarem e proferirem. 

— Eu cá não o profiro nem o penso — respondeu Sancho — os outros lá se avenham; e se maus caldos mexerem, tais os bebam. Se foram amancebados ou não, contas são essas que já dariam a Deus; venho da minha vida; não sei mais nada. Que me importam vidas alheias? Quem compra e mente na bolsa o sente; quanto mais, que nu vim ao mundo, e nu me vejo; nem perco nem ganho. E também que o fossem, quê me faz isso a mim? muitas vezes são mais as vozes que as nozes; mas quem pode ter mão em línguas de praguentos, se nem Cristo se livrou delas? 

— Valha-me Deus! — disse D. Quixote — Que de tolices vais enfiando, Sancho! que tem que ver o nosso caso com os adágios que estás arreatando? Por vida tua, homem, que te cales; daqui em diante ocupa-te em esporear o teu asno, quando o tiveres, e não te metas no que te não importa, e entende, com todos os teus cinco sentidos, que tudo quanto eu fiz, faço, ou houver de fazer, é muito posto em razão e mui conforme às regras de cavalaria, que as sei eu melhor que todos os cavaleiros do mundo.

— Ora, senhor meu — respondeu Sancho — é porventura boa regra de cavalaria andarmos nós outros perdidos por estas montanhas, sem caminho nem carreira, à cata de um maníaco, o qual, depois de achado, talvez lhe dê na tonta acabar o que já principiou, não do seu conto, senão da cabeça de Vossa Mercê e das minhas costelas, desfazendo-as inteiramente?

— Torno-te a dizer que te cales, Sancho — disse D. Quixote — porque deves saber que não é só o desejo de atinar com o doido que me traz por estas partes, como o que eu tenho de perfazer nelas uma façanha, com que hei-de ganhar perpétua fama, em todo o mundo conhecido; e tal será, que hei-de com ela pôr o non plus ultra a tudo quanto pode tornar perfeito e famoso um andante cavaleiro. 

— E essa tal façanha será de grande perigo? — perguntou Sancho Pança. 

— Não — respondeu o da Triste Figura — ainda que de tal maneira poderia correr o dado, que nos saísse azar em lugar de sorte; tudo depende da tua diligência.

— Da minha diligência? — replicou Sancho.

— Sim — disse D. Quixote — porque, se voltares depressa donde te quero agora enviar, depressa acabará a minha pena, e terá princípio a minha glorificacão; e como não há razão que te dilate por mais tempo suspenso, à espera do fim a que se encaminham as minhas razões, quero, Sancho, que saibas que o famoso Amadis de Gaula foi um dos mais perfeitos cavaleiros andantes. Não disse bem foi um; foi o único, o primeiro, o mais cabal, e o senhor de todos quantos em seu tempo no mundo houve. Não venha cá D. Belianis, ou outro qualquer, dizer que se lhe igualou, fosse no que fosse; porque se enganam; juro em boa verdade. E é assim, sem dúvida nenhuma; e quando não, que me respondam: se quando qualquer pintor quer sair famoso em sua arte, não procura imitar os originais dos melhores pintores de que há notícia? Esta mesma regra se observa em todos os mais ofícios ou exercícios de monta com que se adornam as repúblicas. Assim o há-de fazer, e faz, quem aspira a alcançar nomeada de prudente e sofrido, imitando a Ulisses, em cuja pessoa e trabalhos nos pinta Homero um retrato vivo de prudência e sofrimento, como também nos mostrou Virgílio na pessoa de Enéias o valor de um filho piedoso e a sagacidade de um valente e entendido capitão, não pintando-os ou descrevendo-os como eles foram, mas sim como deviam ser, para deixar exemplos de suas virtudes aos homens da posteridade. Deste mesmo modo Amadis foi o norte, o luzeiro, e o sol dos valentes e namorados cavaleiros, a quem devemos imitar, todos os que debaixo da bandeira do amor e da cavalaria militamos. Sendo pois isto assim, como é, acho eu, Sancho amigo, que o cavaleiro andante, que melhor o imitar, mais perto estará de alcançar a perfeição da cavalaria. Uma das coisas em que este cavaleiro melhor mostrou a sua prudência, valor, valentia, sofrimento, firmeza e amor, foi quando se retirou, desprezado pela senhora Oriana, a fazer penitência na Penha Pobre, trocando o seu nome pelo de Beltenebrós, nome por certo significativo e próprio para a vida que ele voluntariamente havia escolhido. Ora mais fácil me é a mim imitá-lo nisto, que no fender gigantes, descabeçar serpentes, matar dragões, desbaratar exércitos, fracassar armadas e desfazer encantamentos; e, como estes lugares são tão azados para semelhantes efeitos, não se deve perder a boa ocasião, que ao presente com tanta comodidade me oferece suas guedelhas. 

— Mas enfim — disse Sancho — que é o que Vossa Mercê pretende fazer em tão remotas brenhas? 

— Não te disse já, Sancho — respondeu D. Quixote — que pretendo imitar a Amadis desempenhando-me aqui do papel de desesperado, de sandeu e de furioso, para imitar juntamente ao valoroso D. Roldão, quando topou numa fonte os sinais de ter Angélica, a bela, cometido vileza com Medoro, e de consternado se tornou louco, arrancou as árvores, enturvou as águas das claras fontes, matou pastores, destruiu gados, abrasou choças, derribou casas, arrastou éguas e fez outras cem mil insolências dignas de eterno renome e escritura? E posto que eu não penso imitar a Roldão, Orlando, ou Rotolando (que todos estes três nomes tinha ele) parte por parte em todas as loucuras que fez, disse e pensou, imitá-lo-ei o melhor que puder nas que me parecerem mais essenciais, e talvez também que me contentasse com imitar só a Amadis, que, sem fazer loucuras prejudiciais, senão só de choros e sentimentos, alcançou tanta fama como os que maior a conseguiram.

— A mim me parece — disse Sancho — que os cavaleiros, que isso fizeram, seriam primeiro provocados, e alguma causa teriam para cometerem esses destemperos e penitências; porém Vossa Mercê que razão tem para enlouquecer? que dama o desprezou? ou que sinais achou para suspeitar que a Senhora Dulcinéia del Toboso fizesse algumas tolices com mouro ou com cristão?

— Aí bate o ponto — respondeu D. Quixote — aí é que está o fino do meu caso; ensandecer um cavaleiro andante com causa não é para admirar nem agradecer: o merecimento está em destemperar sem motivo, e dar a entender à minha dama que se em seco faço tanto, em molhado o que não faria? quanto mais, que razão não me falta com a larga ausência que tenho feito da sempre senhora minha Dulcinéia del Toboso. Bem ouviste dizer àquele pastor que sabes, o Ambrósio: “Quem está ausente, não há mal que não tenha e que não tema.” Portanto, Sancho amigo, não gastes tempo em me aconselhar que deixe tão rara, tão feliz e tão nunca vista imitação. Louco sou, e louco hei-de ser até que me tornes com a resposta de uma carta que por ti quero enviar à minha senhora Dulcinéia; e se ela vier tal, como lho merece a minha lealdade, acabar-se-ão a minha sandice e a minha penitência; e se for ao contrário, confirmar-me-ei louco deveras, e assim não sentirei nada. Portanto, de qualquer maneira que ela responda, sairei do trabalhoso passo em que me houveres deixado, gozando ajuizado do bem que me trouxeres, ou, se me trouxeres mal, deixando por louco de o sentir. Mas dize-me cá, Sancho, trazes bem guardado o elmo de Mambrino? que eu bem vi que o levantaste do chão quando aquele desagradecido o quis espedaçar, mas não pôde, prova clara da fineza da sua têmpera.

A isto respondeu Sancho: 

— Vive Deus, senhor cavaleiro da Triste Figura! coisas diz Vossa Mercê, que eu não posso levar à paciência; e por elas chego a imaginar que tudo o que me tem dito de cavalarias, de alcançar reinos e impérios, de dar ilhas e fazer outras mercês e grandezas, como é de uso de cavaleiros andantes, deve ser tudo coisas de vento e mentira, e tudo pastranha, ou patranha, ou como melhor se chama. Quem ouvir a Vossa Mercê dizer que uma bacia de barbeiro é o elmo de Mambrino, sem sair de semelhante despropósito por mais de quatro dias, que há-de cuidar senão que a pessoa que tal diz e afirma tem o miolo furado? A bacia cá a levo eu no costal toda amolgada; e levo-a para a arranjar em minha casa e fazer com ela a barba, se Deus me fizer tanta mercê, que me torne ainda a ver com a minha mulher e filhos. 

— Olha, Sancho, pelo mesmo que tu me juraste há pouco te rejuro eu — disse D. Quixote — que tens o mais curto entendimento que nunca teve, nem tem, escudeiro do mundo. Pois é possível que, andando comigo há tanto tempo, ainda não tenhas reconhecido que todas as coisas dos cavaleiros andantes parecem quimeras, tolices e desatinos, e são ao contrário realidades? E donde vem este desconcerto? vem de andar sempre entre nós outros uma caterva de encantadores, que todas as nossas coisas invertem, e as transformam, segundo o seu gosto e a vontade que têm de nos favorecer ou destruir-nos. Ora aí está como isso, que a ti te parece bacia de barbeiro, é para mim elmo de Mambrino, e a outro se figurará outra coisa; e foi rara providência do sábio, que me favorece, fazer que pareça bacia o que real e verdadeiramente é elmo de Mambrino; e a causa vem a ser: porque, sendo ele traste de tanto apreço, todo o mundo, se o conhecesse, me perseguiria para mo tirar; como porém entendem que não passa de bacia de barbeiro, não fazem caso de se matar por ele, como bem o mostrou por sua parte o que diligenciou quebrá-lo, e o deixou no chão em vez de o levar; conhecera-o ele, e veríamos se o deixava assim! Guarda-o, guarda-o, amigo, que por enquanto não me faz míngua, antes estou para largar todas estas armas, e ficar nu como quando nasci, se é que me não der na vontade imitar mais a Roldão do que a Amadis, no tocante à penitência.

Com esta conversação chegaram ao pé de um alto monte, que entre outros que o rodeavam se erguia solitário, como se fora ali uma esguia rocha talhada por mão.
Corria-lhe pela falda um manso arroio, e por todas as partes à volta se lhe alastrava um prado tão verde e viçoso, que era alegria dos olhos. Havia por ali muitas árvores montesinas e algumas plantas e flores que tornavam o lugar sobremodo aprazível.
Foi este o sítio que para a sua penitência elegeu o Cavaleiro da Triste Figura. Apenas o avistou, rompeu em altas exclamações, dizendo como fora de si:

— Este é o lugar, ó céus! que eu escolho para chorar a desventura em que vós mesmos me haveis posto. Este é o sítio em que o tributo dos meus olhos há-de aumentar as águas daquele arroio, e meus contínuos e profundos suspiros estremecerão sem descanso as folhas destas árvores selváticas, em testemunho da pena que o meu coração perseguido padece. Ó vós outros, quem quer que sejais, rústicos deuses, que nesta desconversável paragem habitais, ouvi as queixas de tão desditoso amante, a quem uma longa ausência e uns fantasiados zelos hão trazido a lamentar-se nestas asperezas, e a queixar-se da dura condição daquela ingrata e bela, fim e remate de toda a humana formosura! Ó vós outras, Napéias e Dríades, que usais habitar no mais cerrado dos montes, assim os ligeiros e lascivos Sátiros de quem sois amadas, posto que em vão, não perturbem jamais o vosso doce sossego; ajudai-me a deplorar a minha desventura, ou pelo menos não vos canseis de ma ouvir! Ó Dulcinéia del Toboso, dia da minha noite, glória da minha pena, norte dos meus caminhos, estrela da minha ventura (assim o céu ta depare favorável em tudo que lhe pedires!) considera, te peço, o lugar e o estado a que a tua ausência me conduziu, e correspondas propícia ao que deves à minha fé! Ó solitárias árvores, que de hoje em diante ficareis acompanhando a minha solidão, dai mostras com o movimento das vossas ramarias de que vos não anoja a minha presença! Ó tu, escudeiro meu, agradável companheiro em meus sucessos prósperos e adversos, toma bem na memória o que vou fazer à tua vista, para que pontualmente o repitas à causadora única de tudo isto! 

Dizendo assim, apeou-se do Rocinante, tirou-lhe de repente o freio e as silhas, e, dando-lhe uma palmada nas ancas, lhe disse:

— Liberdade te dá o que sem ela fica, ó cavalo tão estimado por tuas obras, quão mísero por teu fado! vai-te por onde quiseres, que na frente levas escrito que não te igualou em ligeireza o Hipógrifo de Astolfo, nem o famigerado Frontino, que tão caro saiu a Bradamante.

Vendo aquilo Sancho, disse: 

— Bem haja quem nos tirou agora o trabalho de desalbardar o ruço, que à fé que não faltariam palmadinhas que dar-lhe, nem coisas que dizer em seu louvor. Se ele aqui estivera, não havia de eu consentir que ninguém o desalbardasse, nem para tal havia razão, pois com ele não tinham que ver as inquirições de enamorado nem de desesperado, pois nem uma nem outra coisa estava seu amo, que era eu quando Deus queria. Agora, senhor Cavaleiro da Triste Figura, se a minha partida e a loucura de Vossa Mercê são coisas deveras assentadas, bom será tornar-se a aparelhar o Rocinante para me suprir a falta do ruço, porque assim se encurtará a demora da minha ida e tornada, que a pé não sei quando voltarei, porque eu por mim sou fraco andarilho.

— Como quiseres, Sancho — disse D. Quixote — não me parece mal a tua lembrança; daqui a três dias partirás, pois quero que neste meio tempo vejas o que por ela faço e digo, para lho repetires como testemunha. 

— Que mais tenho eu que ver do que já vi? — disse Sancho.

— Sim; bem inteirado estás — disse D. Quixote. — Agora só me falta rasgar o fato, espalhar por aí as armas e dar cabriolas e cabeçadas por estas penhas, com outras coisas deste jaez que te hão-de admirar.

— Pelo amor de Deus — disse Sancho — olhe Vossa Mercê como dá essas cabeçadas, que em tal penha poderia acertar, e em tal parte, que logo à primeira se acabasse toda esta máquina de penitência; seria eu de parecer que, visto Vossa Mercê entender serem as cabeçadas necessárias para o caso, e não se pode fazer sem elas esta obra, se contentasse, por ser tudo isto fingido, e coisa de arremedilho e comédia, se contentasse, digo, com dar as cabeçadas na água, ou em alguma outra coisa fofa, por exemplo em algodão; o mais deixe-o por minha conta, que eu direi à minha senhora que Vossa Mercê as dava na quina de um penhasco mais agudo que um diamante.

— Agradeço-te a boa intenção, amigo Sancho — respondeu D. Ouixote — mas quero que saibas que tudo isto que eu faço não são comédias, mas realidades mui reais, porque o mais fora contravir às ordens de cavalaria, que nos proíbem toda a casta de mentira, sob pena de relapsos; o fazer uma coisa por outra o mesmo é que mentir; portanto as minhas cabeçadas hão-de ser verdadeiras, firmes, e a valer, sem nada de sofístico nem de fantástico; e necessário será que me deixes alguns fios para me curar, já que a desgraça quis que nos faltasse o bálsamo, que não foi pequena perda.

— Pior foi a do asno — respondeu Sancho — pois com ele se foram os fios e tudo mais que trazia. Peço-lhe a Vossa Mercê que nunca mais se torne a lembrar daquela maldita bebida, que só de ouvir falar nela se me revolve a alma, quanto mais o estômago. Mais lhe rogo que faça de conta que são já passados os três dias que me aprazou para eu ver as suas loucuras; já as dou por vistas, revistas e passadas em julgado, e hei-de contar delas maravilhas à minha senhora. Escreva a carta e despacheme logo, pois estou com grande ânsia de vir breve tirá-lo desse purgatório em que o deixo.
 
— Purgatório o chamas tu, Sancho? — disse D. Quixote — inferno lhe puderas tu chamar mais apropriadamente, ou coisa ainda pior, se a há.

— No inferno nulla es retentio, segundo tenho ouvido dizer — replicou Sancho.

— Não entendo o que vens a dizer com a tua retentio — disse D. Quixote. 

Retentio é — respondeu Sancho — que quem está no inferno nunca mais de lá sai, nem pode; em Vossa Mercê poderá ser às avessas, ou mau caminheiro serei eu, a não levar esporas com que esperte o Rocinante. Ponha-me eu a meu salvo em Toboso, e na presença da minha senhora Dulcinéia, que eu lhe direi tais coisas das necedades e loucuras (que tanto monta uma coisa como outra), que Vossa Mercê tem feito e fica fazendo, que a porei mais macia que uma luva, ainda que a ache mais dura que um sobreiro. Com a sua resposta, que há-de ser doce como um mel, voltarei por ares e ventos que nem bruxo, e o tirarei a Vossa Mercê deste purgatório, que, se não é inferno, bem o parece, visto haver esperança de saída, a qual, como já disse, não a têm os que estão no inferno; tenho que vossa Mercê não dirá agora o contrário.

— É verdade — disse o da Triste Figura — mas como faremos para escrever a carta?

— A carta e mais a cédula dos três burrinhos — acrescentou Sancho. 

— Tudo será mencionado — disse o cavaleiro. — Que bom não seria se, à falta de papel, a pudéramos escrever, como os antigos o faziam, em folhas de árvores, ou numas tabelas enceradas! mas tão dificultoso seria achar-se agora isso, como papel. Mas em bem me lembra: onde se pode otimamente escrever a carta é no livrinho de memórias que foi de Cardênio, e tu terás cuidado de a mandar copiar para papel, com boa letra, no primeiro lugar que encontres onde haja mestre de meninos de escola; ou, quando não, qualquer sacristão ta copiará; lá de escrivão, Deus nos livre, esses amigos fazem letra de processo, que nem Satanás a decifra

— E como há-de ser a assinatura? — disse Sancho. 

— As cartas de Amadis nunca foram assinadas — respondeu D. Quixote.

— Embora — replicou Sancho; — mas a ordem para os três burricos por força que há-de ser assinada e, se essa assinatura se copia, dirão que é falsa e ficaremos sem burrinhos.

— Essa ordem no mesmo livrinho a assinarei, que, em minha sobrinha a vendo, nenhum reparo porá em a cumprir; e pelo que respeita à carta de amores, porás, em vez de assinatura: Vosso até à morte, o Cavaleiro da Triste Figura. E o ir a coisa escrita por mão de outrem pouco importa, porque, se bem me lembra, a Dulcinéia não sabe escrever nem ler, nem em toda a sua vida viu nunca letra nem carta minha, porque os meus amores e os dela têm sido sempre platônicos, sem se atreverem a mais que a um olhar honesto; e ainda isso tão de longe em longe, que me atreverei a jurar-te com verdade que em doze anos (que tantos há que eu lhe quero mais que à luz destes olhos que a terra há-de comer) não a tenho visto quatro vezes; e até poderá ser que destas quatro vezes nem uma só ela em tal reparasse; tamanho é o recato e encerro com que seu pai Lourenço Corchuelo, e sua mãe Aldonça Nogales a criaram.

— Tenha lá mão — disse Sancho — pois a filha de Lourenço Corchuelo é que é a senhora Dulcinéia del Toboso, chamada por outro nome Aldonça Lourenço?

— Essa é — disse D. Quixote — é essa a que merece ser senhora de todo o universo.

 — Bem a conheço — disse Sancho; — o que sei dizer é que atira tão longe uma barra como o mais alentado pastor daquele povo. Vive Deus, que é um raparigão de truz, direita e desempenada, e de cabelinho na venta, e que pode tirar as barbas de vergonha a qualquer cavaleiro andante ou por andar, que a tiver por sua dama. Filha da mãe! que rija dos nós! que vozeirão! O que posso dizer é que se pôs um dia no alto da torre da aldeia a bradar por uns moços da casa, que andavam longe numa courela do pai; e, ainda que estavam a mais de meia légua, ouviram-na como se a torre estivesse ali ao pé; e o melhor que tem é que não tem nada de nicas, porque é muito levantada, com todos caçoa e de tudo faz galhofa.

Agora é que eu digo, senhor Cavaleiro da Triste Figura, que não só pode e deve fazer Vossa Mercê desatinos por ela, senão que terá carradas de razão de se desesperar e até enforcar-se. Não há ninguém que em o sabendo não diga que fez muito bem, ainda que o leve o diabo. Tomara-me já em caminho só por vê-la, que a não vejo há já muitos dias, e deve a estas horas estar muito demudada, porque o andar sempre ao ar e ao sol estraga muito o carão das mulheres. 
Uma verdade lhe confesso eu, senhor D. Quixote, e é que tinha vivido até aqui numa grande ignorância, porque entendia, e era capaz de o jurar, que a senhora Dulcinéia devia ser alguma Princesa, de quem Vossa Mercê estava enamorado, ou alguma pessoa tão de costa acima, que merecesse os ricos presentes que Vossa Mercê lhe tem enviado, tais como o do biscainho, o dos forçados das galés e outros, que muitos devem ser, segundo a quantia das vitórias que Vossa Mercê terá ganhado e ganhar, no tempo em que eu não era ainda seu escudeiro.
Mas agora, considerando bem, que proveito dará à senhora Aldonça Lourenço (quero dizer, à senhora Dulcinéia del Toboso) o irem-se lançar de joelhos diante dela, os vencidos que Vossa Mercê lhe envia e há-de enviar? porque poderia suceder que, na ocasião deles chegarem lá, estivesse ela tasquinhando linho ou malhando na eira, e eles se envergonhassem de a ver, e ela se risse e aborrecesse do presente.

— Já te tenho dito, e por muitas vezes, Sancho, — disse D. Quixote — que és um grande falador; e, ainda que de bestunto ronceiro, muitas vezes frisas em sutil; contudo para te convencer de quão rombo és tu, e eu discreto, quero que me ouças um breve conto:

— Certa viúva formosa, moça, livre e rica, e ainda por cima desenfadada, se enamorou de um rapaz tosquiado, roliço e de boa presença. O irmão mais velho dela, descobrindo aquela inclinação, disse-lhe um dia a modo de advertência fraternal:

“Maravilhado estou, senhora, e com bastante razão, de que mulher tão principal, tão formosa e tão abastada como Vossa Mercê, se haja enamorado de um homem tão soez, tão baixo e tão idiota, como é Fulano, sendo esta casa frequentada por tantos padres-mestres, apresentados e teólogos, por onde Vossa Mercê poderia fazer melhor escolha, como em bandeja de peras, e dizer: Este serve-me; aquele não presta.”

Ao que ela respondeu com grande chiste e despejo:

“Vossa Mercê, senhor meu, está muito enganado e pensa muito à antiga, se cuida que elegi mal em Fulano, por lhe parecer idiota, porque para o que eu o quero tanta filosofia sabe como Aristóteles, e até mais.”

Assim, Sancho, para o que eu quero a Dulcinéia del Toboso, tanto vale ela como a mais alta Princesa do mundo. Olha que nem todos os poetas, que louvam damas debaixo de um nome que eles arbitrariamente lhes põem, as têm na realidade. Pensas tu que as Amarílis, as Fílis, as Sílvias, as Dianas, as Galatéias, e outras quejandas de que andam cheios os livros, os romances, as lojas de barbeiros, os teatros das comédias, foram realmente damas de carne e osso, e pertenceram àqueles que as celebram e celebraram? Decerto que não. As mais delas inventaram-nas eles para assunto dos seus versos, e para que os tenham por enamorados, e homens de valia para o serem. Segundo isso, baste-me também a mim pensar e crer que a boa de Aldonça Lourenço é formosa e honesta. Lá a sua linhagem importa pouco; não hão-de ir tirar-lhe as inquirições para dar-lhe algum hábito; para mim faço de conta que é a mais alta Princesa do mundo. Porque hás-de saber, Sancho, se o não sabes, que há duas coisas só, que mais que todas as outras incitam a amar: são a formosura e a boa fama; e ambas estas coisas são em Dulcinéia extremadas, porque em lindeza nenhuma a iguala, e em boa nomeada poucas lhe chegam; e, para acabar com isto, imagino eu que tudo que te digo é assim, sem um til de mais nem de menos; pinto-a na fantasia como a desejo assim nas graças como no respeito; nem Helena lhe deita água às mãos, nem Lucrécia, nem outra alguma das famigeradas mulheres das idades pretéritas, grega, bárbara ou latina; digam o que quiserem; se por isto me repreenderem os ignorantes, não me condenarão os justiceiros. 

— Confesso que em tudo tem Vossa Mercê razão — disse Sancho — e que eu sou um asno. O que eu não sei é por que hei-de falar em asno; não se deve lembrar baraço em casa de enforcado. Mas venha a carta, e adeus que me mudo.

Puxou D. Quixote pelo livro de lembranças, e, retirando-se para um canto, com muito sossego começou a escrever a carta.
Acabada ela, chamou a Sancho, e lhe disse que lha queria ler para ele a entregar à memória, para ficar esse remédio, caso no caminho a perdesse, porque da sua desdita tudo se podia recear.
A isto respondeu Sancho:

— Escreva-a Vossa Mercê duas ou três vezes aí no livro, e dê-mo, que eu o levarei bem guardado; porque pensar que eu possa tomar isso de cor é disparate, sou tão falto de memória, que às vezes me chega a esquecer como me chamo. Mas diga-a sempre, que estimo muito ouvi-la; há-de ser que nem de letra redonda. 

— Ora escuta: reza assim — disse D. Quixote. 

CARTA DE D. QUIXOTE A DULCINÉIA DEL TOBOSO

 “Soberana e alta senhora!

O ferido do gume da ausência, e o chagado nas teias do coração, dulcissima Dulcinéia del Toboso, te envia saudar, que a ele lhe falta.
Se a tua formosura me despreza, se o teu valor me não vale, e se os teus desdéns se apuram com a minha firmeza, não obstante ser eu muito sofrido, mal poderei com estes pesares, que, além de muito graves, já vão durando em demasia. 
O meu bom escudeiro Sancho te dará inteira relação, ó minha bela ingrata, amada inimiga minha, do modo como eu fico por teu respeito. Se te parecer acudir-me, teu sou; e, se não, faze o que mais te aprouver, pois com acabar a minha vida terei satisfeito à tua crueldade e ao meu desejo. 
Teu até à morte 

O Cavaleiro da Triste Figura.” 

— Por vida de meu pai — disse Sancho acabada a leitura da carta — que esta é a mais sublime coisa que nunca ouvi. Aí diz Vossa Mercê tudo quanto quer; e como encaixa bem para assinatura aquilo do Cavaleiro da Triste Figura! Digo a verdade que Vossa Mercê é o próprio diabo em carne e osso; não há nada que não saiba. 

— Tudo é necessário para o ofício que exerço — disse D. Quixote.

— Ora pois — disse Sancho — ponha Vossa Mercê agora nessa outra página adiante a ordem dos três burricos, e assine-se com muita clareza, para a conhecerem logo que a virem.

— Aí vai — disse D. Quixote. Depois de escrita releu-a, e dizia assim: 

“Por esta minha de burrinhos mandará Vossa Mercê, senhora sobrinha, dar a Sancho Pança, meu escudeiro, três dos cinco que deixei em casa, e que estão a cargo de Vossa Mercê, os quais três burrinhos os mande entregar e pagar por outros tantos aqui recebidos de contado, que com esta e com sua carta de pago serão bem dados.
Feita nas entranhas da Serra Morena aos vinte e dois de Agosto deste ano.”

— Está muito boa — disse Sancho — assine-a Vossa Mercê.

— Não é preciso assiná-la — disse D. Quixote — basta pôr-lhe a minha rubrica, que vale o mesmo que assinatura; e para três asnos, e trezentos que fossem, é quanto basta. 

— Fio-me em Vossa Mercê — respondeu Sancho; — deixai-me ir aparelhar Rocinante, e prepare-se para me deitar sua bênção, que eu abalo já sem ver as sandices que Vossa Mercê quer fazer; eu lhe lá direi que vi fazer tantas, que não havia mais que pedir para fartar. 

— Pelo menos quero, Sancho, porque assim é necessário — disse D. Quixote — que me vejas nu em pelo, e fazer uma dúzia ou duas de disparates; não me levarão nem meia hora; tendo-os tu presenciado pelos teus olhos, já podes jurar sem carrego de consciência todos os mais que te parecer acrescentar.
 
— Pelo amor de Deus, senhor meu — disse Sancho — não me obrigue a ver a Vossa Mercê nu em pelo; isso era para mim uma grande aflição, e até me fazia chorar sem querer, e tenho esta cabeça em tal estado, do pranto que à noite fiz pelo ruço, que não estou para novos choros. Se tem muito empenho em que eu lhe assista a algumas loucuras, faça-as vestido, e à pressa, e as primeiras que lhe lembrem. Quanto mais, que para mim nada disso era mister; o meu maior empenho é apressar jornada, e não demorar a volta, que há-de ser com as notícias que Vossa Mercê deseja e merece; e, quando não, prepare-se a senhora Dulcinéia, que, se não responde como deve, faço juramento de alma que lhe hei-de sacar do bucho resposta apropositada a poder de pontapés e bofetões. Pois como se há-de aturar que um cavaleiro andante, tão famoso como Vossa Mercê, se mude em doido sem que nem para que, por amor de uma... não me obrigue a dizer senhora; quando não, juro que desproposito, dê por onde der; bom sou eu para essas; ainda me não conhece; pois olhe que, se me conhecesse, veria que não sou para graças.

— Sabes o que me está parecendo, Sancho? — disse D. Quixote — É que não estás mais assisado do que eu.

— Tão doido não estou — respondeu Sancho — mas mais enraivecido, sim. Mas, deixando-nos agora disto; que é o que Vossa Mercê há-de comer enquanto não volto? Há-de sair aos caminhos como Cardênio para rapinar aos pastores?

— Não te dê isso cuidado — respondeu D. Quixote — porque, ainda que eu tivesse para aí ucharias, não comera outra coisa senão as ervas e frutos que me oferecem este prado e estas árvores; nisso está a maior substância do meu caso: não comer e praticar outras inclemências.

— Sabe Vossa Mercê o que eu estou receando? — disse Sancho — é não atinar à volta com o sítio em que o deixo agora, segundo é sonegado. 

— Repara-lhe bem nos sinais, que eu procurarei não me apartar destes contornos — respondeu D. Quixote; — demais, tomarei cuidado de trepar por estes cabeços mais altos, para ver se te avisto quando voltares. Mas o melhor será, para te não perderes e para dares comigo, cortares algumas giestas das muitas que por aqui há, e as vás deitando de onde em onde até saíres a raso; assim já tens marcas para atinares comigo; é uma imitação do fio de Teseu no labirinto.

— Farei isso — respondeu Sancho. 

E, cortando algumas giestas, pediu a bênção ao amo e, sem muitas lágrimas de parte a parte, se despediu dele; e, montando no Rocinante, que D. Quixote muito lhe recomendou, dizendo-lhe que olhasse por ele como por si mesmo, se encaminhou para o plano, espalhando de distância em distância os ramos de giesta, segundo a advertência do amo. E assim se foi, se bem que até ao fim nunca D. Quixote deixou de o importunar para que lhe visse fazer ao menos duas loucuras.
Não tinha porém andado ainda cem passos, quando se voltou e disse: 

— Razão tinha Vossa Mercê em dizer que, para eu poder jurar, sem encargo de consciência, que o tinha visto fazer loucuras, seria bem ter-lhe presenciado ao menos uma, suposto que uma, e bem grande, já lhe eu vi, que foi esta de se me ficar por aí sozinho.

— Não te dizia eu? — disse D. Quixote — Espera, Sancho, que num credo as farei.

E, despindo com toda a pressa os calções, ficou em carnes, com poucas roupas menores, e logo, sem mais nem menos, deu duas cabriolas no ar, e dois tombos de cabeça a baixo, descobrindo coisas que, para não vê-las outra vez, voltou Sancho a rédea a Rocinante, e se deu por habilitadíssimo para poder jurar que o fidalgo ficava doido confirmado.
Deixemo-lo seguir o seu caminho, até à volta, que pouco tardou. 

continua página 152...

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Leia também:

D. Quixote - Cervantes Vol 1 - Prólogo
D. Quixote - Cervantes Vol 1 - Ao Livro de D. Quixote de la Mancha
D. Quixote - Cervantes Vol 1 - 1ª Parte L1 Capitulo I
D. Quixote - Cervantes Vol 1 - 1ª Parte L2 Capitulo IX
D. Quixote - Cervantes Vol 1 - 1ª Parte L3 Capitulo XXV
D. Quixote - Cervantes Vol 1 - 1ª Parte L3 Capitulo XXVI
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D. QUIXOTE 
VOL. I 
Cervantes 
D. Quixote de La Mancha — Primeira Parte 
(1605) 
Miguel de Cervantes [Saavedra] 
(1547-1616)
Tradução: 
Francisco Lopes de Azevedo Velho de Fonseca Barbosa Pinheiro Pereira e Sá Coelho (1809- 1876) Conde de Azevedo 
Antônio Feliciano de Castilho (1800-1875) 
Visconde de Castilho
Edição 
eBooksBrasil www.ebooksbrasil.com 
Versão para eBook 
eBooksBrasil.com 
Fonte Digital 
Digitalização da edição em papel de Clássicos Jackson, Vol. VIII Inclusões das partes faltantes confrontadas com a edição em espanhol da eBooksBrasil.com 
(1999, 2005)
Copyright 
Autor: 1605, 2005 Miguel de Cervantes 
Tradução Francisco Lopes de Azevedo Velho de Fonseca Barbosa Pinheiro Pereira e Sá Coelho 
António Feliciano de Castilho 
Capa: Honoré-Victorin Daumier (1808-1879) 
Retrato de Cervantes: Eduardo Balaca (1840-1914) 
Edição: 2005 eBooksBrasil.com

quarta-feira, 23 de agosto de 2023

Moby Dick: 16a - O Navio

Moby Dick


Herman Melville



16 - O NAVIO


Na cama, discutimos nossos planos para o dia seguinte. Mas, para minha surpresa e grande apreensão, Queequeg me fez entender que estivera consultando Yojo – assim chamava seu pequeno deus negro –, e Yojo lhe havia dito duas ou três vezes, e insistido muito de todos os modos possíveis, que, ao invés de irmos juntos até a frota de baleeiros no porto e escolhermos juntos nossa embarcação; que, em vez disso, Yojo recomendava que a escolha do navio fosse só minha, visto que Yojo continuaria a nos proteger; e, para nos ajudar, já havia optado por um navio que eu, Ishmael, encontraria infalivelmente, como se tivesse aparecido por acaso; e naquele navio eu deveria embarcar de pronto, sem por ora me preocupar com Queequeg.
Esqueci de dizer que, em muitas coisas, Queequeg tinha muita confiança na excelência do julgamento e na surpreendente capacidade de adivinhação de Yojo; tratava Yojo com muita estima; como um deus muito bom, que talvez desejasse o bem de todos, mas cujos desígnios benevolentes nem sempre se realizavam.
Agora, esse plano de Queequeg, ou melhor, de Yojo, sobre a escolha de nossa embarcação; ele não me agradou em nada. Eu tinha contado com a sagacidade de Queequeg para escolher o baleeiro mais adequado para transportar a nós e aos nossos destinos com segurança. Mas, como todos os meus protestos não tiveram nenhum efeito sobre Queequeg, fui obrigado a ceder; assim, me preparei para cuidar desse pequeno assunto com energia e vigor, com o intuito de resolvê-lo rapidamente. Saí na manhã seguinte bem cedinho, deixando Queequeg e Yojo fechados em nosso quarto – pois parecia que, para Queequeg e Yojo, era uma espécie de Quaresma ou de Ramadã, um dia de abstinência, humilhação e oração; como era, nunca fiquei sabendo, porque embora tenha me esforçado muito nunca consegui entender suas liturgias e seus XXXIX Artigos – deixei, portanto, Queequeg jejuando com seu cachimbo, e Yojo se esquentando no fogo sacrifical de aparas, e dirigi-me ao porto. Depois de dar muitas voltas e fazer muitas perguntas, fiquei sabendo que havia três navios prontos para uma viagem de três anos – o Mulher do Demônio, o Petisco e o Pequod. Não sei a origem do nome Mulher do Demônio; Petisco é óbvio; mas, quanto a Pequod, você deve lembrar que era o nome da famosa tribo de índios de Massachusetts, atualmente tão extinta quanto os antigos Medos. Dei uma espiada no Mulher do Demônio; de lá fui para o Petisco; por fim, subi a bordo do Pequod, olhei à minha volta por uns instantes e decidi que esse era o navio que queria para nós.
Uma pessoa pode ter visto muitos navios singulares durante sua vida; – de proa quadrada; montanhosos juncos Japoneses; galeotas semelhantes a caixas de manteiga, e sei lá mais o quê; mas acredite no que digo, ninguém nunca viu uma preciosidade tão antiga quanto o velho Pequod. Era um navio antigo, antes pequeno do que qualquer coisa; tinha o aspecto antiquado de um animal de garras. Longamente amadurecido e marcado por tufões e calmarias dos quatro oceanos, seu velho casco era escurecido como o de um granadeiro francês que tivesse lutado do mesmo modo no Egito e na Sibéria. Sua venerável proa parecia barbada. Seus mastros – feitos em algum lugar da costa do Japão, onde os mastros originais se perderam num temporal – erguiam-se tão aprumados quanto as espinhas dos três velhos reis de Colônia. Seu antigo convés era gasto e enrugado, como as lajes da catedral de Canterbury, veneradas pelos peregrinos, onde Becket sangrou até morrer. Mas a essas antiguidades foram acrescentados traços novos e maravilhosos, relativos às proezas realizadas por mais de meio século. O velho Capitão Peleg, durante muitos anos seu capitão, antes de comandar uma outra embarcação, e agora aposentado, era um dos principais proprietários do Pequod – esse velho Peleg, enquanto foi comandante, reforçou sua singularidade original revestindo o navio com materiais e dispositivos tão peculiares que só podiam ser comparados ao broquel entalhado do Thorkill-Hake. Estava enfeitado como um imperador bárbaro da Etiópia, com pesados berloques de marfim polido em volta de seu pescoço. Era um troféu. Uma embarcação canibal, que se enfeitava com os ossos dos inimigos. Em toda a volta, sua amurada aberta e sem painéis era adornada como uma única e contínua mandíbula, com os longos dentes pontiagudos de um cachalote, colocados ali como pinos, para segurar seus velhos músculos e tendões de cânhamo. Tais músculos não corriam por entre meras roldanas de madeira nativa, mas viajavam velozmente por entre peças do marfim marinho. Escarnecendo da clássica roda de torniquete em seu admirável timão, exibia uma cana de leme em seu lugar; mas a cana de leme era lavrada numa só peça, curiosamente entalhada na maxila longa e estreita de seu inimigo natural. O timoneiro que manobrasse aquela cana numa tempestade sentir-se-ia como o Tártaro, quando este freia seu corcel arisco segurando-o pelos dentes. Um navio nobre, mas de certa forma melancólico! Todas as coisas nobres têm esse toque.
Ora, quando procurei no tombadilho por um oficial, para me oferecer como candidato à viagem, de início não vi ninguém; mas não pude deixar de perceber um tipo curioso de tenda, ou melhor, wigwam, armada atrás do mastro grande. Parecia uma dessas construções temporárias que se encontram nos portos. Tinha a forma de um cone, com cerca de três metros de altura; feita com enormes pranchas flexíveis de ossos pretos, retirados do meio e da parte superior do maxilar da baleia franca. Com as largas pontas fixadas no convés, as pranchas se juntavam formando um círculo, uma apoiada sobre a outra, unindo-se no cume que formava um tufo, do qual saíam fibras soltas e peludas que balançavam como o topete da cabeça de um velho sachem dos Pottowottamie. Uma abertura triangular voltada para a proa do navio dava uma visão completa da proa para quem estivesse dentro da tenda. 
Um pouco escondida naquela edificação estranha, encontrei, por fim, uma pessoa que pelo aspecto parecia ter autoridade; e que, sendo meio-dia, com o trabalho suspenso a bordo, aproveitava o descanso das agruras do comando. Estava sentado numa velha cadeira de carvalho com curiosas incrustações; o assento era feito de uma trama sólida do mesmo material elástico usado para a construção do wigwam.
Não havia nada de muito singular, talvez, no aspecto do homem idoso que vi; era moreno e bronzeado, como a maior parte dos velhos marinheiros, e vestia-se com a pesada roupa azul de piloto, cortada em estilo Quacre; ao redor dos olhos percebia-se uma rede muito fina, quase microscópica, de pequenas rugas, que devem ter surgido durante suas viagens com tempestades contínuas, tendo o rosto sempre voltado ao vento; por essa razão, os músculos em volta dos olhos se contraíam. Essas rugas em volta dos olhos são muito eficazes para lançar olhares mal-humorados.

“É o capitão do Pequod?”, perguntei, dirigindo-me à porta da barraca. 

“Supondo que eu seja o capitão do Pequod, o que é que desejas?”, perguntou. 

“Desejo embarcar.”

“Desejas embarcar? Vejo que não és de Nantucket – já estiveste a bordo de uma baleeira?” 

“Não, senhor. Nunca.”

“Não sabes nada sobre pescar baleias, ousaria dizer – hein?”

“Nada, senhor; mas posso aprender depressa. Já fiz várias viagens na marinha mercante e acredito que –” 

“Que se dane a marinha mercante. Não me venha com esse calão. Vês esta perna? – Arrancá-la-ei do teu corpo, se falares em marinha mercante outra vez. Só faltava essa, marinha mercante! Imagino que te orgulhes por ter servido em navios mercantes. Mas por que, homem, desejas ir à pesca de baleias, hein? – Não parece um pouco suspeito, hein? – Não és pirata, não? – Não roubaste o teu último capitão, não? Não pensas em matar os oficiais quando chegares ao mar?”

Protestei minha inocência. Sabia que, sob sua máscara de insinuações meio humorísticas, o velho marinheiro, como todo Quacre solitário de Nantucket, estava cheio dos preconceitos insulares e tampouco confiava em forasteiros, a não ser nos que vinham de Cape Cod ou de Vineyard. 

“Mas o que te leva à pesca de baleias? Quero saber antes que embarques.”

“Bem, senhor, quero ver como é a pesca de baleias. Eu quero ver o mundo.” 

“Queres ver como é a pesca de baleias, não é? Já deste uma olhada no capitão Ahab?”

“Quem é o capitão Ahab, senhor?”

“Ai, ai, ai, já esperava por isso. O capitão Ahab é o capitão deste navio.”

“Então me enganei. Pensei estar falando com o capitão.” 

“Estás falando com o Capitão Peleg – eis com quem estás falando, meu jovem rapaz. Cabe a mim e ao Capitão Bildad preparar o Pequod para a viagem, abastecê-lo com tudo o que for necessário, incluindo a tripulação. Somos ao mesmo tempo proprietários e agentes. Mas, como ia dizendo, se quiseres saber como é a pesca de baleias, como dizes querer, posso ajudar-te antes que te comprometas irrevogavelmente. Dá uma olhada no capitão Ahab, meu jovem rapaz, e verás que ele tem apenas uma perna.” 

“O que quer dizer com isso, senhor? Que perdeu uma perna por causa de uma baleia?”

“Perdeu por causa de uma baleia! Meu jovem rapaz, aproxima-te: ela foi devorada, mastigada e esmigalhada pelo cetáceo mais monstruoso que jamais despedaçou um barco! – ai, ai, ai!”

Fiquei um pouco alarmado com sua firmeza, talvez um pouco emocionado pela tristeza sincera que havia em sua exclamação final, mas repliquei da maneira mais calma que pude, “O que o senhor diz é a verdade; mas como eu poderia adivinhar que essa baleia em particular é tão feroz, ainda que eu pudesse ter imaginado isso simplesmente pela ocorrência do acidente?”. 

“Nota bem, meu jovem rapaz, os teus pulmões são macios, percebes? Tu não falas grosso. É mesmo certo que estiveste no mar antes, tens certeza?”

“Senhor”, eu disse, “pensei que tivesse lhe contado sobre quatro viagens em navios mercantes…”

“Para com isso! Lembra-te do que eu disse sobre a marinha mercante – não me irrites –, não tolero isso. Mas vamos nos entender. Dei-te uma ideia do que é a pesca da baleia; continuas interessado?” 

“Sim, senhor.” 

“Muito bem. És capaz de lançar um arpão goela abaixo de uma baleia viva, e depois saltar atrás dele? Responde depressa!”

“Sim, senhor, se fosse absolutamente indispensável fazê-lo; quero dizer, se não houvesse outra alternativa; se fosse o caso.”

“Muito bem. Então, tu não apenas queres ir à pesca de baleias, para ter uma experiência da pesca de baleias, como também queres ir ver o mundo? Não foi o que disseste? Achei que sim. Pois bem, aproxima-te então, olha por cima da proa, volta aqui e conta-me o que vês lá.”

Por uns instantes fiquei parado, perplexo com uma ordem tão estranha, sem saber se achava graça ou se levava a sério. Mas, reunindo todos os seus pés-de-galinha num só olhar mal-humorado, o Capitão Peleg fez com que eu obedecesse.
Dirigindo-me então à proa e dando uma olhada ao redor, percebi que o navio, balançando com a maré em volta da âncora, apontava obliquamente para o mar aberto. A perspectiva era ilimitada, mas excessivamente monótona e hostil; sem a mais mínima variação que eu pudesse perceber.

“Bem, que tens a dizer?”, perguntou Peleg, quando voltei. “O que viste?”

“Pouca coisa”, respondi. “Nada além de água; um horizonte considerável, e parece-me que aí vem uma tempestade.”

“Pois bem, o que entendes por conhecer o mundo? Queres dar a volta até o cabo Horn para ver mais mundo ainda, hein? Não vês o mundo de onde estás?” 

Fiquei um pouco desconcertado, mas precisava ir à pesca de baleias; queria ir; e o Pequod era um bom navio – considerei-o o melhor – e tudo isso repeti para Peleg. Vendo-me tão determinado, ele expressou seu desejo de me embarcar.

“E podes assinar os papéis imediatamente”, acrescentou. “Vem comigo.” Dizendo isto, levou-me à cabine embaixo do convés.

Sentado sobre o painel de popa estava uma pessoa que me pareceu surpreendente e pouco comum. Era o capitão Bildad, que, junto com o capitão Peleg, era um dos principais acionistas da embarcação; as ações restantes, como ocorre em geral nos portos, estavam distribuídas por uma multidão de pensionistas; viúvas, órfãos e oficiais da justiça; cada um possuía aproximadamente o valor de um pedaço de madeira, ou um metro de uma tábua, ou ainda um ou dois pregos do navio. O povo de Nantucket investe seu dinheiro em navios baleeiros do mesmo modo que você investe o seu em ações garantidas pelo Estado, que rendem bons juros.
Ora, Bildad, assim como Peleg e muitos outros moradores de Nantucket, era um Quacre, uma vez que a ilha havia sido originalmente colonizada por essa seita; e até hoje seus habitantes guardam em grande medida as peculiaridades dos Quacres, modificadas às vezes por influência de elementos exteriores e heterogêneos. Alguns desses Quacres são os mais sanguinários de todos os marinheiros e caçadores de baleias. São Quacres guerreiros; são Quacres vingadores.  
Entre eles há alguns que usam nomes das Escrituras – um hábito bastante comum na ilha – e que durante a infância assimilaram os tratamentos dramáticos de “tu” e “vós”, do idioma Quacre; além disso, por suas aventuras corajosas, intrépidas e audaciosas de vidas subseqüentes, mil traços de caráter juntam-se de forma singular a essas características insuperáveis, traços dignos de um rei dos mares Escandinavo, ou de um poeta da Roma pagã. Quando essas coisas se unem num homem de força excepcional, com um cérebro globular e um coração equilibrado; que, graças à imobilidade e isolamento de muitas vigílias noturnas em águas remotas, sob constelações jamais vistas no hemisfério norte, foi levado a pensar de forma independente e autônoma; e que recebeu as impressões suaves ou selvagens da natureza de seu próprio seio virgem e confiante, e aprendeu, por meio delas principalmente, mas com o auxílio de certas vantagens acidentais, a língua elevada, corajosa e altiva – então esse homem se torna único em toda a população de um país – uma poderosa e admirável criatura, talhada para as nobres tragédias. Não deve ser menosprezado, sob o ponto de vista dramático, se por nascimento ou por outras circunstâncias ele parece dominado por uma morbidez involuntária em sua natureza profunda. Porque todos os grandes homens trágicos são criados com uma certa morbidez. Mas tenha certeza disso, ó, ambição juvenil, toda grandeza mortal é apenas doença. Mas por ora não nos ocupemos de tal homem, mas de um outro; um homem que, apesar de estranho, é apenas o resultado de uma característica Quacre modificada por circunstâncias individuais.
Tal como o Capitão Peleg, o Capitão Bildad era um próspero baleeiro aposentado. Ao contrário do Capitão Peleg – que não se importava nada com as coisas ditas sérias, e que se sentia mesmo inclinado a fazer pouco delas –, o Capitão Bildad não apenas tinha sido educado de acordo com os preceitos mais severos da seita Quacre de Nantucket, como também toda sua vida subseqüente no mar, e a visão de muitas adoráveis criaturas inteiramente nuas nas ilhas, por volta do cabo Horn – tudo aquilo em nada alterou seu caráter Quacre e em nada modificou uma só peça de seu vestuário. Apesar dessa rigidez, faltava consistência ao senso comum do valoroso Capitão Bildad. Embora se recusasse, por escrúpulos conscientes, a usar armas contra invasores de terra, ele próprio invadira desbragadamente o Atlântico e o Pacífico; e, embora fosse inimigo jurado do derramamento de sangue, ele próprio, em seu casaco reto, vertera tonéis de sangue de Leviatã. Como fazia o devoto Bildad, nas tardes contemplativas de seus dias, para reconciliar esses fatos em suas reminiscências, não sei; mas não parecia se preocupar muito, e provavelmente há muito tempo chegara à sábia e sensata conclusão de que a religião de um homem é uma coisa, e o mundo prático, uma outra bem diferente. Este mundo paga juros. Foi promovido de grumete, com as roupas curtas de tecido grosseiro, a arpoador, com um grande colete de barriga de sável; depois se tornou chefe do bote, imediato, comandante e finalmente armador; como disse antes, Bildad concluiu sua carreira de aventuras se aposentando da vida ativa com a boa idade de sessenta anos e dedicou o resto dos seus dias a usufruir de uma renda bem merecida. 
Mas, lamento dizê-lo, Bildad tinha a fama de ser um avarento incorrigível e de ter sido, no tempo em que ia ao mar, um chefe implacável e severo. Contaramme em Nantucket, apesar de se tratar de uma história curiosa, que quando ele era comandante do baleeiro Categut, ao descer em terra, quase toda a tripulação ia para o hospital, de tanta exaustão e cansaço. Para um devoto, especialmente um Quacre, era sem dúvida um homem severo, para não dizer pior. Mas não costumava xingar seus homens, diziam; no entanto, de algum jeito obrigava-os a fazer uma quantidade excessivamente cruel de trabalho. Quando Bildad era imediato, ter seu olhar cinzento dirigido a você fazia com que você se sentisse completamente nervoso, até que você acabasse pegando alguma coisa – um martelo ou um passador – e começasse a trabalhar como um louco no que fosse, não importando o quê. Ociosidade e inatividade sucumbiam diante dele. Sua pessoa era a própria encarnação do espírito utilitário. Em seu corpo alto e magro não havia nada supérfluo, nem excesso de barba, e seu queixo tinha uma penugem macia e econômica, como a penugem gasta de seu chapéu de abas largas.

Continua na página 82...

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Moby Dick: 16a - O Navio
Moby Dick: 16b - O Navio
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Moby Dick é um romance do escritor estadunidense Herman Melville, sobre um cachalote (grande animal marinho) de cor branca que foi perseguido, e mesmo ferido várias vezes por baleeiros, conseguiu se defender e destruí-los, nas aventuras narradas pelo marinheiro Ishmael junto com o Capitão Ahab e o primeiro imediato Starbuck a bordo do baleeiro Pequod. Originalmente foi publicado em três fascículos com o título "Moby-Dick, A Baleia" em Londres e em Nova York em 1851,
O livro foi revolucionário para a época, com descrições intrincadas e imaginativas do personagem-narrador, suas reflexões pessoais e grandes trechos de não-ficção, sobre variados assuntos, como baleias, métodos de caça a elas, arpões, a cor do animal, detalhes sobre as embarcações, funcionamentos e armazenamento de produtos extraídos das baleias.
O romance foi inspirado no naufrágio do navio Essex, comandado pelo capitão George Pollard, que perseguiu teimosamente uma baleia e ao tentar destruí-la, afundou. Outra fonte de inspiração foi o cachalote albino Mocha Dick, supostamente morta na década de 1830 ao largo da ilha chilena de Mocha, que se defendia dos navios que a perturbavam.
A obra foi inicialmente mal recebida pelos críticos, assim como pelo público por ser a visão unicamente destrutiva do ser humano contra os seres marinhos. O sabor da amarga aventura e o quanto o homem pode ser mortal por razões tolas como o instinto animal, sendo capaz de criar seus fantasmas justamente por sua pretensão e soberba, pode valer a leitura.


E você com o quê se identifica?